—Es descabellado.
—Olvida que esos hombres están desesperados. Olvida usted que cada uno de ellos pelea por el tipo de vida establecido por el hombre. Todo: rusos, norteamericanos, franceses, polacos y checos. Para ellos debemos ser el enemigo más detestable nunca enfrentado por la humanidad. Somos el ogro y el duende que aparecían en los cuentos de las niñeras. Están alelados de miedo.
—¿Y usted? —preguntó Flanders.
—Yo también volvería a la vieja Tierra, pero he perdido el trompo. No sé dónde lo perdí, pero…
—No lo necesita. Eso era sólo para novicios. Sólo es preciso el deseo de pasar al otro mundo. Una vez que se ha hecho la prueba es muy fácil.
—¿Y si necesito ponerme en contacto con ustedes?
—Busque a Eb —dijo Flanders—. Eb es la persona indicada.
—¿Enviarán ustedes a Asa y a los otros?
—Lo haremos.
Vickers se levantó y le tendió la mano. El anciano observó:
—No hace falta que se vaya enseguida. Siéntese y tome otra taza de café.
Vickers meneó la cabeza:
—Me siento impaciente por poner manos a la obra.
—Los robots pueden alinearlo con Nueva York sin intervalos de tiempo —sugirió Flanders—. Desde allí podría regresar a la tierra.
—Necesito tiempo para pensar —repuso Vickers—. Tengo que planear algunas cosas…o presentirlas, si lo prefiere. Prefiero partir de aquí mismo antes de ir a Nueva York.
—Compre un automóvil —le aconsejó Flanders—. Ezequiel le ha dado efectivo suficiente como para que lo compre y le quede dinero. Si necesita más Eb se lo proporcionará. No sería prudente viajar de otro modo. Han instalado trampas para los mutantes. Lo observan todo.
—Seré prudente —prometió Vickers.
CAPITULO 43
El cuarto estaba polvoriento y lleno de telarañas; la falta de muebles lo hacía parecer mucho más grande de lo que en realidad era. El papel se estaba desprendiendo de las paredes; entre las molduras del cielorraso corrían las grietas del yeso como quebradas cadenas de relámpagos, descendiendo hasta el zócalo.
Pero era evidente que en otros tiempos ese papel había sido alegre y colorido; mil florecillas circundaban la imagen de una pastora de Dresden rodeada por sus ovejas lanudas. Y bajo la película de polvo que cubría la madera tallada quedaría algo de la cera antigua, lista para volver a brillar cuando la rescataran del olvido.
Vickers se volvió lentamente en el centro de la habitación; puertas y ventanas ocupaban el mismo sitio que en el otro cuarto, aquél donde acababa de terminar su desayuno. Pero en éste la puerta de la cocina permanecía abierta y las ventanas tenían los postigos cerrados.
Dio uno o dos pasos; sus pies dejaban huellas en el polvo. Y las huellas comenzaban precisamente en el centro del cuarto; no había otras que llevaran hasta allí.
Echó una mirada a su alrededor y trató de reconstruir la antigua imagen de esa habitación, no como era treinta segundos antes, sino como la había conocido veinte años atrás. Pero tal vez todo eso no era más que una fantasía condicionada. ¿Había estado alguna vez en ese cuarto? ¿Era real la existencia de Kathleen Preston?
Algo era seguro: cierta familia Vickers, una pobre familia de granjeros, había vivido a poca distancia de allí. Una mujer valiente que llevaba vestidos raídos y un jersey gastado; un hombre de pantalones desteñidos y camisa demasiado grande, que solía sentarse a leer bajo la luz escasa y amarillenta de la lámpara de petróleo, los pocos libros que atesoraba en un estante de su dormitorio; un niño atropellado, con demasiada imaginación, que cierta vez había ido al país de las hadas. Una mascarada, una dolorosa mascarada dispuesta para espiar a los enemigos. Pero tal era el trabajo asignado y lo habían cumplido bien, mientras veían crecer al niño, adivinando que no era un retroceso en la escala de la humanidad, sino uno de ellos.
En esos momentos aguardaban los dos (tras haber representado el papel de granjeros solitarios durante los años febriles, reducidos a un puesto vulgar e inadecuado para ellos) el día en que podrían tomar el puesto que les era debido en la sociedad a la que renunciaran, para cumplir tareas de avanzada en nombre de la gran casa de ladrillos que se erguía altivamente en la colina.
No podía volverles la espalda; tampoco había necesidad de hacerlo… pues no tenía alternativas.
Cruzó el comedor y el vestíbulo que conducía a la puerta de entrada, dejando tras de si un rastro de huellas sobre el polvo. Más allá de la puerta no había nada, y él lo sabía bien: ni Ann, ni Kathleen, ni hogar para él. Sólo el filo helado del deber en una existencia que él no había escogido.
En tanto avanzaba a través del país en su automóvil tuvo sus momentos de vacilación. Allí estaban todas las cosas buenas, ofreciéndose a la vista, al oído y al olfato: las pequeñas aldeas soñolientas en lo hondo del verano, de avenidas sombreadas por árboles; el primer rojizo de las manzanas estivales tempraneras que asomaban en los huertos; el bamboleo amistoso de los grandes camiones a lo largo de la ruta; la sonrisa de la camarera cuando uno se detenía en un comedor, al acostado del camino, para tomar un café.
No, en todo aquello no había error alguno: ni en las aldeas, ni en los camiones, ni en las muchachas sonrientes. El mundo del hombre era un sitio fructífero y grato, un buen lugar para vivir. En esos momentos el plan de los mutantes se le presentaba como una pesadilla arrebatada a los suplementos dominicales espeluznantes. Vickers se planteaba entonces la posibilidad de abandonar el coche a un costado del camino para perderse en la buena vida que se ofrecía por todas partes. Sin duda habría un puesto para él entre los trigales, entre las pequeñas aldeas prendidas a las rutas laterales, un sitio donde hallar paz y seguridad.
Pero de inmediato comprendía, a desgana, que no ansiaba esas cosas por si mismas, sino como refugio contra aquello que se percibía en el aire. Abandonar el coche y ocultarse habría sido una reacción similar a la de los fingidores que huían emocionalmente hacia otra época, otro lugar. Era la necesidad de escapar lo que le inducía a desear la calma de aquellos maizales.
Pero ni siquiera allí, en el corazón agrícola del continente, se podía contar con una verdadera paz. Había bienestar material y, a veces, un poco de seguridad irreflexiva… siempre que uno dejara de leer los diarios, de escuchar la radio y de hablar con los demás, pues las señales del peligro se esparcían por doquier sobre la tierra soleada, en cada umbral, en cada hogar, en cada esquina.
Pero él leía los periódicos y las noticias eran malas; escuchaba la radio y los comentaristas hablaban de una nueva crisis, más grave que las anteriores. Y la gente, en el vestíbulo de los hoteles en donde se hospedaba por las noches, meneaba la cabeza con honda preocupación.
—Lo que no entiendo —decían— es que las cosas puedan cambiar tan de prisa. Hace una o dos semanas parecía que Oriente y Occidente se unirían contra el problema de los mutantes. Al menos tenían algo contra qué luchar lado a lado en vez de pelear entre sí. Pero ahora han vuelto a las andadas y peor que antes.
—¿Quiere saber mi opinión? —decían—. Para mí son los comunistas los que inventaron todo eso de los mutantes. Recuerde lo que le digo: ellos están detrás de todo esto.
—¡Pero si parece imposible!—decían—. Ahora estamos aquí, bien lejos de la guerra y en paz, y mañana…
Y mañana, mañana, mañana.
—Si por mí fuera —decían—, me pondría al habla con esos mutantes. Ellos tienen algo escondido en la manga y son capaces de mandar al infierno a los comunistas.
—Es como dije hace cuarenta años —decían—: hicimos mal en desmovilizarnos cuando acabó la Segunda Guerra Mundial. Tendríamos que haber atacado entonces; en uno o dos meses los habríamos borrado del mapa.