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Surgió entonces otra idea: la pobreza.

La pobreza estaba de algún modo vinculada a la guerra Era como si las dos ideas rondaran, a la manera de los coyotes, en torno a la hoguera representada por él, gruñendo y amenazándose mutuamente en la oscuridad, junto a la llama del conocimiento. Trató de hundirlas por completo en la oscuridad, pero le fue imposible. Acabó por acostumbrarse a ellas; pareció entonces que la hoguera disminuía sus llamaradas y que las ideas-coyote no corrían con tanta celeridad.

Su mente soñolienta denunció otro factor: los mutantes no disponían de mucha gente. Esa era la razón por la cual creaban androides y robots. Siempre había modo de superar ese problema. Se podía tomar una vida y dividirla en muchas. Se tomaba la vida de un mutante para esparcirla, extenderla y prolongarla cuanto se pudiera. En la economía de la fuerza humana cabían muchas soluciones si uno sabía encontrarlas.

Los coyotes rondaban ya muy cerca y el fuego se apagaba. “Te detendré, Crawford, hallaré la respuesta para detenerte, y te amo, Ann, y…”

Sin darse cuenta se había quedado dormido. Despertó de pronto y se irguió de un salto en la cama.

¡Sabía la respuesta!

El airecillo fresco del alba lo hizo estremecer. Sacó bruscamente las piernas de bajo los cobertores y sintió el mordisco del suelo frío contra los pies descalzos Corrió a la puerta, la abrió de par en par y salió al descansillo. La escalera descendía desde allí hacia el vestíbulo.

—¡Flanders!—gritó — ¡Flanders!

Ezequiel apareció desde alguna parte y empezó a subir la escalera preguntando:

—¿Qué ocurre, señor? ¿Puedo servirle en algo?

—¡Quiero hablar con Horton Flanders!

Se abrió otra puerta. Allí estaba Horton Flanders, con los tobillos huesudos asomados bajo el ruedo de su camisa de dormir y el pelo ralo casi tieso.

—¿Qué ocurre? —murmuró, con la lengua pesada aún por el sueño—¿Qué significa este barullo?

Vickers cruzó el vestíbulo a grandes pasos y lo tomó por los hombros, inquiriendo:

—¿Cuántos de nosotros hay? ¿En cuántos androides dividieron la vida de Jay Vickers.

—Si deja usted de sacudirme…

—Lo dejaré cuando me diga la verdad.

—Oh, con gusto —respondió Flanders—. Somos tres: usted, yo y…

—¿Usted?

—Por cierto. ¿Le sorprende?

—¡Pero si es mucho más anciano que yo!

—Con la carne sintética se pueden hacer maravillas —dijo Flanders—. No veo motivos para sorprenderse.

Y de pronto Vickers notó que en realidad no sentía asombro alguno. Era como si en el fondo lo hubiera sabido desde siempre.

—¿Y el tercero? Dijo usted que éramos tres. ¿Quién es el otro?

—No puedo decírselo —respondió Flanders—. No le diré quién es. Ya le he dicho demasiado.

Vickers alargó la mano y aferró al anciano por la pechera de la camisa, retorciendo la tela hasta ajustársela a la garganta.

—La violencia no tiene sentido —dijo Flanders—. No sirve de nada. Si le he dicho todo esto ha sido porque usted llegó a la crisis antes de lo que esperábamos. Pero no estaba preparado siquiera para eso. No está en condiciones de saberlo todo. Ha sido un riesgo muy grande impulsarlo demasiado. No podría decirle más.

—¡Qué no estoy en condiciones de saber!—repitió Vickers, furioso.

—No lo está. Debió haber dispuesto de más tiempo. No es posible decirle ahora mismo lo que desea saber. Crearía…complicaciones en su tarea, con lo que perdería eficiencia y valor.

—¡Es que ya tengo la respuesta a ese problema!—exclamó Vickers, enojado—. Preparado o no, tengo la respuesta que aplicaremos a Crawford y a sus amigos. Es mas que lo conseguido por usted y sus colegas, a pesar del tiempo que llevan en ello. Ya tengo la respuesta, precisamente lo que ustedes querían; conozco el arma secreta y sé cómo contrarrestarla. Usted dijo que yo podía detener a Crawford y ahora sé que es cierto.

—¿Está seguro de eso?

—Completamente seguro. Pero esa otra persona, la tercera persona…

Una sospecha horrible se filtraba en su mente.

—Necesito saberlo —agregó.

—No puedo decírselo, de veras —repitió Flanders.

Vickers aflojó la mano aferrada a la camisa de dormir y la dejó caer. Aquella sospecha era una verdadera y terrible tortura. Se volvió lentamente.

—Sí, estoy seguro —volvió a decir—. Conozco todas las respuestas, pero ¿para qué diablos sirve eso?

Se retiró nuevamente a su cuarto y cerró la puerta tras de sí.

CAPITULO 41

En algún momento había llegado a ver su curso de acción nítido y recto ante él, comprendiendo que Kathleen Preston no era tal vez sino un personaje condicionado. Durante muchos años el recuerdo de aquel valle encantado lo había cegado, impidiéndole ver el amor que sentía por Ann Carter; amor correspondido, sin duda, y disimulado con burlas tontas y amargas rencillas.

Después comprendió también que sus padres dormían año tras año en animación suspendida, aguardando el advenimiento de un mundo en paz y comprensión, para el cual habían dado tanto.

Y no había podido darles la espalda. Tal vez era mejor así, pues había un tercer factor: el hecho de que una vida estuviera dividida en varías.

Era una manera sensata de hacer las cosas y tal vez un método válido, pues los mutantes necesitaban aumentar el grupo; para eso debían valerse de los elementos disponibles. Se dejaba en manos de los robots todo el trabajo realizable por ellos y se dividía la vida de hombres y mujeres en varios cuerpos androides.

El no era una persona en sí; sólo una parte de otra persona, un tercio del Jay Vickers original, cuyo cuerpo yacía a la espera de que la vida pudiera serle devuelta.

Tampoco Ann Carter era una persona en sí, sino parte de una tercera persona. Tal vez parte (y por primera vez se obligó a convertir la sospecha en un pensamiento claro y terrible) tal vez parte del mismo Jay Vickers, compartiendo con él y con Flanders la vida que originalmente había sido una sola. Tres androides compartían aquella vida: él, Flanders y alguien más. Y la pregunta era un susurro constante en su cerebro: ¿quién sería ese alguien?

Los tres estaban ligados por un lazo común que los convertían casi en uno. A su debido tiempo los tres deberían entregar sus vidas al cuerpo del Jay Vickers original. Y cuando eso ocurriera, ¿cuál de ellos continuaría siendo Jay Vickers?. Tal vez ninguno de los tres; quizás el proceso fuera un equivalente de la muerte para ellos y una continuación de la conciencia que el ser original había conocido. Tal vez los tres se mezclarían de modo tal que Jay Vickers, al resucitar, sería una extraña personalidad de tres caras combinadas.

¿Y el amor que sentía por Ann Carter? Ante aquella posibilidad de que Ann fuera la tercera persona desconocida, ¿qué pasaría con la ternura súbitamente despertada por ella, tras tantos años de luna y rosas? ¿qué sería de ese amor?

Supo que ese amor era imposible. Si Ann era el tercer humanoide no podría haber amor entre ellos. No es posible amarse a sí mismo como se amaría a otra persona. No se puede amar una faceta del propio yo, ni ser amado por esa misma faceta. No se puede amar a quien nos es más íntima que una hermana o una madre.

Por dos veces había conocido el amor de una mujer; por dos veces se lo habían robado. Estaba atrapado, sin más alternativa que la de cumplir con la tarea asignada. Había prometido a Crawford hablar nuevamente con él cuando supiera qué estaba ocurriendo, para analizar entre los dos la posibilidad de un acuerdo.

Pero no habría tal acuerdo: ahora lo sabía. Al menos, si sus presentimientos estaban en lo cierto.

Y Flanders afirmaba que el presentimiento era la mejor forma de razonar, la manera más madura y adulta de llegar a la solución de un problema. Era un método que descartaba el retorcido camino de la razón, empleado por la raza humana durante sus siglos de aprendizaje.

Pues el arma secreta era la antigua arma de la guerra deliberada, establecida con matemático cinismo y calculada precisión. ¿Y cuántas guerras más podría soportar la raza humana? La respuesta parecía ser: “Sólo una guerra más”.

Los mutantes eran los factores de supervivencia en la raza humana. Y Vickers se encontró con que nada le quedaba, ni Kathleen ni Ann, ni siquiera, tal vez, la esperanza de una humanidad personal; debía trabajar cuanto pudiera para llevar a cabo la mayor esperanza del hombre.

Alguien llamó a la puerta.

—Sí—dijo Vickers—. Pase.

—El desayuno estará listo, señor —dijo Ezequiel—, para cuando usted se haya vestido.