Perdió la noción del tiempo. No tenía idea de la distancia que llevaba recorrida ni cuánto faltaba aún para llegar al sitio que buscaba. Ni siquiera sabía si podría hallarlo.
Los zapatos se le partieron. Tuvo que llenarlos con pasto seco y atarlos con tiras cortadas de sus pantalones.
Un día, al inclinarse sobre un charco para beber, se encontró ante un rostro extraño. Fue una verdadera sorpresa comprender que se trataba de su propia cara: se había convertido en un hombre barbado, sucio y harapiento, mareado por la fatiga.
Los días pasaron, uno tras otro. El seguía avanzando hacia el noroeste, adelantando los pies con movimientos casi automáticos. El sol le quemó la piel; las quemaduras acabaron por curtirse. Cruzó un río ancho y profundo valiéndose de un tronco; le llevó mucho tiempo llegar a la otra orilla y en cierto momento estuvo a punto de caer al agua, pero logró atravesarlo.
Y seguía andando. No había otra cosa que hacer.
Marchaba a través de una tierra vacía, sin rastros de haber sido habitada alguna vez, aunque presentaba todas las ventajas para la colonización: el suelo era fértil, el pasto brotaba alto y espeso; los árboles, agrupados en bosquecillos a la orilla de los riachos, se erguían en línea recta hacia el cielo.
Al fin un día, precisamente antes del crepúsculo, llegó a la parte más alta de una elevación y pudo ver la tierra a sus pies; descendía hacia la lejana cinta de un río que creyó reconocer. Pero no fue el río lo que atrajo su atención, sino el fulgor del sol poniente sobre una vasta zona cubierta de metal, a lo lejos.
Puso la mano sobre los ojos a modo de visera y trató de mirar mejor, pero estaba demasiado lejana y brillaba con mucha intensidad como para distinguir detalles. Bajó entonces la cuesta, indeciso entre la alegría y el temor, sin perder de vista aquel distante resplandor metálico. En las depresiones del terreno solía quedar oculto, pero siempre volvía a verlo cuando el suelo se nivelaba; así pudo saber que era real.
Al fin estuvo seguro de que se trataba de edificios, edificios metálicos que centelleaban bajo el sol, y vio extrañas formas que iban y venían por encima de ellos, surcando el aire, y detectó un palpitar de vida en los alrededores.
Pero no se trataba de una ciudad. Era demasiado metálico; además no había rutas que llevaran a ella. A medida que se acercaba fue descubriendo nuevos detalles; al cabo, cuando sólo faltaban tres o cuatro kilómetros para llegar, se detuvo a observar y comprendió lo que era.
No se trataba de una ciudad, sino de una fábrica, una gigantesca fábrica. Hacia ella se dirigían constantemente aquellos extraños objetos voladores, que no parecían aeroplanos, sino vagonetas voladoras. La mayor parte de ellas provenían del norte o del oeste y volaban a baja altura, sin gran velocidad, hasta aterrizar en una zona cerrada a la vista por varios edificios.
Las criaturas que circulaban entre las edificaciones no eran hombres; al menos no lo parecían. Eran cosas metálicas que lanzaban destellos bajo los rayos del sol poniente. Alrededor de los edificios había discos de forma cóncava montados sobre grandes torres, cuyas amplias superficies estaban dirigidas hacia el sol y brillaban, como si hubiera llamas en el interior de los cuencos.
Vickers caminó lentamente hacia los edificios. Al acercarse pudo apreciar su enorme vastedad. Cubrían hectáreas enteras y se elevaban a muchos metros del suelo, los objetos que circulaban entre ellos no eran hombres ni nada que se les pareciera, sino máquinas autopropulsadas.
Aunque logró identificar a algunas de aquellas máquinas, la mayor parte le resultó desconocida. Vio pasar un artefacto transportador cargado de tablones, lanzado a toda velocidad; una gran pala mecánica cruzó más allá a cuarenta kilómetros por hora, balanceando sus mandíbulas de acero. Pero otras parecían pesadillas mecánicas. Y todas pasaban rápidamente, como impulsadas por una prisa increíble.
Encontró una calle, o al menos un espacio abierto entre dos edificios, y tomó por él, manteniéndose próximo a las paredes por temor a ser arrollado por alguna de esas máquinas.
Así llegó a una abertura desde la cual descendía una rampa hacia la calle. La trepó cautelosamente y miró hacia el interior del edificio. Estaba iluminado, aunque era imposible individualizar la fuente de luz, y había allí largas filas de maquinarías en funcionamiento. Sin embargo no había ruido alguno. Comprendió entonces que era eso lo que más le había llamado la atención. Estaba en una fábrica y no percibía ruidos. Sobre todo aquello reinaba un silencio absoluto, con excepción del sonido del metal contra el suelo, en tanto las máquinas autopropulsadas pasaban velozmente por la calle.
Bajó por la rampa y volvió al corredor. Al circundar el edificio se encontró en el borde del aeropuerto donde aterrizaban y despegaban las vagonetas voladoras. Observó cómo descargaban sus mercaderías: grandes montones de madera pulida, recién aserrada, que las máquinas transportadoras recogían de inmediato para llevarla en distintas direcciones; enormes montículos de metal en bruto, con apariencia de hierro, desaparecían en las fauces de otras transportadoras que Vickers comparó con pelícanos.
Cuando las vagonetas habían descargado los materiales volvían a despegar sin el menor ruido, como si el viento las elevara en el aire. Y las máquinas voladoras llegaban en sucesión interminable, descargando incontables materiales que desaparecían de inmediato. Nada quedaba amontonado sobre la pista. Al levantar vuelo la vagoneta, su carga ya había sido retirada.
“Son como hombres”, pensó Vickers. “Esas máquinas actúan como si fueran hombres”. No operaban automáticamente; de lo contrario cada operación debía cumplirse en cierto lugar y en un momento determinado, y era evidente que los vehículos no aterrizaban nunca en el mismo sitio ni regularmente. Sin embargo, cada vez que aterrizaba una vagoneta había en la zona una máquina adecuada para encargarse del material descargado.
“Son como seres inteligentes”, se dijo Vickers. Y comprendió enseguida que eso eran, sin lugar a dudas. Eran robots, cada uno diseñado para ocuparse de una tarea determinada. No se trataba de los robots humanoides creados por la imaginación, sino de máquinas prácticas dotadas de inteligencia y de finalidad.
El sol ya se había puesto. Al levantar la vista hacia las torres, el escritor notó que los discos giraban lentamente hacia el este, de modo tal que cuando el sol volviera a salir, a la mañana siguiente, estarían ya enfrentándolo.
“Energía solar”, se dijo Vickers. ¿Dónde había oído hablar de energía solar? ¡Claro, en las casas fabricadas por los mutantes! Aquel pequeño vendedor les había explicado, a él y a Ann, que cuando se dispone de tal energía uno puede prescindir de los servicios públicos. Y allí estaba la energía solar. También allí había máquinas exentas de fricción que funcionaban sin hacer ruido. Al igual que los coches Eterno, no se desgastarían jamás y durarían por muchas generaciones.
Las máquinas no le prestaron la menor atención. Era como si no lo vieran ni sospecharan su presencia allí. Ninguna vaciló al pasar junto a él, ninguna se apartó de su camino para abrirle paso. Tampoco hubo movimientos amenazadores en su dirección.
Al morir el día la zona quedó iluminada, aunque una vez mas Vickers no pudo hallar la fuente de esa iluminación. El trabajo no se interrumpió. Las vagonetas voladoras (grandes artefactos angulosos, similares a cajas) seguían aterrizando para volver a partir tras haber descargado sus materiales. Las transportadoras no dejaban de pasar a toda carrera. Las interminables filas de máquinas, en el interior de los edificios, proseguían con su silenciosa labor.
¿Acaso las vagonetas eran también robóticas? Probablemente lo eran.
Vickers siguió recorriendo la fábrica, siempre ceñido al edificio para no estorbar el paso. Encontró una gran plataforma de carga, llena de cajones apilados que las máquinas llevaban hasta allí para cargarlas en las vagonetas voladoras; y éstas marchaban incesantemente hacia su destino, cualquiera que fuese. Desvió su rumbo para salir a la plataforma, a fin de examinar con más detenimiento algunos de los cajones; sólo vio en ellos unos letreros escritos en código. Se le ocurrió abrir alguno de ellos, pero no tenía herramientas y le asustaba un poco la posible reacción de las máquinas si él interfería en su trabajo.