—No puedo hacer nada sin la opinión de los directores.
—Magnifico, precisamente con ellos quiero hablar.
—Váyase, Vickers —pidió Crawford—. Jamás conseguirá salirse con la suya. No me interesan sus planes: no se saldrá con la suya. No saldrá vivo de aquí. Si usted sigue con esta locura no podré salvarlo aunque quiera.
—Voy hacia allí.
—Usted me gusta, Vickers, aunque no sé por qué. No tengo razones para…
—Voy hacia allí.
—Bueno —dijo Crawford, fatigado—, el único responsable será usted.
Vickers tomó el rollo de película y salió de la cabina. Un ascensor lo estaba aguardando; entró rápidamente, con los hombros encogidos como si esperara recibir una bala en la espalda.
—Tercer piso —indicó.
El ascensorista ni siquiera parpadeó. Por entonces el analizador habría emitido sus señales, pero el muchacho debía tener instrucciones con respecto a los pasajeros que subían al tercer piso.
Cuando Vickers abrió la puerta de Investigación Norteamericana encontró a Crawford esperándolo en la sala de recepción.
—Pase —le dijo.
Lo precedió por el amplio vestíbulo. Vickers, mientras lo seguía, echó una mirada a su reloj y efectuó un rápido cálculo aritmético. Todo iba mejor de lo calculado. Le quedaba un margen de dos o tres minutos. No le había costado tanto como calculaba convencer a Crawford. Dentro de diez minutos llegaría la llamada de Ann. Lo que pasara en ese rato decidiría el éxito o el fracaso del plan.
Crawford se detuvo frente a la última puerta del corredor.
—¿Usted está seguro de lo que hace, Vickers?
Este asintió
—Porque bastaría un tropiezo para que…
Y deslizó un dedo por la garganta, siseando entre dientes.
—Comprendo —respondió Vickers.
—Los hombres que están allí dentro son los desesperados. Aún está a tiempo de irse. No les diré que estuvo aquí.
—Deje de andarse con vueltas, Crawford.
—¿Qué tiene ahí?
—Una película documental; con ella explicaré lo que quiero decir. ¿Tienen algún proyector en estas oficinas?
—Sí, pero no hay operador.
—Yo mismo la pasaré—replicó Vickers.
—¿Quiere un trato?
—No: una solución.
—Bien. Pase.
Las cortinas estaban corridas. En el cuarto en penumbras aquella larga mesa parecía ser tan sólo una hilera de rostros blancos vueltos hacia él. Vickers siguió a su acompañante, hundiendo los pies en la espesa alfombra. Al observar a los hombres allí reunidos reparó en la presencia de muchas personalidades públicas. A la derecha de Crawford había un banquero; más allá, alguien que con frecuencia debía ir a la Casa Blanca para hacerse cargo de misiones semi-diplomáticas. Reconoció a muchos otros, si bien a algunos no los había visto nunca. Unos cuantos llevaban vestimentas extranjeras.
Allí estaba en pleno el directorio de Investigación Norteamericana, responsables del mundo normal contra la amenaza de los mutantes: los hombres desesperados de quienes había hablado Crawford.
—Ha ocurrido algo muy extraño, señores —dijo Crawford—. Tenemos a un mutante entre nosotros.
Todas aquellas caras pálidas se volvieron silenciosamente hacia Vickers, para girar en seguida hacia Crawford, que seguía hablando.
—El señor Vickers ha estado en contacto con nosotros. Como ustedes recordarán, hemos hablado de él en otra oportunidad. En cierto momento confiamos en que él podría ayudarnos a conciliar las diferencias entre las dos ramas de la especie. Ahora ha venido a vernos por su propia voluntad, pues cree haber encontrado una solución. No me ha dicho de qué se trata, lo traje directamente aquí. Naturalmente, son ustedes quienes decidirán si quieren escucharlo.
—¡Sin duda!—dijo uno de ellos—. Que hable.
—Con el mayor placer —afirmó otro simultáneamente.
Los otros asintieron con la cabeza.
—Tiene usted la palabra —exclamó Crawford, dirigiéndose a Vickers.
Mientras el escritor se acercaba a la cabecera de la mesa iba pensando: “Hasta aquí todo ha salido bien. Ahora sólo falta que funcione el resto. Si no cometo ningún error si puedo llevarlo a cabo… Pero no habrá términos medios ni modo de retroceder: esto se juega a todo o nada”.
Dejó el rollo de película sobre la mesa y comenzó con una sonrisa:
—No traigo ninguna arma infernal, caballeros. Es sólo un rollo de película que, con la autorización de ustedes, pasaré dentro de un momento.
Nadie rió. Todos le miraban sin expresión alguna. Si algo se podía leer en sus ojos era la frialdad del odio.
—Ustedes están a punto de declarar una guerra —dijo—. Se han reunido aquí para decidir si es necesario alargar la mano y ponerlo todo en marcha.
Aquellos rostros pálidos parecieron inclinarse hacia adelante como empujados por una poderosa tensión. Uno de los asistente dijo:
—Usted es un valiente o un perfecto estúpido, Vickers.
—He venido —replicó éste— para poner fin a la guerra antes de que comience.
Puso la mano en el bolsillo y extrajo de él, con un veloz movimiento, cierto objeto que arrojó sobre la mesa.
—Esto es un trompo —dijo—. Un juguete para niños. Al menos, así lo era hace tiempo. Quisiera hablar con ustedes sobre los trompos.
—¿Trompos? —observó uno de los directores— ¿Qué tontería es ésta?
Pero el banquero sentado a su derecha dijo, nostálgico:
—Yo tenía un trompo como ése cuando era niño. Ya no los fabrican. Hace tiempo que no veo ninguno.
Alargó la mano y recogió el trompo para hacerlo girar sobre la mesa. Los otros estiraron los cuellos para observarlo. Mientras tanto Vickers echó una mirada a su reloj. Todo marchaba según los planes. Ojalá nada lo estropease.
—¿Recuerda aquel trompo, Crawford?—preguntó Vickers— ¿El que usted vio aquella noche en mi habitación?
—Lo recuerdo —dijo Crawford.
—Usted lo hizo girar y se desvaneció.
—Y después volvió a aparecer.
—Dígame, Crawford: ¿por qué hizo girar ese trompo?
El gordo se humedeció los labios con un gesto nervioso.
—Vaya, en realidad no lo sé. Tal vez fuera un intento por recuperar la niñez.
—Usted me preguntó para qué servía.
—Y usted dijo que era para ir al país de las hadas. Yo respondí que una semana antes hubiese dicho que ambos estábamos locos: usted por decir eso y yo por prestarle atención.
—Pero antes de que yo entrara usted hizo girar el trompo. Dígame, Crawford: ¿por qué?
—Vamos —dijo el banquero—, contéstele.
—Ya lo he hecho —respondió Crawford—. Acabo de decirle cuál fue el motivo.
Una puerta se abrió a espaldas de Vickers. Era una secretaria, que se dirigió a Crawford. “A tiempo”, se dijo él; “Todo sale como lo planeamos”. La llamada era de Ann; Crawford salió del cuarto para atenderla, tal como estaba pensado: en su presencia aquello no serviría de nada.
—Señor Vickers —dijo el banquero—, este asunto del trompo me intriga. ¿Qué vinculación tiene con nuestro problema?
—Es una especie de analogía —replicó Vickers—. Hay ciertas diferencias básicas entre los normales y los mutantes; me será más fácil explicarlas por medio del trompo. Pero antes quiero que vean mi película. Después podré seguir con el tema y lo comprenderán. Con el permiso de ustedes.
Y recogió el rollo.
—Disponga —dijo el banquero.
Vickers volvió hacia las escaleras que llevaban a la cabina de proyección y entró a ella. Tendría que trabajar con presteza y seguridad, pues Ann no podría retener a Crawford por mucho tiempo; disponía aproximadamente de cinco minutos.