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—No lo sé —dijo Vickers—. Puede ser la imaginación. Algo que leíste.

Pero aquello representaba la confirmación de sus sospechas. Según Flanders eran tres los androides que compartían una misma vida. Los tres debían ser él, Flanders y Ann Carter. Ella también recordaba aquel paseo por el valle encantado, pero mientras Vickers, siendo hombre, creía haber sido acompañado por una mujer llamada Kathleen Preston, Ann, como mujer, recordaba la compañía de un hombre cuyo nombre había olvidado. En el caso de que lo recordara no sería el correcto, tal como a él mismo le ocurría: si había dado ese paseo con una mujer, ésta no se llamaba Kathleen Preston.

—Y eso no es todo —dijo Ann—. Adivino lo que piensa la gente; yo…

—Ann, por favor.

—Trato de no adivinarlo, ahora que me he dado cuenta. Pero ahora comprendo que lo he hecho de manera más o menos inconsciente durante muchos años. Siempre he anticipado lo que los demás iban a decir, adelantándome, previendo sus objeciones antes de que abrieran la boca; siempre sabía lo que les llamaría la atención. Tal vez a eso deba mi éxito en los negocios, Jay. Puedo penetrar en los pensamientos ajenos. El otro día lo comprobé. En cuanto sospeché que podía hacerlo hice una prueba, para ver si no era pura imaginación. No fue fácil; todavía me cuesta un poco, pero puedo hacerlo. ¡Puedo, Jay!

El la estrechó contra si, pensando: “Ann es telépata, uno de los que pueden viajar a las estrellas”.

—Jay, ¿qué somos?. Dime qué somos.

El teléfono seguía aturdiéndolos.

—Más tarde —respondió él—. No es nada terrible. En cierto sentido es maravilloso. He vuelto porque te amo, Ann. Traté de mantenerme apartado de ti, pero no pude. Porque no es conveniente…

—Sí que los es —le interrumpió ella— Oh, Jay, es lo más conveniente que pudo ocurrir. Yo rogaba que volvieras. Cuando supe que algo andaba mal temí que no…que no pudieras, que te hubiese ocurrido algo malo. Y rezaba, pero las plegarías estaban mal, porque no estoy acostumbrada a eso y me sentía hipócrita…

El teléfono era un aullido persistente.

El la soltó. Ann se sentó sobre el sofá-cama y tomó el receptor. Mientras tanto Vickers contemplaba el cuarto tratando de centrar la vista, la imagen de la muchacha, con sus propios recuerdos.

—Es para ti —dijo ella.

—¿Para mí?

—Sí, el teléfono. ¿Sabía alguien que estarías aquí?

Negó con la cabeza. Mientras se acercaba al teléfono y tomaba el receptor, se preguntó quién sería el que llamaba y por qué motivos lo hacia. De pronto se sintió asustado: sólo podía tratarse de una persona.

—Es el hombre de Neanderthal, Vickers —dijo una voz.

—¿Con garrote y todo?

—Con garrote y todo. Tenemos un asunto que discutir.

—¿En su oficina?

—Encontrará usted un taxi en la puerta. Lo está esperando.

Vickers soltó una risa más rencorosa de lo que pretendía.

—¿Cuánto hace que me viene siguiendo?

—Desde que salió de Chicago —respondió el otro, riendo entre dientes—. Tenemos el país atestado de analizadores.

—¿Averiguan muchas cosas?

—Un poco por aquí, otro por allá.

—¿Sigue teniendo confianza en esa arma secreta?

—Por supuesto, pero…

—Hable. Estamos entre amigos.

—Tendré que dejar esto en sus manos, Vickers. De veras. Pero dése prisa.

Y cortó la comunicación. Vickers bajó el receptor y lo miró fijamente por un momento antes de ponerlo sobre la horquilla.

—Era Crawford —dijo, dirigiéndose a Ann—. Quiere hablar conmigo.

—¿No hay problemas, Jay?

—No hay problemas.

—¿Volverás?

—Volveré.

—¿Sabes bien lo que estás haciendo?

—Ahora sí—respondió Vickers—. Ahora sé lo que hago.

CAPITULO 48

Crawford señaló con un ademán la silla que estaba junto a su escritorio. Vickers notó con sorpresa que era la misma en la cual se había sentado hacia sólo pocas semanas, al visitarlo con Ann.

—Me alegra volver a verlo —dijo Crawford—. Es una suerte que podamos entendernos.

—Sus planes deben estar dando buenos resultados —observó Vickers—. Se le ve más afable que la última vez.

—Siempre soy afable. Aunque a veces me sienta preocupado o afligido, suelo ser afable.

—No ha hecho atrapar a Ann Carter.

—No hay razones para hacerlo —respondió el gordo, meneando la cabeza—. Todavía no.

—Pero la tiene bajo observación.

—Todos ustedes están bajo observación. Al menos, los pocos que quedan.

—Podemos venir sin ser vistos cuantas veces se nos ocurra.

—No lo pongo en duda —admitió Crawford—. Pero ¿por qué se quedan por aquí?. Si yo fuera mutante no lo haría.

—Es que ustedes están derrotados y lo saben —dijo Vickers, aunque le habría gustado sentir realmente esa confianza.

—Podemos declarar una guerra. Con sólo alzar un dedo comenzarán los disparos.

—No lo harán.

—Ustedes nos están apretando demasiado. Tendremos que hacerlo como última defensa.

—¿Se está refiriendo usted a la idea del otro mundo?

—Exactamente.

Crawford miró fijamente al escritor; sus ojillos claros parecían asomar entre los rollos de carne.

—¿Qué pretende que hagamos? —preguntó— ¿Dejar que ustedes nos arrollen sin mover un dedo? Probaron con los chismes y pudimos detenerlos, aunque con métodos bastante violentos, lo admito. Pero ahora han salido con algo nuevo. Como los chismes no servían fabricaron una idea, una religión, una especie de fanatismo barato. Dígame, Vickers: ¿qué nombre dan ustedes a esto?

—Verdad desnuda.

—Sea lo que fuere, es efectivo. Demasiado efectivo. Hará falta una guerra para conjurarlo.

—Supongo que ustedes lo denominan subversión.

—Es subversión —respondió Crawford—. Ya está dando resultados, aunque hace pocos días que comenzó. La gente renuncia al empleo, abandona la casa y regala su dinero. Dicen que la pobreza es la llave para entrar al otro mundo ¿Qué truco es el que se tienen ustedes entre manos, Vickers?

—Dígame, Crawford: ¿ha averiguado usted qué pasa con quienes renuncian a los empleos y regalan su dinero?

Crawford se inclinó hacia adelante al responder:

—Eso es lo que nos asusta. Esas personas desaparecen. Antes de que podamos rodearlos han desaparecido.

—Pasan al otro mundo —explicó Vickers.

—No sé dónde van, pero si sé lo que ocurrirá si permitimos que esto prosiga. Nos abandonarán todos los trabajadores; unos pocos al principio, cada vez más y más, hasta que al cabo…

—Si quiere provocar esa guerra vaya oprimiendo el botón.

—No podemos permitir que ustedes nos hagan esto —dijo Crawford—. De algún modo los detendremos.

Vickers se puso de pie y se inclinó sobre el escritorio.

—Ustedes no tienen salvación, Crawford. Somos nosotros quienes no les permitiremos continuar. Somos nosotros quienes…

—Siéntese —indicó Crawford.

Vickers lo miró fijamente por un instante. Después, lentamente, volvió a ocupar la silla.

—Hay algo más —dijo Crawford—. Sólo una cosa más. Ya le hablé de los analizadores que hay en este cuarto. Bien, no están sólo aquí. Los hay por doquier: en las estaciones de ferrocarril, en las terminales de ómnibus, en los vestíbulos de los hoteles, en los restaurantes…

—Lo imaginaba. Así es como logró detectarme.

—Ya se lo advertí antes. No nos desprecie por ser meramente humanos. Esto es una organización de la industria mundial; podemos hacer cualquier cosa y hacerla con mucha celeridad.