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En ese momento vio la ventana de un sótano; estaba abierta. Supo sin pensarlo que era su única oportunidad. Calculó la distancia y se dejó caer por ella, con los pies hacia adelante. El antepecho le apretó la espalda; el dolor le cruzó el cuerpo como una llamarada. En seguida se golpeó la cabeza contra algo y el sótano se convirtió en un pozo de oscuridad donde brillaban miles de estrellas. Cayó despatarrado y sin aliento; el trompo escapó de su mano y rebotó en el suelo.

Se irguió sobre manos y rodillas para buscar su juguete. Aferrándose de una tubería logró ponerse de pie. Tenía en la espalda una despellejadura ardiente y la cabeza le zumbaba por la violencia del golpe, pero estaba a salvo, al menos por un tiempo.

Se encontró ante una escalera y subió por ella; era la trastienda de una ferretería. Aquel cuarto estaba repleto de rollos apilados al azar: alambre tejido, papel alquitranado, cartones, carretes de hilo para encuadernación, tubos de calefacción, cocinas embaladas y cuerdas.

En la parte delantera había movimiento de gente, pero no se veía a nadie. Vickers se ocultó tras una cocina embalada; desde la ventana le llegó un rayo de sol, sumergiéndolo en un charco de luz.

En el callejón se oyó ruido de pasos apresurados y lejanos gritos de hombre. Se encogió cuanto pudo, apretando el cuerpo contra las toscas maderas del embalaje, mientras se esforzaba por dominar sus jadeos, temeroso de que alguien entrara y los oyera.

Tendría que buscar la forma de salir; si permanecía allí lo encontrarían, tarde o temprano. No tardarían mucho en registrar toda la zona, combinando las fuerzas policiales con las civiles. Por entonces sabrían ya a quién buscaban. El niño les habría dicho que el trompo estaba cerca del coche; alguien recordaría de inmediato haberlo visto bajar del auto y quizá también la camarera del restaurante donde había desayunado. Juntando pequeñas informaciones acabarían por saber que el fugitivo era el hombre cuyo coche habían destrozado.

Se preguntó qué sería de él cuando lo encontraran; tal vez algo parecido a lo que contaba el boletín de St. Malo con respecto al cadáver colgado del poste con un letrero sobre el pecho.

Pero no había forma de huir. Estaba atrapado y no podía hacer gran cosa por el momento. No era posible volver al callejón, pues habría vigilancia. El sótano tampoco era mejor que el cuarto donde estaba. Podía filtrarse hacia el negocio y comportarse como cualquier cliente, para salir finalmente a la calle, tratando de parecer un ciudadano común interesado en algún arma o en cierta herramienta que no estaba a su alcance. Pero todo eso parecía difícil.

La falta de lógica tampoco había servido de mucho, al cabo. La lógica y la razón seguían ocupando el primer puesto; eran aún los factores que regían las vidas humanas.

No había forma de escapar de ese nido soleado tras la cocina embalada. No había modo de huir, a menos que…

Había vuelto a encontrar el trompo. Lo tenía en sus manos.

No había modo de huir…a menos que el trompo funcionara.

Lo puso en el suelo y lo hizo girar lentamente, bombeando la manivela. El juguete cobró velocidad. Vickers bombeó más de prisa y lo dejó ir, girando, emitiendo su silbido, mientras él, acuclillado, contemplaba las bandas de color. Las vio surgir y las siguió hasta el infinito, preguntándose adónde iban. Se obligó a centrar la atención en el trompo hasta no ver más que eso.

No sirvió de nada. El trompo se tambaleó y él alargó una mano para detenerlo.

Lo intentó una vez más.

Tenía que volver a sus ocho años, retroceder hasta su niñez. Debía limpiar la mente de todo pensamiento adulto, de toda preocupación y sofisticación adultas. Convertirse en niño.

Pensó en los juegos en la arena, en las siestas bajo los árboles, trató de sentir el polvo suave bajo los pies descalzos. Cerró los ojos, se concentró, atrapó la visión de una infancia, su color, su aroma.

Abrió los ojos y contempló las bandas, llenando la mente de preguntas, la incógnita de su aparición y desaparición. ¿Adónde iban?

No sirvió de nada. El trompo volvió a tambalearse. Lo detuvo.

Un pensamiento frenético se abrió paso hacia su conciencia. No tenía mucho tiempo. Era preciso darse prisa.

Alejó aquel pensamiento. Un niño no tiene idea del tiempo. Para un niño el tiempo es siempre. Era un niño pequeño, tenía todo el tiempo a su disposición y un trompo nuevo y reluciente.

Tornó a hacerlo girar.

Conoció el consuelo de un hogar, de una madre querida, de los juguetes esparcidos en el suelo, y los cuentos que la abuela le leía cuando venia de visita. Y contempló el trompo con simple maravilla infantil, mientras observaba las bandas que surgían y se marchaban, surgían y se marchaban, surgían y se marchaban…

Cayó veinte o treinta centímetros, golpeando el suelo con un ruido seco. Se encontró sentado en la cima de una colina; ante él se extendía una llanura de muchos kilómetros, cubierta de pastos ondulantes, bosquecillos, lejanas aguas arremolinadas.

Bajó la vista. Allí estaba el trompo, girando lentamente, acabado el impulso.

CAPITULO 30

La tierra era nueva; no presentaba señal alguna de la presencia humana. Era una tierra de cielo y campo salvaje. Hasta la desolación del páramo que se extendía ante él parecía decir que estaba intacta.

Desde aquella colina Vickers vio bandas de formas oscuras y móviles; debían ser pequeños grupos de búfalos. Tres lobos treparon la cuesta a saltos; al verlo se apartaron hacia un lado y bajaron la colina en ángulo. Un pájaro giraba graciosamente en la extensión azul que se curvaba entre un horizonte y otro, sin una sola nube; el ave soltó un chillido que cayó, agudo y fino, como si el cielo lo hubiese filtrado.

El trompo lo había llevado hasta allí. Estaba a salvo en esa tierra desierta, poblada sólo por lobos y búfalos. Trepó hasta el punto más alto para observar aquellas praderas, sembradas de bosquecillos y cursos de agua, chispeante bajo el sol. No había señales de habitantes humanos: ni rutas, ni humaredas en el cielo.

Levantó la vista al sol, preguntándose cuál sería el oeste. Creyó adivinarlo. Si estaba en lo cierto, era media mañana. De lo contrario era la tarde, y en pocas horas más la tierra quedaría a oscuras. Entonces se vería forzado a buscar dónde pasar la noche.

Su intención había sido la de pasar al “país de las hadas”, no se trataba de eso, naturalmente. Si se hubiera detenido a pensarlo por un momento habría sabido que no era el país de las hadas el sitio adonde había llegado de niño. Era un mundo nuevo y vacío, solitario, tal vez terrible, pero mejor que el cuarto trasero de una ferretería, situada en alguna ciudad desconocida cuyos habitantes lo buscaban para darle muerte. Había escapado del mundo antiguo y familiar para caer en ese mundo extraño. Si estaba completamente deshabitado por el hombre, entonces debía arreglárselas como pudiera.

Se sentó en el suelo y vació sus bolsillos para hacer un inventario de cuanto poseía. Medio paquete de cigarrillos tres cajas de fósforos, una de ellas casi vacía, una llena y la última casi completa; un cortaplumas; un pañuelo; una billetera con varios dólares; unos cuantos centavos en moneda; la llave del coche Eterno; una argolla con la llave de su casa, la del escritorio y otras que no podía identificar, un lápiz automático; unas cuantas hojas cortadas por la mitad y plegadas, que había guardado para tomar notas cuando algo valiera la pena. Eso era todo. Fuego, una herramienta cortante y varios trozos de metal sin valor: sólo con eso podía contar.

Si ese mundo estaba vacío, se encontraba librado a sus propias fuerzas. Tendría que alimentarse, defenderse y buscar refugio; llegaría un momento en el que debería también conseguirse abrigo.