Deslizó la película en su sitio y la colocó entre las lentes con dedos temblorosos; la enganchó en el carrete inferior y verificó toda la operación. En orden.
Buscó las llaves y las encendió. Un cono de luz se proyectó sobre la mesa de conferencias. Sobre la pantalla surgió un trompo de brillantes colores en pleno movimiento. Las bandas iban y venían, iban y venían…
La banda de sonido explicó: “Aquí vemos un trompo; se trata de un simple juguete, pero ofrece una de la ilusiones ópticas más desconcertantes…
Las palabras eran las más adecuadas; habían sido escogidas por expertos robóticos y enhebradas con las inflexiones apropiadas para lograr el máximo valor semántico. Las palabras despertarían el interés del público, centrándolo en el trompo, para mantenerlo sobre él desde los primeros segundos.
Vickers bajó las escaleras y se acercó a la puerta. Si Crawford regresaba podría entretenerlo hasta que todo estuviera cumplido.
La banda de sonido decía: “Si ustedes observan con atención notarán que las bandas de color parecen avanzar por el cuerpo del trompo, hacia arriba, y desaparecen. Un niño, al mirar esas bandas de color, podría preguntarse adónde van; lo mismo ocurriría con quien…”
Trató de contar los segundos. Parecían arrastrarse interminablemente.
“Observen ahora con cuidado”, decía la banda de sonido, “observen con cuidado”, surgen y desaparecen, surgen y desaparecen, surgen y desaparecen.
Ya no eran tantos los hombres sentados a la mesa; quedaban sólo dos o tres; miraban el trompo con tanta atención que ni siquiera habían reparado en la desaparición de los otros. Tal vez quedaran allí. Quizá sólo esos dos o tres no eran mutantes insospechados.
Vickers abrió suavemente la puerta, salió sin hacer ruido y cerró tras de si, ahogando la voz modulada: “Surgen y desaparecen, observen con atención, surgen y…”
Crawford venia por el vestíbulo, caviloso. Al ver a Vickers se detuvo.
—¿Qué hace usted aquí fuera?—preguntó.
—Quería preguntarle algo, algo que aún no me ha dicho. ¿Por qué hizo girar ese trompo?
Crawford meneó la cabeza.
—No lo sé, Vickers. No tiene sentido, pero yo también fui cierta vez a ese país encantado. Igual que usted, cuando era niño. Lo recordé después de hablar con usted. Tal vez precisamente por la conversación que tuvimos. Recordé que una vez, sentado en el suelo de mi casa, contemplé el trompo preguntándome adónde irían las bandas. Usted ya las ha visto: surgen y desaparecen, una tras otra. Me pregunté adónde iban; aquello acabó por interesarme tanto que debí seguirlas, pues de pronto me encontré en el país de las hadas. Había muchas flores y yo corté una; al regresar la tenía aún en la mano, y gracias a eso supe que había estado realmente allí. Comprenda usted: era invierno y no había flores. Cuando se la mostré a mi madre…
—Basta —le interrumpió Vickers, con súbita alegría—. Es cuanto quería saber.
—¿No me cree? —preguntó Vickers, mirándolo fijamente.
—Le creo.
—¿Qué le pasa a usted?
—A mí, nada.
¡Después de todo no era Ann Carter! Flanders, él y Crawford: tal era la trilogía surgida del cuerpo de Jay Vickers.
¿Y Ann? Ann llevaba en si la vida de aquella muchacha que recorriera el valle con él, aquella joven a quien él recordaba como Kathleen Preston, pero que debía llamarse de otro modo. Pues Ann recordaba aquel valle y el paso primaveral, acompañada por un hombre.
Tal vez ella no fuera la única; tal vez hubiera tres Ann, tal como había tres Vickers, pero eso no importaba. Quizá se llamara en realidad Ann Carter, tal como él era Jay Vickers, y eso podía significar que, al volcarse las vidas hacia el cuerpo único, fueran sus conciencias las destinadas a perdurar.
Por lo tanto, estaba en su derecho al amar a Ann: no era parte de él, sino una persona independiente. Ann, su Ann, había regresado a esa Tierra para llamar a Crawford a fin de hacerlo abandonar el cuarto; de ese modo no reconocería el peligro representado por la imagen del trompo sobre la pantalla. Seguramente ella había vuelto ya a la otra tierra y estaba a salvo.
—Todo está bien, muy bien —dijo a Crawford.
El no tardaría en regresar a su vez. Ann le estaría esperando. Y serían felices, tan felices como ella le había imaginado mientras aguardaban la llegada de los robots, allá en la colina de Manhattan.
—Bien —dijo Crawford—, entremos.
Vickers alargó el brazo para detenerlo.
—No vale la pena —dijo.
—¿Cómo que no vale la pena?
—Los directores no están allí —explicó Vickers—. Han pasado a la segunda tierra. Recordará usted, la que predican los fingidores en las esquinas, por toda la ciudad.
Crawford lo miró con fijeza, exclamando:
—¡El trompo!
—Efectivamente.
—Comenzaremos otra vez. Otro cuerpo directivo, otra…
—Ustedes no tienen tiempo —le dijo Vickers—. Esta Tierra está acabada. La gente huye. Aun los que se queden no han de escuchar ni pelearán por ustedes.
—Lo mataré—juró Crawford—. Lo mataré Vickers.
—No lo hará.
Se miraron frente a frente en medio de una terrible tensión.
—¿Por qué no puedo, Vickers?
Vickers lo tomó del brazo.
—Vamos, amigo —dijo suavemente—. ¿O prefiere que lo llame hermano?