“Todo es normal”, pensó. “Una mañana normal entre los hombres; la gente va a su trabajo, los niños juegan, las palomas pasean por el césped”.
Pero por debajo manaba una corriente de salvajismo. Detrás de todo eso, detrás de ese telón civilizado, el presente se agazapaba en su cueva, emboscado para saltar al encuentro del futuro. Emboscado, a la espera de él, de Ann de Horton Flanders.
Gracias a Dios, nadie había tenido la idea de relacionarlo con el coche. Tal vez a alguien se le ocurriera más tarde. Tal vez alguien recordara haberlo visto bajar del auto o sospecharía de ese hombre que no salió corriendo del restaurante ni se unió a la turba que apedreaba el coche. Pero estaba a salvo por el momento. Cuánto duraría su seguridad era ya otra cuestión.
Bien. ¿Qué hacer? Estudió las posibilidades. Podía robar un auto y continuar su viaje, pero no sabía cómo hacerlo. Sin embargo había otra cosa, algo que debía hacer inmediatamente.
Debía conseguir el trompo.
Lo había dejado en el coche y necesitaba recuperarlo. Empero ¿por qué arriesgar el cuello para conseguirlo? No tenía sentido, pensándolo bien, no tenía el menor sentido. Y sin embargo supo que debía hacerlo.
Tampoco la advertencia de Crawford sobre la inconveniencia de usar el coche pareció tener sentido en un primer momento; no le había prestado atención, pero (contra toda lógica) había tenido la sensación de que estaba equivocado al no obedecerle. Y al menos en este caso la lógica no había estado en lo cierto; sí, en cambio, ese presentimiento, esa premonición, intuición o como se llamara.
Recordó haberse preguntado si no habría un sentido capaz de sobrepasar la lógica y la razón, si no habría otra facultad en el cerebro humano, una facultad adivinatoria que dejara atrás las viejas herramientas de la lógica y la razón. Tal vez se trataba de eso; quizás ése era uno de los “talentos extravagantes” de la nueva raza.
Y tal vez ése era el sentido que le advertía, más allá de toda razón y de toda lógica, que debía recuperar el trompo.
CAPITULO 29
La calle estaba bloqueada al tránsito y había un policía apostado, aunque no parecía hacer falta allí, pues la muchedumbre guardaba el orden. El coche seguía en el medio de la calle, abollado y maltrecho, con las ruedas al aire, como una vaca muerta en un campo de trigo. El vidrio hecho añicos cubría el pavimento y crujía bajo los pies de la gente. Habían sacado las cubiertas a golpes y las llantas estaban dobladas; la muchedumbre de mirones seguía allí.
Vickers se mezcló entre los curiosos para acercarse al auto. La puerta delantera había sido abierta y formaba una cuña entre el vehículo y la calzada; tal vez el trompo estuviera aún allí. En ese caso tendría que idear alguna forma de conseguirlo. Tal vez podía arrodillarse y fingir que le interesaba el tablero o algún instrumento. Conversaría con los curiosos sobre las diferencias entre ese tablero y los de un coche común; mientras tanto, quizá pudiera meter la mano y apoderarse del trompo para esconderlo bajo su chaqueta sin que nadie se diera cuenta.
Caminó en torno a los restos del coche, arrastrando los pies y mirándolo con la expresión del curioso indiferente, mientras intercambiaba los comentarios banales de costumbre con sus vecinos. Logró abrirse paso hasta quedar junto a la puerta. Permaneció allí, agachado y doblando el cuello, charlando con el hombre más cercano sobre el tablero de controles y sobre la caja de cambios, pero mientras tanto no dejaba de buscar el trompo.
No había allí trompo alguno.
Volvió a erguirse y caminó al azar con la multitud, con la vista clavada en el pavimento, pues quizá el trompo había caído del coche y se había alejado rodando. Tal vez estuviera en la alcantarilla. Revisó las de ambos lados de la calle y toda la calzada: el trompo no estaba.
Había desaparecido sin que él pudiera probarlo. Ya jamás sabría si era capaz de llevarlo al país de las hadas.
Por dos veces había entrado a ese país: una, siendo niño; la otra, mientras recorría cierto valle con una muchacha llamada Kathleen Preston. Había recorrido con ella un valle encantado que no podía pertenecer sino al país de las hadas. Más adelante, cuando volvió a visitarla, le dijeron que ella ya no estaba allí; él volvió la espalda a la puerta y cruzó el porche.
“Un momento”, se dijo. “¿En verdad volví la espalda a la puerta y crucé el porche?”
Trató de recordar y volvió a ver difusamente la escena. Un hombre de voz suave le había dicho que Kathleen no estaba, agregando: “Pero ¿no quiere pasar, muchacho? Quiero mostrarle algo”. Entonces él entró a la imponente sala pesada y sombría, con pinturas en las paredes, desde donde se abría una gran escalera hacia los pisos superiores. Y el hombre dijo…
¿Qué había dicho? ¿Era real aquella escena? ¿Como era posible que una experiencia así, un incidente del cual habría debido conservar cada detalle, recién retornara a su memoria después de tantos años, así como el recuerdo perdido de su aventura infantil en el país de las hadas?
Al fin y al cabo, ¿era verdad o no? Pero no había forma de saberlo.
Descendió por la calle, pasando junto al policía, que sonreía a la multitud, apoyado contra una pared, sin dejar de balancear su cachiporra. Se detuvo ante un terreno baldío para contemplar a un grupo de niños en pleno juego. En otros tiempos también él jugaba así, ajeno al tiempo y al destino, sin pensar más que en las felices horas de sol y en el borboteo delicioso encerrado en la vida. Entonces el tiempo no existía y el destino estaba a un momento de distancia, o cuanto más a una hora. Cada jornada se prolongaba para siempre; la vida no tenía fin…
Un niñito se había sentado a cierta distancia de los demás; tenía algo en el regazo y lo hacia girar, admirándolo feliz, como quien ha entrado en posesión de un juguete maravilloso. De pronto lo arrojó por los aires para cogerlo en seguida; el sol centelleó sobre sus múltiples colores. Vickers, al verlo, quedó un momento sin respiración. ¡El trompo desaparecido!
Se acercó por el baldío sin que los niños repararan en él; es decir, lo ignoraron tal como suelen hacer los niños cuando juegan, puesto que en esos momentos los adultos no existen; no son más que personajes sombríos surgidos de algún mundo irreal y poco grato. Vickers se detuvo ante el niño que jugaba con el trompo.
—¡Hola, hijo!
—¡Hola!
—¿Qué tienes ahí?
—Lo encontré—dijo el muchachito.
—Es muy lindo —observó Vickers—. Me gustaría comprártelo.
—No lo vendo.
—Te pagaría muy bien.
El niño levantó la vista, interesado.
—¿Cómo para comprarme una bicicleta nueva? —preguntó.
Vickers hundió la mano en el bolsillo y sacó varios billetes doblados.
—¡Caray, don!
En ese momento el escritor notó, mirando por el rabillo del ojo, que el policía lo estaba observando; le vio dar un paso en dirección al baldío.
—Toma —exclamó.
Arrojó los billetes doblados en el regazo del niño y se apoderó del trompo. Sin pérdida de tiempo echó a correr hacia el callejón.
—¡Eh, oiga!—gritó el policía.
Vickers siguió corriendo.
—¡Oiga! ¡Deténgase o disparo!
Hubo una explosión; el silbido agudo de una bala le pasó junto a la oreja. Tal vez el policía no sabía nada de él ni de lo que pensaba hacer, pero los periódicos tenían a todo el mundo sobre ascuas.
Llegó hasta el primero de los edificios que se alzaban en el callejón y se agachó tras él. Pero no podía quedarse allí: en cuanto el policía llegara a esa esquina podría disparar sobre él con tanta facilidad como contra una lata. Escogió entonces un pasadizo entre dos edificios. Inmediatamente comprendió que la maniobra había sido un error, pues aquel pasillo le conduciría otra vez a la calle, donde estaba el coche destrozado.