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Eso era una mentira: no se le había pasado siquiera por la mente la idea de recibir una llamada de ese hombre. Crawford avanzó con toda su corpulencia.

—Esta silla no parece lo bastante fuerte como para resistir mi peso —dijo—. ¿Le molesta si la ocupo?

—No es mía. Rómpala si quiere.

No se rompió. Con gruñidos y rezongos aguantó su carga. Crawford aflojó el cuerpo y suspiró.

—Suelo sentirme mucho mejor con una silla bien maciza.

—Interfirió el teléfono de Ann, ¿no? —dijo Vickers.

—Claro, sin duda. ¿Cómo, si no, hubiera podido encontrarlo?. Sabía que tarde o temprano se pondría usted en comunicación con ella.

—Vi llegar el avión. De haber sabido que era usted habría ido a buscarlo con el coche. Tengo que arreglar cierta cuenta con usted.

—No lo pongo en duda —observó Crawford.

—¿Por qué quiso hacerme linchar?

—No tengo el menor interés en hacerlo linchar —replicó Crawford—. Lo necesito demasiado.

—¿Para qué me necesita?

—No lo sé. Esperaba que usted me lo dijera.

—Yo no sé nada —dijo Vickers—. Dígame, Crawford, ¿qué significa todo esto?. El día en que fui a hablar con usted, lo que me dijo no era toda la verdad.

—Le dije la verdad, al menos en parte, pero no todo lo que sabemos.

—¿Por qué?

—No sabía quién era usted.

—¿Y ahora lo sabe?

—Si, ahora lo sé —afirmó el visitante—. Usted es uno de ellos.

—¿Uno de quiénes?

—De los fabricantes de chismes.

—¿Cómo diablos se le ha metido esa idea en la cabeza?

—Por los analizadores. Así les llaman los muchachos de Psicología: analizadores. Son algo incomprensible; no voy a fingir que los entiendo.

—¿Y esos analizadores indicaron que había algo extraño en mi?

—Si —respondió Crawford—. Así son las cosas.

—Si soy uno de ellos, ¿por qué me busca?—preguntó Vickers—. Si soy uno de ellos, ustedes están luchando contra mi, ¿no es cierto?. Usted habló de un mundo que estaba entre la espada y la pared, como recordará.

—No diga “si soy”, porque lo es sin lugar a dudas. Pero deje de comportarse como si yo fuera su enemigo.

—¿Y no lo es, acaso?. Si yo soy lo que usted dice, usted es mi enemigo.

—Usted no comprende. Le voy a proponer una comparación. Retrocedamos a los días en que los hombres de Cro-Magnon invadieron el territorio de los neanderthalenses…

—No me venga con comparaciones —protestó Vickers—. Dígame directamente qué se trae entre manos.

—No me gusta esta situación. No me gusta la forma que están tomando las cosas.

—Olvida usted que yo no conozco la situación.

—Por eso trato de explicársela con una analogía. Usted es el hombre de Cro-Magnon; domina el arco y la flecha y la espada. Yo soy el hombre de Neanderthal; no tengo sino un garrote. Usted posee un cuchillo de piedra pulida; yo, un trozo de pedernal mellado que recogí en el lecho de un arroyo. Usted viste cueros y pieles de animales; yo no tengo más abrigo que mi propio pelo.

—No estoy muy seguro —dijo Vickers.

—Tampoco yo. No soy muy experto en el tema. Tal vez di al Cro-Magnon demasiadas ventajas y puse al de Neanderthal peor de lo que estaba. Pero eso no viene al caso.

—Lo tendré en cuenta. ¿Adónde nos lleva todo eso?

—El hombre de Neanderthal se defendió —dijo Crawford-. ¿Y qué pasó con él?

—Se extinguió.

—Tal vez no hayan perecido a causa del arco y la flecha, sino por otras razones. Tal vez no podían conseguir bastantes alimentos al competir con una raza más avanzada. Quizá los echaron de sus terrenos de caza y murieron de inanición. O quizá murieron de vergüenza ante la horrible certidumbre de que los habrían sobrepasado, de que, en comparación con aquella otra raza, eran poco más que las bestias.

Vickers observó secamente:

—Dudo que los hombres de Neanderthal pudieran desarrollar un complejo de inferioridad muy grave.

—Tal vez la posibilidad no sea aplicable al hombre de Neanderthal, pero sí a nosotros.

—Usted trata de hacerme apreciar toda la profundidad de la escisión.

—Exacto —respondió Crawford—. Usted no comprende la profundidad del odio, el margen de inteligencia y de destreza; tampoco visualiza la desesperación a la que vamos llegando. ¿Quiénes son los desesperados?. Se lo diré: son los hombres de éxito, los industriales poderosos, los banqueros los hombres de negocios, los profesionales que gozan de seguridad y de puestos importantes, los que se mueven en círculos sociales que indican la marea alta de nuestra cultura. Si los hombres como usted invaden el mundo, todos ellos perderán sus puestos. Serán neanderthalenses contra los de Cro-Magnon. Serán como los griegos de Homero atrapados en nuestra tecnología. Naturalmente han de sobrevivir, pero sólo como aborígenes. Su sistema de valores desaparecerá; y ese sistema de valores, tan penosamente construido, es todo lo que tienen para vivir.

Vickers meneó la cabeza.

—Dejémonos de juegos, Crawford. Tratemos de ser honrados por un rato. Usted me ha de creer mucho más informado de lo que estoy. Supongo que me convendría dejarlo en su engaño y fingirme al tanto en todo. Andarme con evasivas. Conseguir que usted descubra su juego. Pero no tengo coraje para hacerlo.

—Ya sé que usted no sabe gran cosa. Por eso quería encontrarlo tan pronto como fuera posible. Por lo que veo usted aún no es del todo mutante; no ha roto la crisálida del hombre común. Una gran parte de su ser pertenece todavía al hombre normal. Se tiende hacia la mutación: hoy más que ayer, mañana más que hoy. Pero esta noche, en este cuarto, usted y yo todavía podemos hablar de hombre a hombre.

—Eso sería siempre posible.

—No —replicó Crawford—. Si usted fuera un verdadero mutante yo percibiría la diferencia entre los dos. Sin igualdad toda discusión es imposible. Yo pondría en duda la solidez de mi lógica y usted me miraría con cierto desprecio.

—Precisamente antes de verlo entrar —dijo Vickers— acababa de convencerme de que todo esto no era más que un juego de mi imaginación.

—No lo es, Vickers. Usted tenía un trompo, ¿recuerda?

—Sí; ha desaparecido.

—No, no ha desaparecido —repuso Crawford.

—¿Lo tiene usted?

—No, yo no lo tengo. No sé dónde está, pero permanece en algún sitio de este cuarto. Verá usted: llegué aquí antes que usted y violé la cerradura. Una cerradura muy poco eficaz, ya que estamos en el tema.

—Ya que estamos en el tema —comentó Vickers—, una treta muy sucia, la suya.

—Aceptado. Antes de que esto acabe jugaré varías otras, igualmente sucias. Pero volvamos a lo nuestro. Violé la cerradura y entré. Entonces vi el trompo y me pregunté… Bueno, yo…

—Siga.

—Vea, Vickers, cuando yo era niño tenía un trompo como ese. Hace muchísimo tiempo. Hacia años que no veía ninguno parecido. Y bien, lo hice girar. Porque si, sin motivo especial. O tal vez hubo un motivo. Tal vez trataba de recuperar algún momento perdido de mi niñez. Y el trompo…

Se interrumpió, mirando fijamente a Vickers como si tratara de captar cualquier posible señal de risa. Cuando siguió hablando su voz era casi indiferente.

—El trompo desapareció—dijo.

Vickers no respondió.

—¿Qué era?—preguntó Crawford—¿Qué clase de trompo era ése?

—No lo sé. ¿Estaba usted observándolo cuando desapareció?

—No. Me pareció oír ruidos en el vestíbulo y aparté la vista por un instante. Cuando volví a mirar había desaparecido.

—No debería ser así—dijo Vickers—. No debió desaparecer si usted no lo miraba.

—Ese trompo tenía algo que ver —dijo Crawford—. Usted lo había pintado. La pintura todavía estaba algo húmeda y allí están las latas de esmalte, sobre la mesa. No se habría tomado tanto trabajo sin un motivo. ¿Para qué pensaba usarlo, Vickers?