Encendió un cigarrillo y trató de pensar; sólo se le ocurrió que debía racionar el tabaco, pues sólo disponía de medio paquete y no habría más cuando ésos se terminaran.
Una tierra extraña…pero no totalmente, pues siempre era la Tierra, la antigua Tierra familiar, no tocada por las herramientas del hombre. Tenía su aire, su pasto, su cielo; hasta los lobos y los búfalos eran los mismos. Tal vez fuera la Tierra misma. Tenía todo el aspecto del ser el mundo primitivo, antes de que apareciera en él la mano del hombre para domesticarlo y someterlo a su voluntad, antes de que el hombre lo escarbara para quitarle sus tesoros.
No era, no, una tierra extraña. El trompo no lo había llevado a otra dimensión. Pero el trompo, naturalmente no tenía en eso parte alguna. Era sólo algo en que centrar la atención, un objeto hipnótico para auxiliar a la mente en su labor. El trompo le había ayudado a llegar hasta allí, pero en su mente, en su condición de extraño, estaba lo que le había permitido viajar desde la vieja Tierra a ese lugar primitivo y desconocido.
¿No había leído algo…? Empezó a hurgar entre sus recuerdos con frenéticos dedos mentales: un artículo periodístico, quizá. O algo que le habían dicho. O un programa de televisión…
Al fin lo recordó: aquel articulo sobre un tal doctor Aldridge, de Boston, que hablaba sobre la existencia de mundos múltiples. Según él habría otro mundo un instante adelantado al nuestro, y otro un segundo detrás, y otro más a dos segundos de distancia, hasta formar una larga cadena de mundos que girarían uno detrás de otro, como una fila de hombres que caminaran por la nieve, poniendo cada uno el pie en la huella dejada por su predecesor.
Una infinita cadena de mundos, uno detrás del otro. Un anillo en torno al sol.
No había terminado de leer el articulo, según recordaba; algo le había distraído, haciéndole dejar el periódico a un lado. “Ojalá lo hubiese leído por entero”, se dijo, mientras fumaba el cigarrillo hasta la última hebra de tabaco. Pues Aldridge podía estar en lo cierto; el mundo en el que estaba podía ser el siguiente en la interminable procesión. Trató de hallarle lógica a tal anillo de mundos pero abandonó el intento, pues no tenía idea del porqué.
Concediendo que ésa fuera la Tierra Número Dos, la inmediata a la Tierra original que él había dejado, los accidentes topográficos serían similares; aunque no fueran exactamente iguales, habría leves diferencias aquí y allá, magnificadas a su vez en el mundo siguiente, hasta tornarse evidentes quizá diez mundos más allá. Pero ésa era sólo la segunda Tierra; era de suponer que la geografía presentaba pocas alteraciones. Vickers había partido de la Tierra original en cierto punto de Illinois, y aquella pradera se parecía mucho a lo que debió ser esa región en épocas primitivas.
A los ocho años había llegado a un sitio donde vio un jardín, un bosquecillo y una casa; tal vez el mundo en que se encontraba fuera el mismo de entonces. En ese caso la casa estaría aún allí. En años posteriores había recorrido un valle encantado; también ese valle pudo ser parte de esa tierra, y eso significaba que en ella había otra casa Preston, exactamente igual a aquélla que se erguía con tanta altivez en la Tierra de su infancia.
Era una posibilidad, una pequeña posibilidad, la única con que podía contar. Se encaminaría hacia la casa de los Preston, en dirección al noroeste, desandando a pie las muchas millas que había recorrido en automóvil desde que abandonara la aldea de su niñez. Había pocos motivos para confiar en la existencia de esa casa, pocos motivos para no creerse atrapado en un mundo vacío y solitario. Pero cerró la mente a la razón, pues no tenía otra esperanza.
Verificó la posición del sol y notó que estaba más alto; eso significaba que era la mañana y no la tarde; así pudo saber hacia dónde caía el oeste. Era cuanto necesitaba.
Inició la marcha, bajando a grandes pasos la colina en dirección al noroeste, hacia la única esperanza que podía hacer suya.
CAPITULO 31
Mucho antes del atardecer escogió un lugar para acampar en un bosquecillo cruzado por un arroyo. Se quitó la camisa y la ató a un palo para formar una tosca jábega, con la cual bajó hasta una pequeña hondonada. Tras algunos intentos descubrió el modo de usar su red con buenos resultados. Al cabo de una hora había atrapado cinco peces de buen tamaño.
Limpió el pescado con su navaja y encendió el fuego con un solo fósforo, felicitándose por su habilidad como bosquimano. Después asó uno de los pescados. No era muy sabroso pues no tenía sal y la cocción distaba de ser experta: las llamas habías chamuscado parte de la carne y otros pedazos estaban crudos. Sin embargo los primeros bocados no le supieron muy mal, pues estaba realmente hambriento. Ya calmados los retortijones del estómago vacío se le hizo difícil consumir el resto del pescado, pero se obligó a hacerlo: les esperaban días arduos y debía estar bien alimentado para hacerles frente.
Al caer la noche había terminado ya su cena. Se acomodó junto al fuego y trató de pensar, pero estaba demasiado exhausto y acabó durmiéndose sentado. Cuando despertó la noche era cerrada todavía y la hoguera se había consumido. Agregó leña al fuego, cubierto de sudor frío. Necesitaba esas llamas, no sólo para calentarse y cocinar sino también como protección; durante la jornada había visto no sólo varios lobos, sino también algunos osos; en cierto momento una silueta bronceada se cruzó en su camino, al recorrer un bosquecillo, a tanta velocidad que le fue imposible reconocerla.
Cuando volvió a despertar rompía ya el alba. Avivó el fuego y asó el resto de los pescados. Comió uno entero y parte de otro; después guardó el resto en un bolsillo, pringoso como estaba. Sabía que le haría falta alimentarse durante el día, y no quería perder tiempo en hacer fuego.
Recorrió el bosquecillo en busca de un palo recto y sólido; al fin halló uno que soportaba bien su peso. Le serviría como bastón para apoyarse, y quizá pudiera emplearlo a modo de garrote si llegaba el momento de defenderse. Antes de ponerse en marcha verificó el contenido de sus bolsillos para asegurarse de no haber perdido nada; tenía la navaja y los fósforos: eso era lo más importante. Envolvió cuidadosamente los fósforos en su pañuelo; después se quitó la camiseta y la agregó al envoltorio. En el caso de que lo atrapara la lluvia o cayera en algún arroyo, toda esa tela protegería los fósforos de la humedad. Le hacían mucha falta. No se sentía capaz de hacer fuego frotando pedernales ni por el método del arco y la flecha, como los exploradores.
Partió antes de que saliera el sol, avanzando penosamente hacia el noroeste, aunque con más lentitud que durante el día anterior: había descubierto que no era la celeridad lo que contaba, sino el esfuerzo mantenido. De nada serviría desgastarse en los primeros días de la caminata.
Por la tarde perdió algún tiempo en hacer un amplio rodeo, a fin de esquivar una gran manada de búfalos. Esa noche acampó en otro bosquecillo, tras haberse detenido una hora antes junto a un arroyo para renovar su provisión de pescado, siempre con la jábega armada con su camisa. En la arboleda halló algunas moreras en las que quedaban unas cuantas frutas; así pudo disfrutar de un postre.
Al salir el sol reinició la marcha. Se hizo la noche.
Comenzó un nuevo día y él siguió andando. Otro día, otro más.
Atrapaba peces, buscaba moras silvestres. Una vez encontró un venado que algún carnívoro acababa de matar, antes de huir asustado por su presencia; lo carneó con su navaja y llevó consigo cuantas lonjas de venado pudo cargar. Aun sin sal, esa carne representaba una variante bien acogida a su dieta de pescado. Llegó a comerla cruda, masticando metódicamente cada bocado mientras caminaba. Al cabo tomó tan mal olor que hubo de tirar cuanto le quedaba.