—¡Qué tomaron mi vida!
—La esencia vital —dijo Flanders—, la mente, los pensamientos, impresiones y reacciones que formaban a Jay Vickers, el verdadero Jay Vickers, a la edad de dieciocho años. Fue como volcar el agua de un recipiente a otro. Vertimos la vida de su cuerpo al de un androide y conservamos su cuerpo bien custodiado para el día en que pudiéramos devolvérselo.
Vickers pareció a punto de dar un salto, pero Flanders agitó una mano ante él.
—Siéntese. Iba a preguntarme por qué.
—Y usted va a contestarme.
—Sin duda. Cuando usted tenía dieciocho años no tenía conciencia de su habilidad. No había modo de hacérsela notar. No habría sentido de nada decírselo ni tratar de adiestrarlo, pues hacía falta cierta maduración. Calculamos que tardaría quince años, pero demoró más de veinte. Ni siquiera es aún tan consciente como debería.
—Pero yo podría…
—Sí —dijo Flanders—, podría haber llegado a la conciencia con su propio cuerpo, pero hay otro factor: la memoria inherente. Sus genes portan el factor de la memoria inherente, otra mutación que se produce con tan poca frecuencia como el de los escuchas telepáticos. Preferimos que Jay Vickers fuera plenamente consciente de su capacidad antes de que comenzara a engendrar hijos.
Vickers recordó entonces sus cavilaciones sobre la posibilidad de la memoria inherente, allá en la casa de Andrews. Memoria inherente, memoria transmitida de padre a hijo. Su padre sabía acerca de la memoria inherente, y por lo tanto él había adivinado. Al menos lo había recordado al llegar el momento, al llegar (buscó el término adecuado) a la conciencia.
—Así son las cosas, entonces —dijo—. Ustedes quieren que aplique mis premoniciones a Crawford, y quieren también a mis hijos porque estarán dotados del mismo poder.
—Creo que ahora nos comprendemos.
—Sí —repitió Vickers—, creo que si. En primer lugar ustedes quieren que detenga a Crawford. Eso es casi una orden. ¿Y si yo le pusiera precio?
—Se lo hemos puesto nosotros —repuso Flanders—. Una recompensa muy tentadora. Creo que le interesará.
—Veamos.
—Usted preguntó por Kathleen Preston. Preguntó si existía esa persona. Puedo asegurarle que así es. ¿Cuántos años tenía usted cuando la conoció?
—Dieciocho.
—Una hermosa edad —observó Flanders, con un ademán perezoso—. ¿No le parece?
—Así me parecía en esa época.
—Usted estaba enamorado de ella.
—En efecto.
—Y ella, de usted.
—Así lo creo —dijo Vickers—. No estoy seguro. Ahora que lo pienso no estoy seguro, claro está. Pero creo que sí.
—Puede estar seguro de que ella lo quería.
—¿Me dirá usted dónde está?
—No —dijo Flanders—, no se lo diré.
—Pero ustedes…
—Cuando su misión esté cumplida volverá a tener dieciocho años.
—Y ése es el precio. Ese ha de ser mi pago. Se me devolverá el cuerpo que fue mío y volveré a tener dieciocho años.
—¿Le parece tentador?
—Sí, creo que sí—dijo Vickers—. Pero usted no entiende, Flanders. Los sueños de entonces han desaparecido. Han muerto en el cuerpo de un androide de cuarenta años. No se trata sólo de la edad física, sino de algo más. De los años por venir, de la promesa que ofrecían esos años, de los sueños locos e imposibles de entonces, del amor que caminaba al lado de uno en la primavera de la vida.
—Dieciocho años —repitió Flanders—, dieciocho. Y una buena oportunidad para conseguir la inmortalidad. Y también Kathleen Preston en sus diecisiete años.
—¿Kathleen?
Flanders asintió.
—Tal como antes —dijo Vickers—. Pero no será igual, Flanders. Hay algo que no marcha, algo que se escapa.
—Tal como antes —insistió Flanders—, como si todos estos años no hubiesen transcurrido.
CAPITULO 38
Al fin resultaba que él era mutante, después de todo; un mutante disfrazado de androide. Y una vez que hubiese frenado a Crawford volvería a ser un mutante de dieciocho años enamorado de una mutante de diecisiete. Tal vez antes de su muerte los escuchas hubiesen captado la fórmula para lograr la inmortalidad; en ese caso él y Kathleen recorrerían valles encantados por toda la eternidad, tendrían hijos mutantes dotados de pasmosos presentimientos y todos llevarían una vida que hasta los dioses paganos de la Tierra contemplarían con envidia.
Arrojó a un lado las cobijas y salió de la cama para acercarse a la ventana. Allí estaba el valle encantado por donde había caminado veinte años atrás. Era un valle desierto, y desierto permanecería, hiciera él lo que hiciese.
Había atesorado ese sueño por más de veinte años; en ese momento empezaba a tornarse realidad, pero teñido por todo ese tiempo transcurrido; no había forma de volver a aquella noche de 1966. Nadie puede regresar a lo que ha abandonado.
Es imposible borrar los años vividos, imposible amontonarlos en un rincón y darles la espalda. Uno puede hacerlos a un lado y olvidarlos, pero no para siempre: llegará el día en que vuelvan a aparecer. Y cuando eso ocurre uno se encuentra con que ha vivido no sólo una mentira, sino dos.
En eso consistía el problema: en que era imposible ocultar el pasado.
La puerta se abrió con un crujido. Vickers se volvió. Allí estaba Ezequiel, con la piel plástica reluciente bajo la luz velada del descansillo.
—¿No puede dormir? —preguntó—. Quizá pueda ayudarlo. Polvos somníferos, o…
—Sí, quiero pedirte algo —dijo Vickers—. Quisiera ver cierto registro.
—¿Un registro, señor?
—Sí. Los registros de mi familia. Deben estar en algún sitio.
—En los archivos, señor. Puedo traerlo enseguida, si se digna esperar un momento.
—Y el de los Preston también —agregó Vickers—. El registro de la familia Preston.
—Sí, señor —dijo Ezequiel—. En un momento los tendrá.
Vickers encendió el velador y se sentó en el borde de la cama. Ya sabía lo que debía hacer. El valle encantado era un valle vacío; la luz de la luna, al quebrarse contra la blancura de las columnas, era sólo un recuerdo sin vida ni color. El aroma de las rosas que perfumaran aquella perdida noche primaveral se había esfumado en el viento de los años transcurridos.
“Ann”, pensó, “durante mucho tiempo he actuado como un tonto con respecto a Ann”. Y agregó, casi en voz alta:
—¿Qué pasó, Ann? Hemos chanceado y reñido, hemos empleado las chanzas y las riñas para ocultar el amor que sentíamos. Y si no hubiera sido por mi, por este sueño del valle que se fue enfriando sin que yo lo supiera, habríamos descubierto hace tiempo lo que había entre nosotros.
“Ellos nos quitaron a los dos el derecho innato de vivir en el cuerpo con que llegamos al mundo. Hicieron de nosotros, no un hombre y una mujer, sino dos cosas que pasan por tales. Recorremos las calles de la vida como sombras sobre una pared. Y ahora nos quitarán la dignidad de la muerte y el saber que nuestra tarea está cumplida para que vivamos una mentira: yo, como androide impulsado por la fuerza vital de un hombre que no soy yo, tú, animada por una vida que no es la tuya”.
—Al demonio con ellos —dijo—. Al demonio con esta doble vida, con esto de ser un producto de fábrica.
Volvería a la otra Tierra para buscar a Ann Carter, para decirle que la amaba; no como se ama a un recuerdo de luna y rosas, sino como un hombre ama a una mujer cuando ha pasado el arrebol de la juventud, juntos vivirían los años que les restaran, él escribiría sus libros y ella continuaría con su trabajo. Y ambos olvidarían, hasta donde les fuera posible, todo lo referido a los mutantes.
Prestó atención a los pequeños murmullos de la casa en sombras, esos susurros que pasan desapercibidos durante el día, cuando el ruido del hombre lo llena todo. Y pensó “Si uno escuchara con mucha atención y conociera el idioma, la casa le contaría cuanto uno quisiera saber; podría decirnos qué aspecto tenía alguien en cierto instante, la voz con que fue pronunciada una palabra, lo que cada uno piensa o hace cuando está solo”.