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—¡Pero naturalmente! ¿Cuántos son ustedes en la familia?

Y anotaría la información en un hoja de papel.

—En aquella ventanilla —indicaría—. Creo que le alcanzará para una semana, pero si no le alcanza no deje de venir cuantas veces quiera.

El obrero tomaba la hoja, tratando de ser agradecido, pero recibía como respuesta un ademán cordial y espontáneo: “Vamos, para eso estamos aquí. Nuestra tarea consiste en ayudar a la gente como usted.”

El hombre iría entonces hasta la ventanilla indicada; allí verificarían su hoja de papel y le entregarían varios paquetes; uno tenía sabor a patatas, otro a pan, y los otros daban la impresión de ser arvejas o trigo. Todo era sintético.

Todo eso había ocurrido ya y seguía ocurriendo. No era un verdadero alivio, pero no dejaba de ser una solución. Los de Carbohidratos nunca insultaban a quienes iban en busca de ayuda. Todos recibían el trato debido a un cliente que paga bien; se les decía que no dejaran de volver. A veces, cuando uno no regresaba, ellos le visitaban para saber qué ocurría; tal vez uno había conseguido trabajo o era demasiado tímido. Si se trataba de lo último, sabían conversar con uno de modo tal que, tras esa visita, uno estaba seguro de hacerles un favor al aceptar sus carbohidratos.

Y gracias a esos carbohidratos vivían aún millones de personas, en la India o en la China, que habrían muerto sin ellos. Ahora llegaba el turno a los millares que perderían su trabajo con el cierre de las fábricas de automóviles y la reducción de acerías y talleres mecánicos.

Las industrias de automóviles se verían obligadas a cerrar. Nadie compraría sus productos, puesto que era posible adquirir a menor precio un coche interminable. Tal había pasado con la industria de hojas de afeitar al surgir en plaza una navaja eterna. Y otro tanto, con las bombillas eléctricas y los encendedores. Era muy probable que el automóvil no fuera el último producto de aquellos fabricantes, quienes quiera que fuesen.

Pues era forzoso que quienes fabricaban las navajas hicieran también los encendedores y las bombillas, y quienes elaboraban esos chismes debían ser los diseñadores del coche Eterno. Tal vez no fueran las mismas empresas, aunque era difícil saberlo, pues Vickers nunca había tratado de averiguar sus nombres.

El ómnibus se iba llenando, pero Vickers seguía solo en el asiento que ocupaba, tratando de ordenar sus pensamientos mientras miraba por la ventanilla. A sus espaldas dos mujeres se habían enfrascado en una conversación. El no tenía intención de escuchar, pero recogió sus palabras.

Una de ellas soltó una risita, diciendo:

—Nuestro grupo es interesantísimo. Estamos llenos de gente interesante.

Y la otra respondió:

—Estuve pensando en unirme a uno de esos grupos, pero Charlie dice que es una tontería. Estamos viviendo en Norteamérica y en 1987, dice, y no hay razones para fingir que no es así. Este es el mejor país y la mejor época de la historia, dice; tenemos todas las comodidades y todo lo que deseamos. Somos más felices que todos nuestros antecesores, dice, y esos grupos de ficción son nada más que propaganda comunista. Dice que le gustaría atrapar a quienes comenzaron con eso y que…

—Oh, no sé—dijo la primera—. Es divertido. Claro que requiere mucho trabajo. Hay que leer sobre los tiempos antiguos y todo eso, pero creo que uno sale ganando. La otra noche, en una reunión, uno decía que cada cual saca de ello cuanto pone, y creo que tiene razón. Pero creo que yo no sé poner gran cosa. Soy muy inconstante. No soy buena lectora, no entiendo muy bien; me tienen que explicar muchas cosas. Pero hay quienes parecen sacar mucho de esto. En nuestro grupo hay un hombre que vive en Londres, en la época de un tal Samuel Peeps. No sé quién fue Peeps, pero creo que fue alguien muy importante. ¿Tú no sabes quién fue Peeps, Gladys?

—No, yo no.

—Bueno, de cualquier modo, este hombre no tiene fin cuando habla de Peeps. Parece que escribió un libro (hablo de Peeps). Debe ser un libro larguísimo, porque habla de muchas cosas. Este hombre que te mencioné lleva un diario maravilloso; nos encanta que nos lo lea. Da la impresión de que vive realmente allí.

El ómnibus se detuvo ante un cruce de carreteras. Vickers echó una mirada a su reloj: en media hora más estarían en la ciudad.

Todo eso era una pérdida de tiempo. Ann podía intentar lo que gustara, pero él no permitiría ninguna interrupción en su libro. Había hecho mal en dejarse convencer; no debería perder siquiera ese día.

A sus espaldas Gladys decía:

¿Oíste hablar de esas nuevas casas que han salido a la venta? La otra noche hablaba con Charlie de eso y le decía que tal vez conviniera verlas. Porque la nuestra está bastante arruinada, ¿sabes?; habría que pintarla y hacerle unas cuantas reparaciones. Pero Charlie dice que debe ser alguna estafa. Nadie pone a la venta esa clase de casas con tantas facilidades, dice, a menos que haya una trampa en alguna parte. Dice que es zorro viejo y no se va a dejar atrapar en algo como eso. Mabel, ¿has visto alguna de esas casas? ¿No has leído nada sobre ellas?

—Te estaba contando —insistía Mabel— sobre ese grupo al que pertenezco. Uno de los muchachos finge vivir en el futuro. Ahora yo digo, ¿no es una risa? Imagínate, fingir que vive en el futuro…

CAPITULO 5

Ann Carter se detuvo ante la puerta y dijo:

—Por favor, Jay, recuérdalo bien. Se llama Crawford. No vayas a llamarlo Cranford, Crawham o algo así. Crawford, ¿eh?

—Haré lo que pueda —prometió Vickers, sumiso.

Ella se le acercó para acomodarle la corbata; le ajustó el nudo, se lo enderezo y le quitó imaginarías pelusas de la solapa.

—En cuanto acabemos con esto vamos a salir para comprarte un traje —dijo.

—Ya tengo uno.

Sobre la puerta se leía: Investigación Norteamericana.

—Lo que no puedo entender —protestó Vickers— es qué tenemos en común Investigación Norteamericana y yo.

—El dinero —respondió Ann—. Ellos lo tienen y tu lo necesitas.

Abrió la puerta para pasar y él la siguió con mansedumbre. ¡Qué bonita era, y qué eficiente! Demasiado eficiente. Sabía demasiado. Sabía de libros, de editores, de públicos y preferencias. Estaba en todo. Su empuje arrastraba a cuantos le rodeaban, y nunca era tan feliz como cuando tenía tres teléfonos sonando, ochenta cartas para contestar y diez llamadas a hacer. Ella había sabido convencerlo para que asistiera a la cita, y probablemente era también la responsable de que ese Crawford e Investigación Norteamericana quisieran tratar con él.

—Puede pasar, señorita Carter —dijo la recepcionista—; El señor Crawford la está esperando.

“Y ya ha echado su embrujo sobre la recepcionista”, pensó Vickers.

CAPITULO 6

George Crawford era tan corpulento que sus nalgas desbordaban la silla en la que estaba sentado. Hablaba con las manos cruzadas sobre la panza, sin cambios de tono, sin inflexiones; era el hombre más quieto que Vickers había visto hasta entonces. No había en él movimiento alguno: allí estaba sentado, enorme, estólido. No movía más que los labios, y eso apenas. Su voz era un susurro.

—He leído parte de su obra, señor Vickers —dijo—. Me ha impresionado mucho.

—Me alegro de saberlo —respondió Vickers.

—Hasta hace tres años no se me habría ocurrido leer una obra de ficción, menos aún hablar con el autor. Pero ahora resulta que necesito de alguien como usted. Lo he consultado con mis directores; Todos estamos de acuerdo en que usted es el hombre más indicado para el trabajo.

Hizo una pausa y miró a Vickers con ojos azules y brillantes, asomados entre los pliegues de carne como puntas de bala.

—La señorita Carter me dice que usted está muy ocupado en este momento.