—Quería ir al país de las hadas —explicó el escritor.
—¿Qué es eso, una adivinanza?
Vickers meneó la cabeza, diciendo:
—Fui una vez… físicamente…, cuando era niño.
—Hace diez días yo habría dicho que los dos estábamos locos; usted, por decir eso; yo, por creerlo. Hoy es todo diferente.
—A lo mejor lo estamos. O somos un par de tontos.
—No somos locos ni tontos. Somos dos hombres, bastante diferentes, pero hombres al fin. Es una base común para el entendimiento.
—¿A qué vino usted, Crawford?. No me diga que vino sólo para conversar: lo veo demasiado ansioso. Interfirió la llamada de Ann para descubrir mi paradero, violó mi cuarto e hizo girar el trompo. También usted tenía motivos para todo eso. ¿Cuál era?
—Vine a prevenirlo —dijo Crawford—. A advertirle que los hombres están desesperados, que no se detendrán ante nada. No se dejarán invadir.
—¿Y si no tienen alternativa?
—La tienen. Lucharán con lo que poseen.
—Los hombres de Neanderthal lucharon con garrotes.
—Lo mismo hará el Homo Sapiens. Garrotes contra las flechas de ustedes. Por eso quería hablarle. ¿Por qué no nos sentamos a buscar una solución?. Debe haber algunos puntos de entendimiento.
—Hace diez días —replicó Vickers— nos sentamos a charlar en su oficina. Usted describió la situación y dijo que estaba atónito, perplejo. A juzgar por sus palabras, no tenía la más remota idea de lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué me mintió?
Crawford permaneció inmóvil e inexpresivo.
—Teníamos la máquina observándolo a usted, ¿recuerda?. Los analizadores. Queríamos saber hasta dónde estaba enterado.
—Y bien, ¿cuánto?
—Nada —respondió Crawford—. Sólo pudimos averiguar que era mutante en estado de latencia.
—¿Por qué me eligieron a mi, en ese caso?—preguntó Vickers—. Con excepción de ese carácter extraño que usted dice notar en mi, no hay razones para creer que soy mutante. No conozco a ninguno y no sé cómo son. Si quiere llegar a un trato búsquese un mutante hecho y derecho.
—Lo escogimos a usted por una simple razón: es el único mutante que tenemos a mano. Usted y uno más…, pero el otro es todavía menos consciente del hecho que usted.
—Pero debe haber otros.
—Los hay, claro, pero no podemos atraparlos.
—Habla como si fuera un trampero, Crawford.
—Tal vez lo soy. En cuanto a estos otros… Uno los encuentra sólo cuando ellos quieren dejarse ver. De lo contrario están siempre fuera.
—¿Fuera?
—Desaparecen —explicó apresuradamente Crawford—.Les seguimos los pasos y aguardamos. Les dejamos mensajes y aguardamos. Tocamos timbres y aguardamos. Nunca están. Pasan por una puerta y no están en el cuarto al que entraron. Esperamos durante horas para verlos y al fin descubrimos que no estaban donde creíamos, sino en otro sitio, a muchas millas de allí.
—Pero a mí…A mí pueden seguirme. No desaparezco.
—Todavía no.
—Quizá soy un mutante imbécil.
—Usted es un mutante sin desarrollar.
—Ustedes me identificaron —dijo Vickers—. Tenían razones para sospechar antes de que yo mismo lo descubriera.
Crawford rió entre dientes.
—Sí, sus libros. En ellos hay algo extraño y nuestro departamento de psicología lo detectó. De ese modo descubrimos a algunos otros. Un par de actores, un arquitecto, un escultor y uno o dos escritores. No me pregunten cómo lo hacen los muchachos de psicología. Es como si lo olfatearan. No, no ponga esa cara de asombro, Vickers. Cuando uno organiza la industria mundial dispone de un equipo especializado capaz de investigaciones asombrosas; en términos de efectivo y mano de obra se puede hacer cualquier cosa. Se sorprendería si supiera cuántas cosas hemos hecho, las áreas de investigación que hemos descubierto. Pero aún no es bastante. No me avergüenza confesarle que nos han burlado en todas las oportunidades.
—Y ahora quieren negociar.
—Yo sí, pero de los demás no puedo decir lo mismo. Jamás querrán llegar a un trato. Usted no puede comprender: luchan por conservar el mundo que les llevó años construir, años largos y sangrientos.
“Así fue en verdad”, pensó Vickers; “años largos y sangrientos”.
Recordó a Horton Flanders, sentado en el porche y hamacándose, mientras la luciérnaga de su cigarrillo encendido iba y venía en la oscuridad; Horton Flanders hablaba de la guerra, de la Tercera Guerra Mundial a la que, por algún motivo, no se había llegado; y decía que tal vez algo o alguien había intervenido de tanto en tanto para evitarla. “Una intervención”, decía, sin dejar de mecerse.
—Pues el mundo que construyeron no ha resultado muy aceptable —comentó Vickers—. Lo construyeron con demasiada sangre y angustia, mezclaron demasiados huesos en el cemento. A lo largo de toda su historia no hay prácticamente un año en el que no se haya producido la violencia, la violencia organizada y oficial, en algún punto de la tierra.
—Comprendo —dijo Crawford—. Usted piensa que debería hacerse una reorganización.
—Algo así.
—Tratemos de imaginarlo, en ese caso —propuso Crawford—. Me cree renegado. Piensa que considero la derrota como cosa hecha y que he venido corriendo con la bandera blanca en alto para probar a los nuevos amos que soy inofensivo. Que trato de conseguir la paz para mi mientras todos los otros se van al demonio. Quizá los mutantes me conserven como mascota.
—Si lo que usted dice es cierto, tanto usted como los otros tendrán su castigo, hagan lo que hicieren.
—Tal vez no sea irremediable —respondió Crawford—. Podemos defendernos y provocar un embrollo tremendo.
—¿Con qué, Crawford? ¿Olvida que sólo disponen de garrotes?
—Disponemos de nuestra desesperación.
—¿Y eso es todo? ¿Garrotes y desesperación?
—Tenemos un arma secreta.
—Y los otros quieren utilizarla.
Crawford asintió, aclarando:
—Pero no es lo bastante buena. Por eso estoy aquí.
—Me pondré en contacto con usted —dijo Vickers—. Se lo prometo. Es lo más que puedo hacer. Si descubro que usted estaba en lo cierto me pondré en contacto con usted.
Crawford se levantó con gran trabajo.
—Trate de que sea pronto —dijo—. No hay mucho tiempo. No podré contenerlos indefinidamente.
—Usted está asustado —observó Vickers—. Nunca vi a nadie tan asustado. Lo estaba el día en que lo conocí y sigue igual.
—Estoy asustado desde el día en que esto comenzó: Empeora de día en día.
—Dos hombres con miedo. Dos niñitos corriendo en la oscuridad.
—¿Usted también?
—Por supuesto. ¿No ve que estoy temblando?
—No, no veo. En algunos aspectos, Vickers, usted es dueño de una sangre fría tal como no la he visto en mi vida.
—Hay algo que quiero preguntarle. Usted dijo que había otro mutante al alcance de su mano.
—Si, eso dije.
—¿Podría decirme quién es?
—No.
—Ya lo esperaba.
En ese momento la alfombra pareció borronearse en cierto punto. De pronto estuvo allí, girando lentamente, a tumbos, el silbido ahogado y los colores confusos en el girar errático. El trompo acababa de reaparecer.
Ambos lo observaron inmóviles, hasta que se detuvo.
—Se había ido —dijo Crawford.
—Y acaba de regresar —susurró Vickers.
El visitante cerró la puerta tras de sí. Vickers permaneció de pie en aquel cuarto frío y luminoso, ante el trompo inmóvil, mientras los pasos de Crawford se alejaban por el vestíbulo.