—¿Libros de historia?
—Claro, como cuando se descubrió América y vinieron los pioneros. Había tierra para quien la quisiera, más de la que hacía falta. Aquí ocurre lo mismo. Y el suelo es tan fértil que con escarbarlo un poco y arrojar la semilla se tiene una buena cosecha. Hay tierra para cultivar, madera para el fuego y para construir…Por las noches uno puede salir a mirar el cielo. Un cielo lleno de estrellas, un aire tan puro que hace doler la nariz el respirarlo.
Andrews se volvió hacia su compañero con ojos centelleantes.
—Es lo mejor que pudo pasarnos —repitió, como invitándolo a contradecirlo.
—Pero esos mutantes —observó Vickers—, ¿no le hacen la vida imposible? ¿no son despóticos?
—Lo único que hacen es ayudarnos. Cuando necesitamos una mano envían un robot para colaborar; también tenemos un robot que vive con nosotros durante nueve meses del año para enseñar a los chicos. Un maestro robot para cada familia, ¿qué me dice? ¡maestro privado, como si fuera uno de esos ricachones que contratan preceptores para darse tono!
—¿Y ustedes no se sienten resentidos contra esos mutantes? ¿No les molesta que sean superiores y sepan mas?
—Oiga, don —dijo Asa Andrews—, mejor que nadie lo oiga decir eso por aquí. Lo colgarían de un árbol. Cuando llegaron nos explicaron todo en los cursos de adoc… adoc…
—Adoctrinamiento.
—Eso, eso. Nos explicaron cómo eran las cosas y cuales eran las reglas. No son muchas.
—No tener armas de fuego, por ejemplo —arriesgó Vickers.
—Esa es una —admitió Andrews—. ¿Cómo sabía?
—Veo que caza con arco y flechas.
—Otra es que si alguien riñe con otro y no puede llegar a un acuerdo razonable debe ir con él a la Casa Grande para que ellos solucionen las cosas. Y si uno se enferma debe hacérselo saber en seguida para que envíen un médico y todas las medicinas necesarias. Casi todas las reglas son a nuestro favor.
—¿Y en cuanto al trabajo?
—¿Trabajo?
—Ustedes han de ganar algún dinero, ¿no?
—Todavía no —respondió Andrews—. Los mutantes nos dan cuanto necesitamos. No hacemos más que trabajar la tierra y cultivar los alimentos. Es lo que ellos denominan A ver, ¿cómo era la palabra? Ah, si, la etapa feudo-pastoral. ¿Alguna vez oyó palabra semejante?
—Pero deben tener fábricas —insistió Vickers, pasando por alto esa pregunta—. Locales donde se elaboren las hojas de afeitar y todo eso. Y han de necesitar hombres que trabajen allí.
—Emplean robots. Hace poco empezaron a fabricar un coche que dura eternamente. La planta está cerca de aquí. Pero todo el trabajo está a cargo de los robots. Usted sabe qué es un robot, ¿verdad?
Vickers asintió, agregando:
—Otra cosa: ¿qué pasa con los nativos?
—¿Qué nativos?
—La gente de esta tierra. Si es que la hay.
—No hay nativos —respondió Andrews.
—Pero es igual que la otra Tierra. Árboles, ríos, animales…
—No hay nativos —repitió Andrews—. Ni indios ni nada por el estilo.
Esa era la diferencia con respecto a la Tierra Número Uno. Mucho tiempo atrás se había producido un desajuste, algún pequeño detalle, que impidió la aparición del hombre. No hubo allí frotar de pedernales para hacer fuego, ni piedra convertida en arma, ni luces inquisitivas en el cerebro animal. No hubo dudas que más tarde se convirtieran en una canción, un cuadro o la estrofa de un poema.
—Ya vamos llegando —indicó Andrews.
Treparon el cerco que rodeaba los sembrados y cruzaron un prado en dirección a la casa.
Alguien lanzó un alegre chillido de bienvenida. Seis niños bajaron la colina a la carrera, seguidos por diez o doce perros alborotados. Una mujer asomó a la puerta de la casa, construida con troncos descortezados. Con una mano en la frente a modo de visera, miró hacia ellos y agitó una mano. Andrews respondió al saludo mientras niños y perros caían sobre ellos en alegre y bulliciosa confusión.
CAPITULO 36
Acostado en el desván, por sobre la cocina, escuchaba los pasos del viento, que andaba descalzo entre las ripias. Se volvió en la cama y ocultó la cabeza en la almohada de plumas de ganso; el colchón de cáscaras de trigo crujió bajo su cuerpo en la oscuridad.
Se sentía limpio. Se había bañado en la batea que había en la parte posterior de la casa, con agua calentada al aire libre en una cacerola. Mientras se enjabonaba, Andrews conversaba con él, sentado en un tocón cercano; los niños jugaban en el patio y los galgos dormían al sol, sacudiendo el pellejo para alejar las moscas.
Había consumido dos comidas completas, tales como no recordaba ya tras muchos días de masticar pescado semicrudo y venado medio podrido. Había comido pan de maíz y sorgo, conejos tiernos fritos en una sartén humeante, patatas con crema, verduras recién cortadas por los niños y una ensalada de berros recogidos en el arroyo que pasaba junto a la casa. La cena consistió en huevos frescos, recién sacados del nido.
Se rasuró ante un público infantil reunido en su torno. Previamente Andrews lo había sentado en un tocón para cortarle la barba con unas tijeras.
Después los dos se sentaron en los peldaños a charlar, mientras el sol se ponía. Andrews dijo que conocía un sitio ideal para levantar una casa; un sitio cobijado, del otro lado de la colina, con un arroyo a dos pasos y un terreno alto apto para sembrar. Había madera en abundancia para la casa: árboles altos, enormes, rectos. Andrews dijo que le ayudaría a cortarlos, y cuando los troncos estuvieran listos vendrían los vecinos para colaborar en la construcción. Al terminar la casa Jake traería maíz, Ben su violín, y bailarían al aire libre. Y si no bastaba con la ayuda de los vecinos se podía enviar mensaje a la Casa Grande, para que los mutantes proporcionaran algunos robots. Pero en opinión de Andrews eso no sería necesario. Los vecinos eran muy solidarios y voluntariosos; además todos se alegraban de tener una familia nueva en el vecindario.
Una vez que la casa estuviera construida, Vickers debía echar un vistazo a las hijas de Simmons; se podía elegir con los ojos cerrados, porque eran muy parecidas y magníficas muchachas, según dijo Andrews, asestándole un codazo en las costillas con una estentórea carcajada. Jean, su mujer, que los acompañaba por un rato, sonrió con timidez y se volvió para contemplar el juego de los niños.
Después de cenar Andrews le mostró con cierto orgullo los libros que tenían en el estante de la sala. Estaba leyendo, cosa que nunca había hecho antes por falta de tiempo y ganas. Vickers revisó los títulos: Homero y Shakespeare, Montaigne, Jane Austen, Thoreau y Steinbeck.
—¿Está usted leyendo todo esto?—preguntó.
—Leyéndolos y disfrutándolos —respondió el hombre—. A veces me cuesta un poco avanzar por ellos, pero sigo leyendo. A Jean le gusta sobre todo Austen.
Dijo también que era muy bueno vivir allí, que nunca habían conocido una existencia mejor. Y Jean sonrió a modo de asentimiento. Después los niños quisieron hacer entrar a los perros para que durmieran con ellos, pero perdieron la discusión.
Vickers, en silencio, admitió que la vida era buena allí. Se repetía la historia de la vieja frontera americana, idealizada y literaria, con todas las ventajas de aquella etapa, pero sin su terror y su dureza. Vivían en una especie de paternalismo feudal, con la Casa Grande a manera de castillo; y la Casa Grande, erguida sobre la colina, vigilaba los campos habitados por gente feliz, que conseguía sus alimentos del suelo mismo. Había tiempo para descansar y para reunir fuerzas. Había paz. No se hablaba de guerra, no se pagaban impuestos para costearla ni para evitarla al demostrar deseos de luchar.