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CAPITULO 25

Cuando los pasos dejaron de oírse Vickers se acercó al teléfono y levantó el tubo para pedir un número. Mientras aguardaba a que le comunicaran pudo escuchar la voz de los operadores; eran voces tenues y leves que hablaban con ligera indiferencia.

Tendría que explicárselo con celeridad. No podía perder mucho tiempo, pues ellos estarían escuchando. Tendría que decírselo pronto y asegurarse de que ella hiciera lo indicado: debía salir de allí antes de que los otros pudieran alcanzarla.

Le diría:

—Si te pido algo, ¿lo harás, Ann? ¿lo harás sin preguntar nada?

Le diría:

—¿Recuerdas ese sitio donde preguntaste por la cocina? Te esperaré allí.

Y por último:

—Vete de tu departamento. Vete y escóndete. Donde no te vean. Ahora mismo. No dentro de una hora ni de cinco minutos. Ni siquiera dentro de un minuto. Cuelga el auricular y vete.

Tendría que ser pronto y seguro, a ciegas.

No podía decirle: “Ann, eres mutante”; ella querría saber qué significaba eso, cómo se había enterado él, y mientras tanto los espías avanzarían hacia su casa. Todo andaría bien si ella depositaba una fe ciega en él, pero ¿lo haría?

Estaba transpirando. Con sólo pensar que ella podía pedir explicaciones, o negarse a huir sin saber por qué, el sudor le chorreaba por las costillas.

El teléfono sonaba. Trató de recordar cómo era el departamento, el lugar que ocupaba el teléfono, en un extremo del sofá-cama; la imaginó cruzando el cuarto para levantar el receptor. En cualquier momento escucharía su voz.

El teléfono sonaba. Seguía sonando.

Ann no contestó.

—Este número no contesta, señor —dijo la operadora.

—Pruebe este otro, en ese caso —dijo, y proporcionó a la operadora el número de la oficina.

Nuevamente la espera y el timbre intermitente.

—Este número no contesta, señor —dijo la operadora.

—Gracias.

—¿Insisto?

—No —dijo Vickers—. Por favor, cancele la llamada.

Tendría que maquinar un plan, tratar de discernir de qué se trataba. Hasta entonces había sido fácil buscar refugio en la creencia de que era pura imaginación, que tanto él como el mundo entero estaban medio dementes, que todo andaría bien si no prestaba atención a lo que ocurría.

Pero eso ya no era posible. Pues ahora debía creer lo que hasta entonces había creído sólo a medias, aceptar como tal la historia que Crawford le contara, sentado en ese mismo cuarto, con el corpachón amontonado en la silla, inexpresivo el rostro y monótono la voz, capaz de pronunciar las palabras, pero no de poner en ellas inflexiones o vida.

Debía creer en la mutación humana y en un mundo dividido y acosado. Debía creer incluso en el país de hadas de su niñez, pues si él era mutante ese país era una señal, una parte de aquello por lo cual podía llegar a conocerse y a ser reconocido por otros.

Trató de hilvanar todas las implicaciones contenidas en el relato de Crawford y de comprender su significado, pero había demasiadas ramificaciones, demasiados factores de azar, demasiadas cosas que ignoraba.

Había un mundo de mutantes, de hombres y mujeres que superaban su condición de tales; eran personas dotadas de ciertos talentos humanos y de cierta comprensión que escapaba al alcance de las personas normales, o que éstas, al menos, no podían utilizar por completo, pues eran incapaces de emplear con inteligencia todos los enormes poderes que yacían latentes en su cerebro. Ese era el próximo paso, la evolución, el avance de la raza humana.

—Y sabe Dios —dijo Vickers, dirigiéndose al cuarto vacío—, sabe Dios si necesita avanzar, ahora más nunca.

Una banda de mutantes que trabajaran juntos, pero ocultos, puesto que el mundo normal se volvería contra ellos con garras y dientes si revelaban ese misma diferencia.

¿Y en qué consistía esa diferencia? ¿Qué eran capaces de hacer, qué confiaban lograr con ello? El sabía unas cuantas cosas: hacían coches eternos, navajas que no se gastaban y lamparillas eléctricas que no se quemaban; también carbohidratos sintéticos para alimentar a los hambrientos y para ayudar a que la guerra siguiera más o menos apartada de la humanidad.

Pero ¿qué más? Sin duda había mucho más que eso.

“La intervención”, había dicho Horton Flanders, meciéndose en el porche. Alguna especie de intervención gracias a la cual el mundo había avanzado, pero que después rechazaba, de un modo u otro, los frutos amargos y horribles del progreso mal usado.

Horton Flanders era el indicado para revelárselo todo, y Vickers lo comprendió así. Pero ¿Dónde estaba Horton Flanders?

“Son difíciles de atrapar”, había dicho Crawford; “uno toca timbres y aguarda; deja mensajes y aguarda, los sigue y aguarda. Y nunca están donde uno cree, sino en otra parte”.

Vickers trató de planear sus próximos pasos. “En primer lugar”, pensó, “debo salir de aquí y no dejarme atrapar. Después tendré que buscar a Ann y hacer que se oculte. Y finalmente debo encontrar a Horton Flanders y hacer que hable claro”.

Recogió el trompo y bajó las escaleras. El empleado le recibió la llave y preparó su factura.

—Le dejaron un mensaje —dijo, volviéndose hacia el casillero de donde pendía la llave—. El caballero que subió a verlo hace un rato me entregó esto antes de marcharse.

Le alcanzó un sobre. Vickers lo desgarró y halló dentro una hoja plegada.

—¡Qué curioso! —observó el empleado— ¡Si acababa de hablar con usted!

—Si —replicó Vickers—. Es muy curioso.

La nota decía.

No trate de usar su coche. Si ocurre algo mantenga el pico cerrado.

Era, sin duda, algo muy curioso.

CAPITULO 26

Vickers iba hacia la aurora. El camino estaba desierto y el coche volaba por él, sin más ruido que el silbido de las cubiertas al derrapar en las curvas. En el asiento contiguo iba y venia el trompo, con sus alegres colores, siguiendo los movimientos del auto.

Dos cosas estaban mal. Había dos errores inmediatos:

No se había detenido en la casa de los Preston.

Había utilizado el coche.

Eran dos tonterías, por supuesto; Vickers se burló de sí mismo por pensar en eso y pisó a fondo el acelerador, hasta que el silbido de las cubiertas se convirtió en un grito agudo en cada una de las cunas.

Debió haberse detenido ante la casa de los Preston para probar allí el trompo. Ese era su plan original, pero aunque hurgaba en su mente en busca de las razones que se lo habían inspirado no hallaba ninguna. Si el trompo funcionaba, lo haría en cualquier parte. Funcionaba, y eso era todo; no importaba dónde lo hiciera, aunque algo, muy dentro de sí, le indicaba que ese detalle tenía importancia. La casa de los Preston tenía algo especial. Era un punto clave; debía ser el punto clave en aquel asunto de los mutantes.

“Pero no podía perder tiempo”, se dijo. “No podía seguir dando vueltas. No había tiempo que perder. En primer lugar debía volver a Nueva York, buscar a Ann y hacer que se ocultara. Pues Ann debía ser el otro mutante, aunque tampoco en ese aspecto, al igual que en el caso de la casa Preston, podía estar seguro de ello. No había motivos ni prueba sustancial que lo demostrara. “Motivos”, pensó. “Motivos y pruebas”. ¿Y qué son?

Sólo la lógica forzosa sobre la cual el hombre ha construido su mundo. ¿Era posible que el hombre contara interiormente con otro sentido, otra norma que le sirviera de base, permitiéndole dejar a un lado los motivos y las pruebas, como a puerilidades útiles en su momento, pero ya cuanto menos incómodas? ¿Había acaso un modo de distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, sin caer en interminables razonamientos y tontos desfiles de pruebas? ¿La intuición, tal vez? Tonterías de mujeres. ¿Las premoniciones? Eso era sólo superstición.