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Tómese el universo y multiplíqueselo por un número indefinido; tómense todos los mundos del universo y multiplíquenselos hasta el infinito; así se obtendrá la respuesta. Habría lugar de sobra para siempre. Habría infinitas oportunidades, infinitos desafíos en esos mundos, que ni siquiera un hombre eterno podía agotar.

Pero eso no sería todo: habría también un tiempo infinito, y en ese tiempo surgirían nuevas técnicas y nuevas ciencias, filosofías nuevas también, de modo tal que el hombre eterno jamás carecería de tareas a cumplir ni de problemas por resolver.

Y una vez que se contara con la inmortalidad, ¿para qué se la emplearía?

Se la emplearía para mantener la fuerza. Aunque se viviera en una comunidad pequeña, con una baja tasa de natalidad, a la cual se unieran pocos miembros, al aumento estaría asegurado por la falta de mortandad.

Se la emplearía para conservar la habilidad y el conocimiento. Si nadie moría se podía contar con toda la energía, el conocimiento y la destreza de cada miembro de la tribu. Cuando un hombre muere, su destreza muere con él, también su conocimiento, hasta cierto punto. Pero la pérdida no se limita a eso: también se pierde todo su conocimiento futuro. ¿De cuánto saber se ve privada la Tierra, sólo porque un hombre ha muerto diez años antes de lo debido? Parte de ese conocimiento será recobrado gracias a la obra de hombres posteriores, pero habrá cosas que no se recuperen jamás, ideas que no volverán a ser imaginadas, conceptos que habrán sido borrados para siempre por la muerte de un hombre en cuyo cerebro comenzaba a surgir el primer fermento de la creación. En una sociedad inmortal, en cambio, eso no ocurriría jamás. Una sociedad inmortal contaría con la total habilidad y el conocimiento absoluto de sus miembros.

Tómense la capacidad de captar el conocimiento atesorado en las estrellas, la memoria inherente, el conocimiento técnico capaz de conseguir productos eternos, y agréguese la inmortalidad. ¿Adonde conduciría esa fórmula? ¿A lo definitivo? ¿Al pináculo intelectual? ¿A la divinidad en sí?

Retrocedamos cien mil años para analizar a la criatura hombre. Démosle el fuego, la rueda, el arco y la flecha, plantas y animales domésticos y una organización comunitaria, sumados al primer concepto, en vaga aurora, del Hombre en su condición de rey de la Creación. Tomemos esa fórmula. ¿Cual es el resultado?

El comienzo de la civilización, la fundación de una cultura humana.

Y a su modo la fórmula del fuego, la rueda y los animales domésticos era tan grandiosa como la fórmula de la inmortalidad, el sentido del tiempo y la memoria inherente. La fórmula de los mutantes era sólo un paso hacia adelante, tal como lo había sido en su momento la conjunción fuego-rueda-perro. La fórmula de los mutantes no era el resultado final del esfuerzo humano, ni de su intelecto, ni de su conocimiento: era sólo un paso más. Y quedaba otro paso por dar. La mente del hombre aún cobijaba la posibilidad de pasos más importantes, aunque a él, Jay Vickers, le fuera imposible concebir su dirección, tal como habrían sido inconcebibles para el descubridor del fuego los conceptos de la estructura cronológica y de los mundos contiguos.

“Todavía somos salvajes”, pensó. “Seguimos acurrucados en nuestra cueva, con la vista fija en la hoguera humeante que custodia la entrada contra la ilimitada oscuridad del mundo. Algún día perforaremos esa oscuridad, pero no será ahora”.

La inmortalidad sería una herramienta favorable, nada más; una simple herramienta. ¿Qué era la oscuridad, más allá de la cueva? Era la ignorancia del hombre con respecto a su sentido, su finalidad, sus orígenes. La vieja, eterna pregunta.

Quizá con la herramienta de la inmortalidad el hombre podría apresar esas preguntas y comprender el ordenado progreso, la terrible lógica que impulsaba el universo de la materia y de la energía.

El paso siguiente sería de orden espirituaclass="underline" el descubrimiento y la comprensión de un sistema divino que fuera ley para todo el universo. Tal vez el hombre pudiera al fin, en toda su humildad, hallar un Dios universal, la deidad que los hombres adoraban ya con la debilidad de sus conocimientos actuales y la fuerza de la fe. Tal vez el hombre encontrara a; fin el concepto de divinidad que pudiera llenar, sin dudas ni vacilaciones, su tremenda necesidad de fe, tan clara e inconfundible que estuviera más allá de toda duda; un concepto de la bondad y del amor que pudiera identificar consigo hasta reemplazar con él la fe en una eterna seguridad.

Y si el hombre burlaba a la muerte, si las puertas de las tinieblas se cerraban sobre la revelación final y la resurrección, entonces el hombre debería hallar tal concepto o vagar para siempre entre las galaxias como un niño perdido y lloroso.

Vickers hizo un esfuerzo por volver al presente.

—¿Estás seguro, Ezequiel?

—¿De qué, señor?

—De que no hay ningún Preston.

—Completamente seguro —respondió Ezequiel.

—Pero existió una Kathleen Preston, estoy seguro.

¿En verdad podía estar tan seguro? La recordaba. Flanders decía que ella existía. Pero ese recuerdo podía estar condicionado y también la memoria de Flanders. Tal vez Kathleen Preston no fuera sino un factor emociona; introducido en su cerebro para mantenerlo atado a esa casa, como una respuesta automática que no le permitiría olvidar, fuera donde fuese, bajo cualquier circunstancia, esa casa y los lazos que a ella lo ligaban.

—Ezequiel —preguntó—, ¿quién es Horton Flanders?

—Horton Flanders es un androide como usted.

CAPITULO 40

Su tarea asignada era detener a Crawford. Se le suponía capaz de hacerlo por medio de sus presentimientos. Pero en primer lugar tendría que revisar todos los aspectos. Debía tomar los factores, equilibrarlos unos con otros y verificar los puntos fuertes, los puntos débiles. Se trataba del poder industrial, no del de una sola industria, sino del poder industrial de todo el mundo. Crawford y la industria habían declarado guerra abierta a los mutantes; y había que tener en cuenta esa arma secreta.

—La desesperación y un arma secreta —había dicho Crawford sentado en el cuarto del hotel. Pero el arma secreta, según agregó, no era bastante.

En primer término Vickers debería averiguar en qué consistía esa arma. Mientras no lo supiera carecía de sentido hacer planes.

Permaneció despierto en la cama, con la vista clavada en el techo, mientras colocaba los hechos en hileras ordenadas para echarles un vistazo. Después los cambió de posición y equilibró la fuerza de los humanos comunes contra la fuerza mutante; había muchos puntos en que se cancelaban mutuamente, pero en otros, uno de ellos surgía inexpugnable. Por ese camino le sería imposible llegar a nada.

“Claro que no llegaré a nada”, dijo para sí. “Esta es la torpe manera en que los hombres normales resuelven sus problemas. Esto es razonar”.

Debía acudir al presentimiento. Pero ¿cómo hacerlo?

Apartó aquellos factores de su mente, volvió a clavar la vista en la oscuridad, en dirección a; cielorraso, y trató de no pensar. Los factores clamaban en su cerebro, se atropellaban y huían unos de otros, pero él siguió negándose a reconocerlos.

Entonces llegó la idea: la guerra.

Mientras la estudiaba fue creciendo y se aferró a él. La guerra, sí, pero una guerra distinta a cuantas el mundo había conocido hasta entonces. ¿Qué se decía de la Segunda Guerra Mundial? Se la trataba de guerra sucia. Pero no lo sería del todo.

Era algo perturbador pensar en una cosa que no se podía apresar, es decir, sentir la comezón de un presentimiento sin reconocerlo como tal. Trató de sujetarlo y lo sintió retroceder. Sólo regresó cuando él dejó de meditar.