—Pronto —dijo el hombre.
La herida se le retorció al hablar; sus dientes brillaron en el rostro sombreado por las patillas. Condujo a Vickers hacia un angosto callejón abierto entre dos edificios. Vickers se agachó, encogiendo los hombros, para ocultarse entre las paredes de ladrillo. El hombre jadeaba a sus espaldas.
—A su derecha —indicó—. Ahí está la puerta.
Vickers hizo girar la manija; la puerta se abrió, revelando un vestíbulo a oscuras. Su compañero entró con él y cerró la puerta. Ambos permanecieron jadeantes en la oscuridad, donde la respiración de los dos palpitaba como un corazón errático.
—Nos salvamos por un pelo —dijo—. Esos policías se están poniendo duros. En cuanto uno empieza un discurso ya…
No acabó la frase. Extendió la mano y tocó a Vickers en el brazo.
—Sígame —dijo—. Cuidado: hay escaleras.
Vickers le siguió a tientas por los peldaños crujientes; el mohoso olor a sótano se tornaba más fuerte con cada escalón que descendían. Al llegar al último su guía apartó una frazada que pendía de algún lado y ambos entraron a un cuarto mal iluminado, con un piano viejo y ruinoso en un rincón y una pila de cajas en otro. En el centro había una mesa en torno a la cual aguardaban cuatro hombres y dos mujeres.
—Oímos las sirenas —dijo uno de los hombres.
—Charley iba muy bien —comentó el de la herida—. La multitud ya tenía ganas de empezar a gritar.
—¿A quién has traído, George?—preguntó otro.
—Huía corriendo y un patrullero estuvo a punto de atropellarlo.
Todos miraron a Vickers con interés.
—¿Cómo se llama usted, amigo? —preguntó George.
Vickers respondió. Alguien preguntó, vacilando:
—¿Es de confianza?
—Estaba allí —respondió George—. Venia huyendo.
—¿Pero es prudente…?
—Es de confianza —dijo George.
Sin embargo Vickers notó que lo afirmaba con demasiada vehemencia, casi con tozudez, como si comprendiera haber cometido un error al llegar con un extraño.
—Tome algo —ofreció uno de los hombres, alcanzando a Vickers una botella por sobre la mesa.
Vickers tomó asiento y aceptó la botella. Una de las mujeres, la más bonita, le dijo:
—Yo soy Sally.
—Encantado de conocerla, Sally.
Miró a cada uno de los otros, pero no los encontró muy dispuestos a presentarse. Alzó la botella para beber; era alcohol barato y se sintió algo sofocado.
—¿Es usted activista?—preguntó Sally.
—¿Cómo dice?
—Pregunto si es activista o purista.
—Es activista —respondió George—. Estaba con todos los demás.
Vickers notó que George transpiraba un poco, temeroso de haber cometido un error.
—Pues no tiene el menor aspecto de serlo —dijo otro de los hombres.
—Es como yo —comentó Sally—. Activista por principios, pero purista por preferencias. ¿Verdad?
—Así es —asintió Vickers—. Creo que está en lo cierto.
Y tomó otro sorbo.
—¿Qué período tiene?—preguntó Sally.
—¿Periodo? ¡ Ah, sí, el periodo !
Y recordó la cara pálida y tensa de la señora Leslie pidiéndole consejo sobre algún periodo interesante.
—Carlos II —respondió.
—Ha tardado mucho en responder —observó uno de los hombres, suspicaz.
—Es que tuve varios —explicó Vickers—. A modo de pasatiempo, nada más. Tardé bastante en hallar el que me gustaba.
—Pero se decidió por Carlos II —dijo Sally.
—Así es.
—El mío es el azteca.
—Pero los aztecas…
—Ya lo sé —interrumpió ella—. No es juego limpio ¿verdad?. Reconozco que no se sabe gran cosa sobre ellos. Pero así puedo ir inventando. Es mucho más divertido.
—Todo eso es una tontería —observó George—. Cuando no había otra cosa que hacer estaba muy bien eso de andar escribiendo diarios como si uno fuera otra persona; pero ahora tenemos una misión más importante.
—George tiene razón —asintió la otra mujer.
—Son ustedes los activistas quienes están equivocados —retrucó Sally—. En los clubes de ficción el elemento básico es la capacidad de proyectarse fuera del tiempo y del espacio en que vivimos hacia otra época.
—Bueno, oiga —exclamó George—, yo…
—De acuerdo, de acuerdo —prosiguió Sally—; tenemos que trabajar por ese otro mundo. Es precisamente la oportunidad que todos queríamos. Pero eso no significa que debamos abandonar…
—Basta —dijo uno de los hombres, el grandote que ocupaba la cabecera de la mesa—. Acabemos con tanta cháchara. No estamos aquí para eso.
Sally se volvió hacia Vickers para explicarle:
—Esta noche tenemos reunión. ¿Le gustaría asistir?
El escritor vaciló. Todos tenían la vista fija en él.
—Por supuesto —dijo—. Será un placer.
Tomó la botella y se echó otro sorbo. Después la pasó a George.
—Por un tiempo no nos moveremos —dijo George—, al menos hasta que la policía esté más tranquila.
Tomó un sorbo y pasó la botella.
CAPITULO 46
Cuando Vickers y Sally llegaron la reunión recién comenzaba.
—¿Estará George allí?—preguntó el escritor.
Sally soltó una risita.
—¡George!
—Sí, supongo que no es de ese tipo —reconoció Vickers.
—George es un exaltado —dijo Sally—, un revolucionario. Nació para organizador. No me explico como se salvó de ser comunista.
—¿Y usted? ¿La gente como usted?
—Somos los propagandistas —explicó ella—. Vamos a las reuniones, hablamos con la gente y tratamos de interesarla. Hacemos el trabajo de misioneros y conseguimos conversos que salgan a predicar. Después los ponemos en manos de personas como George.
La solterona que ocupaba la cabecera golpeó la mesa con el cortapapeles que utilizaba como martillo.
—Por favor —pidió con voz resentida—, por favor, señores. Que haya orden en la reunión.
Vickers acercó una silla para Sally y tomó asiento a su vez. Los otros asistentes se iban aquietando. Aquella habitación, según pudo observar, era en realidad dos ambientes: el comedor y la sala; al abrir por completo la puerta cristalera que las separaba se convertían en un solo cuarto.
Todo revelaba a la clase media superior: detalles lo bastante ostentosos como para no entrar en la vulgaridad, pero sin la grandiosidad y el buen gusto de los verdaderos ricos. En las paredes se veían cuadros auténticos y había un hogar provenzal; el moblaje era de estilo, sin lugar a dudas, aunque Vickers no pudo determinar de cuál.
Paseó la mirada por entre quienes lo rodeaban, en un intento de identificarlos. Allá, un ejecutivo, probablemente de alguna fábrica importante. Ese otro de pelo largo podía ser pintor o escritor, aunque fracasado. Y la mujer de pelo gris acerado y piel tostada por el sol podía ser miembro de algún club de equitación.
Pero todo eso no importaba. Allí se trataba de un departamento perteneciente a la clase media superior, con portero uniformado; en la otra punta de la ciudad habría un reunión similar en un inquilinato que jamás sabría de porteros. En las aldehuelas y en las ciudades menores las habría también, en casas de familia, tal vez la del banquero o la de peluquero. En cada uno de los casos alguien golpearía sobre la mesa y pediría orden, por favor. Y en casi todas las reuniones habría alguien como Sally, aguardando la oportunidad de hablar con los otros miembros para lograr conversos.
La solterona decía;
—La señorita Stanhope será hoy la primera en habla.
Y volvió a sentarse, satisfecha; al fin los había puesto en orden y la reunión estaba en marcha. Se levantó entonces la señorita Stanhope. Vickers reconoció en ella la personificación de la mujer frustrada en cuerpo y alma. Tendría unos cuarenta años; debía carecer de pareja y tendría un trabajo por medio del cual lograría, dentro de unos quince años, la independencia económica. Pero huía de algún espectro, buscando un santuario bajo el manto de otra personalidad obtenida del pasado.