Dos cosas quedaron en claro por sobre todo lo demás:
Era necesario volver a la Tierra madre.
Era necesario buscar a Ann Carter.
CAPITULO 35
Vickers sólo descubrió a aquel hombre cuando le oyó hablar.
—Buenos días, extranjero —dijo alguien.
El escritor giró sobre los talones. Allí estaba, a pocos metros de distancia. Era un hombre alto, fuerte y corpulento, vestido como los peones de campo o los obreros de una fábrica, pero con una boina garbosamente encasquetada y adornada con una pluma de brillantes colores. A pesar de sus toscas ropas no tenía el aspecto de los campesinos, sino un aire de alegre confianza en si mismo; al verlo Vickers creyó recordar algo que había leído en cierta parte, pero no llegó a establecer la comparación. El hombre llevaba un carcaj lleno de flechas colgado del hombro con una correa y un arco en las manos; del cinturón pendían dos conejos muertos, cuya sangre había chorreado por los pantalones.
—Buenos días —respondió Vickers, secamente, disgustado por aquella súbita aparición.
—Usted debe ser otro de ésos.
—¿De quiénes?
El hombre rió con alegría.
—De vez en cuando aparece uno de ustedes —respondió—. Alguien que ha pasado sin querer y no sabe dónde está. A veces me pregunto qué pasaba con ellos antes de que nos instaláramos aquí, o cómo se las arreglan cuando aparecen a mucha distancia de una colonia.
—No sé de qué me está hablando.
—Y tampoco ha de saber dónde está.
—Tengo una teoría —repuso Vickers—. Esta es una segunda tierra.
El hombre rió entre dientes.
—Anda bastante cerca —dijo—. Mejor que la mayoría. Los otros no hacen más que dar vueltas por allí, boquiabiertos; ni siquiera nos creen cuando les decimos que están en la Tierra Número Dos.
—Vaya, así que ésta es la Tierra Número Dos. ¿Y la Número Tres?
—Allí está, para cuando nos haga falta. Infinitos mundos que aguardan el tiempo en que los necesitemos. Podemos colonizarlos generación tras generación. Un mundo nuevo para cada generación, si hiciera falta, pero dicen que no es para tanto.
—¿Quiénes dicen?—le desafió Vickers.
—Los mutantes. Los de esta zona viven en la Casa Grande. ¿No ha visto la Casa Grande?
Vickers, cauteloso, negó con un ademán de la cabeza.
—Tal vez la pasó por alto al venir desde el barranco. Es una gran construcción de ladrillos rodeada por una cerca blanca y otros edificios que parecen graneros, pero no lo son.
—¿Ah, no!
—No —respondió el hombre—. Son laboratorios y cuartos de experimentación. Hay uno especialmente instalado para escuchar.
—¿Y por qué tienen un sitio para escuchar? Se me ocurre que uno puede escuchar casi en cualquier parte. Usted y yo podemos hacerlo sin necesidad de tener un edificio instalado para eso.
—Es que ellos escuchan a las estrellas —aclaró el hombre.
—Que escuchan…
Vickers recordó entonces lo que había dicho Flanders, sentado en el porche de su casa, en Cliffwood, mientras se mecía en la silla, había dicho que en las estrellas existían hondos pozos y reservas de sabiduría a disposición de quien las buscara, y que tal vez no hicieran falta cohetes para ir en su busca, tal vez bastaba con proyectar la mente; habría que tamizar esos conocimientos, pero gran parte sería utilizable.
—¿Telepatía?—preguntó Vickers.
—Eso es. En realidad no escuchan a las estrellas sino a quienes viven allá. Dígame si no es una verdadera locura: ¡escuchar a las estrellas!
—Tiene usted razón.
—Así consiguen muchas ideas. Creo que no hablan con esa gente; se limitan a escuchar. Captan algunas de las cosas que ellos piensan; a veces pueden sacarles provecho y otras veces ni siquiera les encuentran sentido. Pero es verdad, Dios lo sabe, señor.
—Me llamo Vickers, Jay Vickers.
—Encantado de conocerlo, señor Vickers. Yo soy Asa Andrews.
El hombre se adelantó con la mano extendida. Su apretón fue firme y enérgico. Y entonces Vickers recordó la comparación que se le había escabullido un rato antes: estaba ante un pionero americano, el que había llevado el largo rifle desde las colonias hasta las tierras de caza de Kentucky. Dotado de la misma apostura, de igual independencia buena voluntad y rápida reacción, de idéntica fe en sí mismo. Una vez más, en los bosques de la Tierra Número Dos, surgía el nuevo tipo de pionero, tozudo, libre, excelente amigo.
—Han de ser esos mutantes los que han puesto en venta la hoja de afeitar interminable y todos esos artículos que venden en los negocios de chismes —sugirió Vickers.
—Capta usted con mucha celeridad —respondió Andrews—. Mañana o pasado iremos a la Casa Grande y podrá hablar con ellos.
Pasó el arco a la otra mano y preguntó:
—Oiga, Vickers, ¿ha dejado a alguien allá? ¿esposa, hijos?
—A nadie —respondió el escritor—. Absolutamente a nadie.
—Bueno, mejor. En todo caso habríamos ido ahora mismo a la Casa Grande para que se encargaran de traer también a la familia. Es el único inconveniente que tiene este mundo. Una vez que se está aquí no hay manera de regresar. Aunque en realidad no sé quién podría tener ganas de volver. Que yo sepa, a nadie le ha pasado.
Entonces observó a Vickers de arriba abajo con una carcajada tironeándole de los labios.
—Está usted muy flaco —comentó—. No ha comido bien últimamente.
—Sólo pescado, un poco de venado que encontré y moras silvestres.
—Mi mujer ya tendrá listas las vituallas. Cuando usted se haya Llenado un poco la panza nos ocuparemos de esa barba; haré que los chicos calienten agua para que pueda tomar un baño. Después nos sentaremos a charlar. Tenemos mucho de qué charlar.
Tomó la delantera y condujo a Vickers por el bosque, bajando el barranco. Al cabo salieron a un campo despejado, verde el trigo en crecimiento.
—Allá está mi casa —dijo Andrews—, del otro lado de la hondonada. Donde está el humo, ¿ve?
—Buen trigal el suyo —observó Vickers.
—Para el día de la Independencia me llegará a la rodilla. Y allá está la casa de Jake Smith. Si tiene buena vista la puede distinguir. Detrás de la loma están los campos de John Simmons. Hay otros vecinos, pero desde aquí no se los ve.
Saltaron por sobre el alambrado de púas y cruzaron los sembrados, caminando por entre los surcos.
—Aquí es todo muy diferente a lo de allá, en la Tierra —comentó Andrews—. Yo trabajaba en una fábrica y vivía en una casa que parecía una pocilga. Después la fábrica cerró y me quedé sin dinero. Acudí a la gente de los carbohidratos y ellos se encargaron de alimentar a mi familia. Pero el propietario nos desalojó. Y los encargados de los carbohidratos parecían tan amables que fui a contarles todo, aunque no sabía de qué modo podrían ayudarme. Creo que no esperaba nada de ellos; ya me habían ayudado más de lo que podía pedir. Pero no tenía otro recurso, así que les conté mi problema. Uno o dos días después vinieron a hablarme de este lugar. Por supuesto, no me dijeron exactamente de qué se trataba. El hombre que vino me habló de una zona donde se necesitaban pobladores; dijo que era un territorio nuevo, recién abierto; que había tierra gratuita para quien la quisiera; que allí podría independizarme, ganarme la vida y hacerme una casa de verdad, no un departamento de dos por cuatro en un inquilinato asqueroso. Y acepté. Me advirtió que si iba no podría regresar y yo le pregunté quién tendría interés en volver, a menos que estuviera loco. Estaba dispuesto a ir, sin importarme dónde estuviesen esos campos. Y aquí estamos.
—¿Y nunca se ha arrepentido?
—Fue lo mejor que pudo pasarnos —respondió Andrews—. Aire puro para los chicos, toda la comida que uno quiera y una casa propia, sin propietarios que lo echen a uno. No hay impuestos ni cuentas a pagar. Como en los libros de historia.