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Pero no habría tal acuerdo: ahora lo sabía. Al menos, si sus presentimientos estaban en lo cierto.

Y Flanders afirmaba que el presentimiento era la mejor forma de razonar, la manera más madura y adulta de llegar a la solución de un problema. Era un método que descartaba el retorcido camino de la razón, empleado por la raza humana durante sus siglos de aprendizaje.

Pues el arma secreta era la antigua arma de la guerra deliberada, establecida con matemático cinismo y calculada precisión. ¿Y cuántas guerras más podría soportar la raza humana? La respuesta parecía ser: “Sólo una guerra más”.

Los mutantes eran los factores de supervivencia en la raza humana. Y Vickers se encontró con que nada le quedaba, ni Kathleen ni Ann, ni siquiera, tal vez, la esperanza de una humanidad personal; debía trabajar cuanto pudiera para llevar a cabo la mayor esperanza del hombre.

Alguien llamó a la puerta.

—Sí—dijo Vickers—. Pase.

—El desayuno estará listo, señor —dijo Ezequiel—, para cuando usted se haya vestido.

CAPITULO 42

Flanders esperaba ya en el comedor cuando Vickers bajó las escaleras.

—Los otros se han ido —dijo el anciano—. Tenían cosas que hacer. Además, usted y yo debemos conspirar.

Vickers no respondió. Tomó una silla y se sentó frente a Flanders. El sol de las ventanas caía sobre los hombros de su compañero; la blancura de su pelo se recortaba contra el vidrio de la ventana como un halo revuelto. Vickers notó que sus ropas seguían siendo ligeramente raídas, la corbata tenía también una larga batalla, pero todo su aspecto parecía limpio hasta lo reluciente.

—Veo que Ezequiel le ha proporcionado algunas ropas —dijo Flanders—. No sé qué haríamos sin él. Se encarga de todo.

—También me dio dinero —dijo Vickers— Encontré un fajo de billetes en el tocador, junto con la camisa y la corbata. No tuve tiempo de contarlo, pero parece haber allí varios miles de dólares.

—Por supuesto. Ezequiel piensa en todo.

—Pero no necesito tantos miles de dólares.

—Lléveselos —indicó Flanders—. Los tenemos por montones.

—¡Por montones!

—Claro está. Los fabricamos sin cesar.

—¿Acaso los falsifican?

—¡No, por Dios! Aunque a veces lo hemos pensado. Sería tener otra cuerda en el arco.

—¿Se refiere a que inundarían el mundo normal con dinero falsificado?

—No sería falsificado. Podemos duplicar el dinero con toda exactitud. Bastaría con poner en circulación cien billones de dólares nuevos para crear el desastre.

—Comprendo —dijo Vickers—. Me sorprende que no lo hayan hecho.

Flanders le dirigió una mirada seca, diciendo:

—Me parece que usted no aprueba nuestros métodos.

—En ciertos aspectos, no.

Ezequiel trajo una bandeja con vasos de jugo de naranja frío, platos de tocino y huevos revueltos, tostadas con manteca, un frasco de mermelada y una cafetera llena.

—Buenos días, señor —dijo a Vickers.

—Buenos días, Ezequiel.

—¿Ha visto usted qué hermosa mañana tenemos?

—Lo he visto.

—Aquí el tiempo es maravilloso —observó el robot—. Mucho mejor que el de la Tierra original, según dicen.

Sirvió la comida y se marchó por la puerta de vaivén que daba a la cocina; los dos hombres le oyeron trajinar en sus tareas matutinas.

—Hemos sido humanos —dijo Flanders—, tanto como nos fue posible. Pero teníamos una tarea que cumplir, y de vez en cuando nos hemos visto obligados a pasar por sobre alguien. Probablemente nos veremos forzados a ser más rudos desde ahora en adelante, pues nos están hostigando. Si Crawford y su banda se lo hubieran tomado con más calma todo habría funcionado bien y nadie se habría perjudicado. En diez años más todo sería fácil. En veinte años habría sido cosa segura. Pero ahora no será fácil ni seguro. Llegaremos casi a una revolución. En veinte años el proceso se habría dado como evolución. Con tiempo disponible habríamos dominado, no sólo la industria y las finanzas de todo el mundo, sino también el gobierno internacional, pero no nos dieron tiempo. La crisis se produjo demasiado pronto.

—Lo que ahora necesitamos —dijo Vickers— es una contracrisis.

Flanders prosiguió como si no le hubiera oído:

—Establecimos falsas compañías. Nos habrían hecho falta más, pero nos faltaba gente para manejar hasta las pocas que instalamos. Si contáramos con suficientes personas podríamos haber intensificado la fabricación de ciertos artículos básicos. Pero necesitábamos de los pocos mutantes disponibles para enviarlos a otros tantos lugares, ya fuera para frenar ciertas crisis o para enrolar nuevos mutantes a nuestro grupo.

—Deben ser muchos —sugirió Vickers.

—Hay muchos, sí—concordó Flanders—, pero un gran porcentaje de ellos está demasiado comprometido en los asuntos de los humanos normales como para apartarlos del mundo. Considere el caso de un mutante casado con una mujer normal. Siquiera por consideración no es posible deshacer un matrimonio feliz. Supongamos que algunos de los hijos sean mutantes; ¿qué se puede hacer con ellos? Nada sólo observar y esperar. Cuando han crecido y se independizan uno puede ponerse en contacto con ellos, pero no hasta entonces.

»Pongamos el caso de un banquero o un industrial sobre cuyos hombros descansa todo un imperio económico. Si uno le dice que es mutante sólo consigue una carcajada por respuesta. Se ha hecho un sitio en la vida; está satisfecho, si alguna vez cobijó cierto idealismo éste ha desaparecido bajo la apariencia de un individualismo muy acentuado. Es leal al tipo de vida que ha hecho y no podemos ofrecerle nada que le interese.

—¿Por qué no probar con la inmortalidad?

—Aún no disponemos de ella.

—Debieron atacar en el seno del gobierno.

Flanders meneó la cabeza.

—No pudimos. Hicimos algunos intentos, pero moderados. Si hubiéramos logrado detentar un millar de puestos oficiales importantes, todo habría sido fácil y rápido. Pero no disponíamos ni de mil mutantes para adiestrarlos a ese fin.

»Por diversos métodos logramos conjurar crisis tras crisis. Los carbohidratos aliviaron una situación que habría conducido a la guerra. También ayudamos a Occidente para que consiguiera la bomba de hidrógeno varios años antes de que el Este atacara. Pero no éramos lo bastante poderosos ni teníamos el tiempo suficiente como para llevar a cabo un programa bien definido y de largo alcance. Tuvimos que improvisar. Introdujimos la venta de chismes como la única forma rápida de debilitar el sistema socioeconómico de la Tierra. Por supuesto, eso involucraba obligar a la industria, tarde o temprano, a aliarse contra nosotros.

—¿Y qué esperaban ustedes?—preguntó Vickers—. Si se interfiere…

—Supongo que lo hacemos. Digamos, Vickers, que usted es un cirujano y tiene un paciente enfermo de cáncer. Para curarlo no vacilará en operar, y sería muy cuidadoso al interferir en el organismo del paciente.

—Presumo que sí.

—La raza humana es nuestro paciente. Tiene un tumor maligno y nosotros somos cirujanos. Será doloroso para nuestro paciente y habrá un período de convalecencia, pero al menos el enfermo sobrevivirá. Por mi parte, pongo muy en duda que la especie humana sobreviva a otra guerra.

—¡Pero ustedes emplean métodos muy duros!

—¡Un momento!—protesto Flanders—. Si usted piensa que hay otros métodos, estoy de acuerdo, pero todos serían igualmente objetables a los ojos de la humanidad, tal como los viejos métodos del hombre están desacreditados hace tiempo. Los hombres claman por la paz y predican la hermandad del hombre, pero la paz no existe y la hermandad es sólo jarabe de pico. ¿Querría que diéramos conferencias? Le pregunto, amigo mío: qué se consiguió con ellas?