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No había edificios. Estaba tumbado de espaldas al pie de una mole de granito gris. Sobre el estómago tenía una bolsa con verduras, de la cual asomaba una planta de apio. Se sentó.

—Ann…

—Aquí estoy —respondió ella.

—¿Estás bien?

—Físicamente si, pero no puedo decir lo mismo de mi mente. ¿Qué pasó?

—Caímos de ese canto rodado —explicó Vickers, señalando la mole de granito.

Se puso de pie y la ayudó a levantarse.

—Pero de ese canto rodado, Jay…¿Dónde estamos?

—En la otra tierra.

Juntos contemplaron la pradera salvaje, desolada, cubierta por bosques, con algunos cantos rodados y crestas graníticas en las laderas de las montañas.

—La segunda tierra —repitió Ann—. ¿Esas locuras que han estado apareciendo en los periódicos?

Vickers asintió con gravedad.

—No es ninguna locura, Ann. Es verdad.

—Bien, no me importa dónde estemos —dijo Ann—. Hemos traído la cena. Ayúdame a recoger estas verduras.

Vickers se agachó a recoger las patatas que habían caído del saco, roto en la caída.

CAPITULO 50

Aquello era Manhattan, tal como debió ser antes de que apareciera el primer hombre blanco y construyera la ciudad, medio maravilla y medio monstruosidad. Era la Manhattan primitiva, impoluta.

—Y sin embargo —observó Vickers— por aquí debe haber algo. Los mutantes han de tener algún depósito desde donde proveen de mercaderías a Nueva York.

—¿Y si no?

El la miró con una sonrisa irónica.

—¿Qué tal eres para viajar?

—¿Hasta Chicago?

—Más lejos. A pie. Aunque tal vez podamos armar una balsa si encontramos un río que vaya hacia el oeste.

—Ha de haber otros centros de mutantes.

—Supongo que si, pero tal vez no tengamos la suerte de dar con uno de ellos.

Ann volvió a menear la cabeza.

—Todo esto es muy extraño.

—No es extraño, sólo repentino; si hubiésemos dispuesto de tiempo yo podría haberte explicado todo, pero no pude.

—¡Jay, estaban disparando contra nosotros!

Vickers asintió con gesto sombrío.

—Tratan de conservar lo suyo.

—Pero son seres humanos, Jay, igual que nosotros.

—No, no son iguales a nosotros —respondió Vickers—. Sólo humanos. Ese es el problema. En estos días no es suficiente ser humano.

Arrojó dos leños a la hoguera y se volvió hacia Ann.

—Vamos —dijo—. Debemos partir.

—Pero Jay, está oscureciendo.

—Ya lo sé. Si hay alguien en la isla podremos ver las luces desde esa colina. Si no vemos nada regresaremos aquí. Por la mañana volveremos a mirar.

—Jay, en muchos aspectos esto es como un picnic.

—No sirvo para las adivinanzas. Explícame por qué.

—La hoguera, comer al aire libre…

—Ni hablar de eso, señora. Esto no es un picnic.

Se adelantó. Ann lo siguió desde muy cerca. Se abrieron paso por entre la mañana y las rocas. Los murciélagos surcaban el aire en busca de insectos. Desde algún sitio lejano llegaba el gemir de una lechuza. Unas cuantas luciérnagas danzaban entre los arbustos.

Treparon la colina, que no era muy alta pero si empinada; al llegar a la cima divisaron varías luces hacia el extremo de la isla.

—Allá están —dijo Vickers—. Imaginé que debían estar allí.

—Es muy lejos. ¿Tendremos que caminar hasta allí?

—Tal vez no.

—Pero ¿como? …

—Eres telépata —dijo Vickers.

Ella meneó la cabeza.

—Anda, haz la prueba. Trata de hablar con quienes están allí.

Recordó entonces a Flanders, que se mecía en el porche, diciendo que las distancias no eran barrera para la telepatía, que una milla o un año-luz eran la misma cosa.

—¿Crees que puedo?

—No lo sé —dijo Vickers—. No quieres caminar, ¿verdad?

—Hasta allí no.

Ambos guardaron silencio mientras contemplaban la pequeña zona iluminada dentro de la creciente oscuridad. Vickers trató de reconocer algunos sectores: el sitio que en la otra tierra correspondía a Rockefeller Center, el de Central Park, y allá, donde el río formaba un recodo, la antigua estructura abandonada del edificio para las Naciones Unidas. Pero sólo había árboles y hierba en vez de acero y cemento.

—¡Jay!—susurró Ann, tensa por el entusiasmo.

—¿Si, Ann?

—Creo que estoy en contacto con alguien.

—¿Hombre o mujer?

—No, creo que es un robot. Sí, dice que es un robot. Dice que enviará a alguien…No, a algo…Enviará algo a buscarnos.

—Ann…

—Dice que esperemos aquí. No tardarán mucho.

—Ann, pregúntale si pueden filmar películas.

—¿Películas?

—Claro, films, películas. ¿Tienen cámaras y cosas así?

—¿Pero qué quieres…?

—Anda, pregúntale.

—Pero ¿para qué quieres filmar?

—Creo que todavía podemos derrotar a Crawford.

—¡Jay, no pensarás regresar!

—Por supuesto que sí.

—¡Jay Vickers, ni se te ocurra!

—No puedes detenerme —dijo Vickers—. Vamos, siéntate y aguarda.

Ambos se sentaron, uno junto al otro.

—Tengo que contarte algo —dijo Vickers—. Es la historia de un muchacho. Se llamaba Jay Vickers y era muy joven…

Se interrumpió bruscamente.

—Sigue —le urgió ella—. Sigue con la historia.

—Otro día. Más tarde te la contaré.

—¿Y por qué no ahora? quiero saberla ahora.

—Está saliendo la luna —repuso Vickers—. No es momento para hablar de eso. En primer término trató de cerrar la mente, de erigir una barrera contra sus poderes telepáticos, no muy expertos aún. Sólo entonces pudo preguntarse: “¿Puedo explicarle que tal vez somos más íntimos de lo que ella imagina, que provenimos de la misma vida y volveremos al mismo cuerpo? ¿que no es posible amarnos?”

Ann se recostó contra él y apoyó la cabeza contra su hombro.

—Ahora lo comprendo mejor —dijo, mirando hacia lo alto—. Ya no me parece tan extraño. Aunque sea muy raro todo está bien. Este otro mundo, las extravagantes posibilidades que tenemos, todos esos incomprensibles recuerdos…

El la abrazó. Ann volvió la cabeza y le dio un beso rápido e impulsivo.

—Seremos felices en este nuevo mundo —le dijo.

—Seremos muy felices.

Y de pronto comprendió que jamás podría decírselo.

Tal vez ella lo supiera muy pronto, pero no por su intermedio.

CAPITULO 51

Una voz de mujer contestó la llamada de Vickers.

—El señor Crawford está reunido —dijo.

—Dígale que se trata de Vickers.

—No puedo interr…¿Vickers, dijo usted? ¿Jay Vickers?

—Eso es. Tengo noticias para él.

—Un momento, por favor.

El escritor esperó, preguntándose de cuánto tiempo podía disponer, pues seguramente habría en la cabina telefónica un analizador que ya habría dado la alarma. En ese mismo instante los miembros de la cuadrilla de exterminación podían estar en marcha.

—Hola, Vickers —saludó la voz de Crawford.

—Sáqueme los perros de encima —dijo él—. Pierden el tiempo, y yo el mío.

En la voz de Crawford fue perceptible la furia.

—Me parece que ya le dije…

—Tranquilo —aconsejó Vickers—. No ha tenido oportunidad de atraparme. Sus hombres no pudieron hacerlo cuando me tenían acorralado. Ya que no puede hacerme matar, será mejor que hagamos un pacto.

—¿Un pacto?

—Eso es lo que dije.

—Oiga, Vickers, yo no…

—Claro que si. En estos momentos lo del otro mundo está en plena marcha. Los fingidores le han dado impulso y va cobrando velocidad; ustedes empiezan a acusar los golpes: Es hora de que se tornen razonables.