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—Tendré que pensarlo.

—Así te quedarían quinientos por pagar. Y puedo darte facilidades. Me lo dijo ese hombre. Dice que por el momento no les interesa tanto el dinero como poner en circulación unos cuantos coches Eterno.

—Eso no me gusta nada —protestó Vickers—. Fíjate: la compañía aparece de la noche a la mañana con una marca nueva, sin la menor publicidad. Tendrían que haber puesto algún anuncio en los periódicos. Si yo sacara un automóvil nuevo llenaría el país de propaganda :grandes espacios en los diarios, anuncios por televisión, carteles en cada kilómetro…

—Yo pensé lo mismo, ¿sabes? —repuso Eb— Le dije “Oiga, ustedes quieren que venda estos coches, pero ¿cómo los voy a vender si no hacen publicidad? ¿Quién me los va a comprar si nadie los conoce?” Y él me contestó que, siendo el coche tan bueno, quien lo comprara lo comentaría con todos los demás. Dijo que ésa es la mejor propaganda. Que prefieren ahorrarse el dinero de la publicidad y bajar el precio de los automóviles. Que no hay motivo para cargar al consumidor con los gastos de una campaña publicitaria.

—No lo entiendo.

—Te deja pensando —admitió Eb—. Esta gente, los fabricantes del Eterno, no pierden dinero; puedes apostar la cabeza a que no. De lo contrario estarían chiflados. Y si ellos no pierden, ¿te imaginas lo que han estado ganando las otras empresas durante todos estos años? ¿las que cobran dos o tres mil dólares por una chatarra que se viene abajo a la segunda salida? Da vértigo de sólo pensarlo, ¿no?

—Cuando recibas los coches bajaré a echarles una mirada —dijo Vickers—. A lo mejor podemos hacer negocio.

—Seguro. No dejes de venir. ¿Dijiste que ibas a la ciudad?

Vickers asintió.

—En cualquier momento va a pasar el ómnibus —dijo Eb—. Puedes tomarlo en la esquina de la farmacia y llegarás en un par de horas. Esos tipos saben conducir.

—Cierto, puedo tomar el ómnibus. No se me había ocurrido.

—Y discúlpame por lo del auto. Si hubiera sabido que lo necesitabas lo habría reparado. Lo que tiene es poca cosa. Pero quería saber qué te parecía la otra posibilidad antes de cargarte con una factura.

Mientras bajaba por la calle hacia la esquina de la farmacia, Vickers notó algo raro en ella. Al acercarse, pudo individualizar el detalle extraño.

Varías semanas atrás había muerto el viejo Hans, que desde hacía incontables años trabajaba como zapatero en un local situado junto a la farmacia; desde entonces y hasta ese momento su negocio había permanecido cerrado. Y ahora estaba abierto. Al menos el escaparate lucia muy limpio, cosa desacostumbrada en los tiempos del viejo Hans, y había algo de exhibición. Y un letrero. Vickers, en su esfuerzo por localizar la diferencia, lo había pasado por alto. Era nuevo y muy claro. Decía: CHISMES.

Vickers se detuvo ante el escaparate para contemplar los artículos expuestos. Sobre un drapeado de terciopelo negro había tres cosas: un encendedor, una navaja de afeitar y una sola lamparilla eléctrica. Nada más.

Sólo esas tres cosas. No había letreros, ni propaganda, ni precios. No hacían falta. Cualquiera que viese el escaparate los reconocería perfectamente, aunque el local no se limitara a vender exclusivamente esas tres cosas. Habría veinte o treinta artículos más, todos tan perfectos y eficaces como los tres exhibidos sobre el paño de terciopelo.

Un lento golpeteo se acercaba por la acera. Vickers se volvió al percibirlo próximo. Era su vecino, Horton Flanders, que efectuaba su caminata matutina, siempre con su ropa algo raída pero bien cepillada y su vistoso bastón de caña. Sólo él tenía la temeridad de lucir un bastón de caña por las calles de Cliffwood.

El señor Flanders lo saludó con el bastón y se detuvo a su lado para contemplar el escaparate.

—Veo que están abriendo sucursales —dijo.

—Así parece.

—Es muy peculiar, esa organización —observó el señor Flanders—. Tal vez usted sepa, aunque me parece improbable, que esta compañía ha despertado mucho interés en mi. Simple curiosidad, ¿comprende?. Debo aclararle que mi curiosidad abarca temas muy diversos.

—No lo había notado.

—¡Oh, sí, sí! Muchos temas. Los carbohidratos, por ejemplo. Una organización muy misteriosa, ¿no le parece señor Vickers?

—No he reparado mucho en eso. Estoy tan atareado que…

—Se está preparando algo —vaticinó el señor Flanders—. Puedo asegurarlo.

El ómnibus bajó por la calle, pasó junto a ellos y frenó en la esquina de la farmacia.

—Tengo que irme, señor Flanders —dijo Vickers—. Voy a la ciudad. Estaré de regreso por la noche. ¿Por qué no viene a charlar?

—Oh, lo haré—respondió el señor Flanders—. Casi siempre lo hago.

CAPITULO 4

En primer lugar apareció la navaja de afeitar que no se gastaba. Después, el encendedor que no fallaba jamás y no requería piedra ni combustible. Por último, una lamparilla eléctrica con la que se podía contar para toda la vida, salvo en caso de accidente. Y tras todo eso acababa de aparecer el automóvil Eterno.

En ese esquema debían entrar también los carbohidratos sintéticos.

“Se está preparando algo”, había dicho el señor Flanders, frente al local del viejo Hans. Vickers trataba de ordenar todo aquello en su mente, sentado junto a la ventanilla en la parte trasera del ómnibus.

Tenía que existir algún vinculo entre todo eso: navajas de afeitar, encendedores, lamparillas eléctricas, carbohidratos sintéticos y, por último, los coches Eterno. Debía haber un común denominador que explicara por qué los artículos eran precisamente ésos y no otros: cortinas de enrollar, por ejemplo, monopatines, yoyos, aeroplanos o pasta dentífrica. Las navajas mantenían al hombre rasurado, las bombillas le alumbraban el camino y los encendedores encendían el cigarrillo; en cuanto a los carbohidratos sintéticos, habían zanjado por lo menos una crisis internacional y salvado a millones de personas del hambre o de la guerra.

“Se está preparando algo”, había dicho Flanders, vestido con su ropa limpia y raída, con ese ridículo bastón en la mano; aunque, pensándolo bien, no parecía ridículo si era el señor Flanders quien lo llevaba.

El automóvil Eterno funcionaba para siempre, no requería aceite y uno podía legarlo al hijo, para que éste, a su vez, lo dejara en herencia al suyo. Y así podía llegar hasta el tataranieto y más allá. Un solo coche podía servir a varías generaciones.

Pero las cosas no quedarían allí. En poco más de un año extraían cerradas todas las fábricas de automóviles, la mayor parte de los talleres mecánicos, y muchas industrias del vidrio y del acero.

La navaja y la bombilla no parecieron importantes en su momento, pero de pronto cobraban un peso enorme. Miles de obreros perderían sus puestos; tendrían que volver a la casa y explicar a la familia: “Bueno, las cosas son así; después de tantos años estoy sin trabajo”.

La familia volvería a sus quehaceres diarios en medio de un tenso y terrible silencio, con el aire de quien siente sobre si una temible calamidad, y el hombre compraría todos los periódicos para estudiar las columnas de Empleos Ofrecidos. Saldría a recorrer las calles y en todas partes habría un hombre tras una jaulita o un escritorio que le miraría meneando la cabeza.

Al fin el hombre se encaminaría hacia alguno de esos pequeños locales en cuyas puertas se leía “Carbohidratos S.R.L.”; entraría arrastrando los pies, con la vergüenza de todo buen obrero imposibilitado de conseguir trabajo, y diría:

—Las cosas no me van muy bien y me estoy quedando sin dinero. A lo mejor…

Entonces el empleado que atendía el mostrador le respondería: