Hablaba con voz clara y potente, pero tenía cierta tendencia a sonreír con afectación y leía con la barbilla alzada, como los estudiantes de oratoria; eso daba a su cuello un aspecto más descarnado aún.
—Cómo ustedes recordarán —comenzó—, mi periodo es el de la Guerra Civil Norteamericana, con sede en el sur.
Y leyó:
—Trece de octubre de 1862. —La señora Hampton envió hoy su carruaje a buscarme, conducido por el viejo Ned; es uno de los pocos sirvientes que aún le quedan pues casi todos han huido, dejándola prácticamente sin servicio; ésta es una situación en la que muchos de nosotros nos encontramos…
“Huir”, pensó Vickers, “huir hacia una época de crinolinas y caballería, a una guerra ya depurada por el tiempo de su mugre, su sangre y sus desesperación, para que sus pobres participantes, hombres o mujeres, quedaran convertidos en figuras de nostalgia puramente romántica”.
La señorita Stanhope seguía leyendo.
—…Isabella estaba allí. Me alegró verla, pues han pasado años desde que nos encontramos aquella vez en Alabama…
Huir, por supuesto. Sin embargo, esa fuga se tornaba ahora en un instrumento adecuado para predicar el evangelio del otro mundo, aquel pacífico segundo planeta que seguía a la Tierra agotada y sangrienta. Tres semanas, habían bastado tres semanas para que se organizaran; estaban los George que gritaban, corrían y a veces encontraban la muerte, y las Sally que realizaban el trabajo subterráneo.
Y sin embargo, a pesar de la promesa ofrecida por el otro mundo, seguían aferrados al aroma de magnolias que venía desde la antigüedad. Era la señal de la desesperación y de las dudas, que les impedían renunciar al sueño por mero temor a que la actualidad, si alargaban la mano para cogerla, se les disolviera entre sus dedos.
La señorita Stanhope decía:
—…Permanecí durante una hora junto a la cama de la anciana señora Hampton, leyéndole “Feria de Vanidades”, libro que despierta sus preferencias; lo ha leído por sí misma y se lo ha hecho leer desde que está invalida más veces de las que puede recordar.
Pero aunque algunos siguieran aferrados al viejo sueño perfumado, había otros, George entre ellos: los “activistas” que luchaban por la promesa presentida en la segunda Tierra. Cada día eran más y mas los que reconocían la promesa y salían a trabajar por ella. Predicarían la noticia, huirían ante la policía al sonar las sirenas, se ocultarían en sótanos oscuros para volver a la calle cuando todo estuviera tranquilo.
“El mundo está a salvo”, pensó Vickers. Estaba en manos que lo cuidarían con cariño, que no podían sino cuidarlo con cariño.
La señorita Stanhope seguía leyendo, mientras la solterona sentada a la cabecera asentía con la cabeza, tal vez algo soñolienta, pero con el cortapapeles firmemente sujeto entre los dedos. Los otros escuchaban también, algunos por mera cortesía, pero otros con verdadero interés. Terminada la lectura harían preguntas sobre aspectos de la investigación, presentarían sugerencias para mejorar el diario e indicarían puntos a aclarar; después felicitarían a la señorita Stanhope por la excelencia de su trabajo, y finalmente alguien se pondría de pie para leer sus notas sobre la vida en otro tiempo y en otro lugar, y todo se repetiría.
Vickers percibió entonces la futilidad de aquella comedia triste y desolada. El cuarto parecía llenarse con el aroma de las magnolias y las rosas, el perfume destilado por muchos años polvorientos.
Cuando la señorita Stanhope hubo terminado, mientras el cuarto hervía de preguntas y respuestas, se levantó silenciosamente y salió a la calle. Brillaban las estrellas. Y eso le trajo algo a la memoria.
Al día siguiente visitaría a Ann Carter.
Y eso era incorrecto, lo sabía. No estaba bien visitar a Ann Carter.
CAPITULO 47
Tocó el timbre y aguardó. Al oír el ruido de sus pasos que se acercaban a la puerta comprendió que debía volverse y escapar. No tenía derecho a estar allí; debió hacer en primer término lo más importante; no había motivos para ir a verla, pues el sueño de Ann estaba tan muerto como el sueño de Kathleen.
Pero se había visto obligado, literalmente obligado a visitarla. Por dos veces se había alejado ante la puerta del edificio; por dos veces tuvo que volver; por dos veces volvió a marcharse. Esta vez se quedaría; no podía retroceder. Y allí estaba, ante su puerta, escuchando el rumor de sus pasos que se acercaban a él.
¿Y qué podía decirle cuando la puerta se abriera? ¿Qué haría en ese momento? ¿Entrar como si nada hubiera ocurrido, como si ambos fueran los mismos que eran en ocasión del último encuentro? ¿Decirle que ella era mutante? Peor aún ¿revelarle su condición de humanoide, de mujer fabricada?
La puerta se abrió. Allí estaba Ann, y era una mujer, una mujer tan adorable como la de sus recuerdos. Ella extendió una mano para atraerlo hacia adentro, cerró la puerta y se apoyó de espaldas contra ella.
—Jay —dijo—, Jay Vickers.
El trató de hablar, pero le fue imposible. Se limitó a mirarla intensamente mientras pensaba: “No es cierto. Es mentira. No puede ser cierto”.
—¿Qué ha pasado, Jay? Dijiste que me llamarías.
Vickers extendió los brazos, aunque luchaba por no hacerlo. En un movimiento veloz y casi desesperado Ann se refugió en ellos. Fue como si los dos hallaran finalmente consuelo a una angustia que los dos habían sufrido creyendo que el otro la ignoraba.
—Al principio me pareció que estabas un poco chiflado —dijo ella—. Al pensar en las cosas que dijiste por teléfono desde esa ciudad de Wisconsin me sentía segura de que te pasaba algo raro, que estabas mal de la azotea. Después empecé a pensar en ciertas cosas, cosas extrañas que a veces hacías, decías o escribías y…
—Tranquilízate, Ann. No hace falta que me digas nada.
—Jay, ¿nunca te preguntaste si eras del todo humano? ¿Si no había algo en ti que no fuera normal, no humano?
—Si —respondió él—, a veces me lo he preguntado.
—Estoy segura de que no lo eres. Y me parece bien. Porque yo tampoco soy humana.
El la estrechó con más fuerza. Al sentirla entre sus brazos comprendía finalmente que eran dos, dos almas perdidas y desamparadas en un mar de humanidad, dos seres iguales que se aferraban el uno a la otra. Aunque no existiera el amor entre ellos debían seguir siendo un solo ser contra el mundo.
El teléfono empezó a zumbar desde el extremo de la mesa. Ellos parecieron no oírlo.
—Te amo, Ann.
Y una parte de su cerebro, que no era parte de él, sino un observador frío e impersonal, le recordó que era imposible, inmoral, absurdo amar a quien podía ser más intima que una hermana, cuya vida había sido en otros tiempos parte de la suya y que volvería a volcarse en una sola personalidad. Ann repuso, con voz vaga y distante:
—Recordé…Aún no lo sé del todo. Tal vez puedas ayudarme.
—¿Qué recordaste, Ann? —preguntó él, con ansiedad.
—Cierto paseo que hice en compañía de alguien. He tratado de recordar su nombre, pero no puedo, aunque a pesar de los años transcurridos lo reconocería si lo viera. Salimos de una casa grande situada sobre una colina y bajamos a un valle; era primavera, puesto que los manzanos silvestres estaban en flor y los pájaros cantaban. Y lo más extraño es que estoy segura de no haber estado nunca allí, y sin embargo recuerdo ese paseo. ¿Cómo se puede recordar algo que no se ha vivido, Jay?