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»Tal vez deberíamos presentarnos ante el pueblo, o al menos ante sus gobernantes, para decirles que somos los mutantes de la especie, que nuestra sabiduría y nuestra capacidad son mucho mayores, para que lo dejen todo en nuestras manos y podamos poner paz en el mundo. ¿Sabe qué ocurriría entonces? Nos odiarían, nos echarían con cajas destempladas. No, no tenemos alternativa: debemos trabajar subrepticiamente y atacar los puntos clave. De otro modo no obtendremos resultados.

—Lo que usted dice —observó Vickers— puede ser cierto en lo que se refiere al pueblo, pero ¿qué pasaría con las personas, los individuos? ¿qué pasaría con esos pobres tipos que reciben la bofetada?

—Esta mañana estuvo aquí Asa Andrews —le dijo Flanders—. Dijo que usted había estado en su casa y estaba preocupado por su desaparición. Pero eso no viene al caso. Lo que quería preguntarle es si usted lo considera feliz.

—Nunca he visto a nadie tan feliz como él.

—Sin embargo hemos interferido en su vida. Le hicimos dejar su trabajo, el trabajo con el que alimentaba a su familia, le daba techo y abrigo. Buscó otro y no pudo conseguirlo. Cuando al fin nos pidió ayuda sabíamos que éramos los culpables de que lo hubiesen despedido y echado de su casa, de que no supiera dónde dormirían los suyos esa noche. Hicimos todo eso, pero al fin de cuentas es feliz. En esta tierra hay miles como él, en cuyas vidas hemos interferido, pero que ahora son felices. Y debo recalcarlo: felices gracias a nuestra interferencia.

Vickers replicó:

—Usted no puede afirmar que esa felicidad no tiene cierto costo. No me refiero a la pérdida del empleo ni al pan de la caridad, sino a lo que viene después. Ustedes los instalan en esta tierra para lo que han dado en llamar “la etapa feudo-pastoral”, pero ese lindo nombre no quita que al instalarse aquí pierdan las ventajas materiales de la civilización humana.

—Lo que les hemos quitado es poco más que un puñal con el cual podían cortarse la garganta o degollar al vecino Lo que les hemos quitado de más les será devuelto por entero y con creces a su debido tiempo. Tenemos la esperanza, señor Vickers, de que en tiempos venideros todos sean como nosotros; entonces todos tendrán cuanto nosotros disfrutamos ahora.

»No somos monstruos, entiéndalo, sino seres humanos, la etapa siguiente en la evolución. Llevamos un adelanto de uno o dos días, uno o dos pasos con respecto a los demás. Para sobrevivir el hombre tuvo que cambiar, sufrir mutaciones, convertirse en algo mejor. Somos sólo la avanzada de una mutación para la supervivencia. Y como somos los primeros debemos luchar contra cierta resistencia. Debemos luchar por el tiempo que demorará el resto en alcanzarnos. En nosotros reside, no sólo un pequeño grupo de personas privilegiadas, sino toda la humanidad.

—La humanidad —dijo Vickers, ceñudo— parece no ver con buenos ojos los esfuerzos que hacen por salvarla. Allá en aquel mundo están destrozando los negocios de chismes y cazando a los mutantes para colgarlos de los postes.

—Allí es donde entra usted en juego —indicó Flanders.

Vickers asintió.

—Ustedes pretenden que yo detenga a Crawford.

—Y usted me dijo que podría.

—Tuve un presentimiento.

—Sus presentimientos, amigo mío, suelen ser más acertados que un largo razonamiento.

—Pero me hará falta ayuda.

—Lo que pida.

—Necesito que alguno de sus pioneros, hombres como Asa Andrews, vuelvan a la tierra para hacer el papel de misioneros.

—Pero eso es imposible —protestó Flanders.

—Esta lucha es también de ellos. No pueden quedarse en la casa sin mover un dedo.

—¿El papel de misioneros? ¿Quiere que vuelvan para hablar de estos otros mundos?

—Eso es precisamente lo que quiero.

—Pero nadie les creerá. Tal como están las cosas en la tierra es seguro que acabarán linchados.

Vickers meneó la cabeza.

—Hay un grupo que creerá en ellos: los fingidores. ¿No se da cuenta? Los fingidores huyen de la realidad. Fingen vivir en el Londres de Pepys o en muchas otras épocas del pasado, pero aun así encuentran ciertas influencias, ciertos abusos sobre la libertad y la seguridad. Pero aquí la libertad y la seguridad son completas. Pueden regresar a la vida simple que ansían. Por muy fantástico que parezca los fingidores se afiliarán.

—¿Está seguro?—preguntó Flanders.

—Absolutamente seguro.

—Pero eso no es todo. ¿Hay algo más?

—Hay algo más —dijo Vickers—. Si se produjera una súbita demanda de carbohidratos, ¿podrían ustedes satisfacerla?

—Creo que sí. Podríamos adaptar nuestras fábricas. La industria de chismes se ha venido abajo y también la de carbohidratos. Para repartirlos tendremos que formar una especie de mercado negro. Si lo hacemos a la luz del día Crawford y los suyos nos harán pedazos.

—Puede ser que sí, al principio —concordó Vickers—. Pero no será por mucho tiempo. Cuando haya miles de personas dispuestas a luchar por sus carbohidratos no podrán hacer nada.

—Bien, habrá carbohidratos cuando hagan falta.

—Los fingidores prestarán oídos —afirmó Vickers—. Están maduros para creer, para creer cualquier cosa fantástica. Para ellos será una cruzada de la imaginación. Dada una población normal no tendríamos ninguna posibilidad, pero hay un gran sector de escapistas que han sido llevados al punto de huir ante la descomposición del mundo. Sólo necesitan una chispa, una palabra, alguna promesa de que existe la posibilidad de escapar en la realidad tal como lo han estado haciendo con la imaginación. Muchos de ellos estarán dispuestos a venir a esta segunda tierra. ¿Con qué ritmo pueden absorberlos?

—Absorberemos a cuantos vengan.

—¿Puedo contar con eso?

—Puede —afirmó Flanders, meneando la cabeza—. No sé qué está planeando usted, pero confío en que su presentimiento sea acertado.

—Usted dijo que lo era.

—¿Sabe a qué se enfrenta? ¿Conoce los planes de Crawford?

—Creo que planea una guerra. Dijo que era un arma secreta, pero estoy convencido de que se trata de la guerra.

—Pero…

—Le sugiero que analicemos la guerra desde un punto de vista algo diferente del acostumbrado por los historiadores. Veámosla como negocio. Porque la guerra, en ciertos aspectos, es sólo eso. Cuando un país se declara en guerra, sus trabajadores, su industria y sus fuentes de recursos quedan bajo la férula del estado. El comerciante juega en esto una parte tan capital como la de los militares. El banquero y el industrial cabalgan también en la silla del general.

»Ahora permítame avanzar un paso más e imaginar una guerra librada estrictamente por cuestiones de negocio, para lograr y retener el dominio de las mismas facetas en que se ven amenazados. La guerra significaría en ese caso una interrupción en el sistema de oferta y demanda; algunos artículos para los civiles se dejarían de fabricar y el gobierno podría arruinar a quien tratara de venderlos.

—Automóviles, por ejemplo —dijo Flanders, encendedores y hasta hojas de afeitar.

—Exactamente —dijo Vickers—. De ese modo podrían ganar tiempo, pues lo necesitan tanto como nosotros. Con pretextos militares tomarían un dominio completo de la economía mundial.

—Usted sugiere que iniciarían una guerra por acuerdo mutuo.

—Estoy convencido de ello. La reducirían a un mínimo. Tal vez una bomba en Nueva York como respuesta a otra caía en Moscú; una en Chicago a cambio de otra en Leningrado. Ya me comprende: una guerra restringida, un pacto de caballeros. Sólo algunas batallas para convencer a todo el mundo de que es auténtica.

»Pero por muy sucia que pueda ser, mucha gente morirá; además, siempre existe el peligro de que alguien se resienta; en ese caso podría haber dos bombas en Moscú en vez de una sola, o viceversa. Quizás algún almirante se entusiasme un poco y hunda un barco que no estaba en el trato, o algún general…