»Nos organizamos. Me estoy refiriendo a las industrias de todo el mundo; no sólo a la norteamericana, sino también a la Mancomunidad Británica, al mercado europeo y a Rusia, a todo el mundo. Hubo unos pocos escépticos, naturalmente; todavía hay quienes se niegan a entrar, pero en términos generales se puede decir que nuestra organización representa a todas las grandes empresas del mundo entero y de ellas recibe apoyo. Tal como le he dicho preferiría que este dato quedara entre nosotros.
—Por el momento no tengo intenciones de revelarlo.
—Nos organizamos —prosiguió Crawford— y pusimos en juego muchas influencias, como usted podrá imaginar. Hicimos ciertas peticiones, ejercimos un poco de presión, y logramos unas cuantas cosas. Para empezar, no hay periódico, radioemisora ni agencia de publicidad que acepte la publicidad de esos chismes; tampoco las mencionan en las noticias. Por otra parte, ningún comercio respetable las pone a la venta.
—¿Es por eso que han abierto los negocios de chismes?
—Exactamente.
—Están abriendo sucursales. Acaban de instalar una en Cliffwood.
—Pero además de instalar los negocios de chismes han creado una nueva forma de publicidad. Contrataron a miles de hombres y mujeres que andan de aquí para allá diciendo a todo el mundo: “¿Sabe algo de esos chismes maravillosos que han aparecido? ¿No? Permítame que le explique…” Usted comprende. No hay mejor propaganda que ese tipo de contacto personal. Pero usted no imagina lo costosa que resulta.
»Así supimos que nuestros enemigos no eran sólo genios en invención y producción, sino también financieramente poderosos. Investigamos. Tratamos de rastrear a fondo para descubrir quiénes eran, cómo operaban y qué pretendían hacer. Se lo he dicho ya: tropezamos contra un muro de hierro.
—Tal vez haya posibilidades por el lado legal.
—Ya probamos todos los aspectos legales. Sean quienes fueren están en regla de la cabeza a los pies. ¿Impuestos? Pagan. A manos llenas. Pagan más de lo que deben para que no haya investigación. ¿Cargas sociales? Las cubren meticulosamente. ¿Seguros? Pagan seguros sobre unas listas de personal tan largas que forzosamente han de ser ficticias. Pero no es posible ir a las oficinas de Seguro Social a decir: “Oigan, estos empleados sobre los que pagan seguros no existen.” Hay más detalles, pero éstos servirán para darse una idea. Hemos probado inútilmente tantos aspectos legales que nuestros abogados están mareados.
—Señor Crawford —dijo Vickers—, su caso es muy interesante, pero sigo sin comprender lo que usted decía hace un rato. Usted decía que esto es una conspiración para quebrar la industria mundial y destruir así un sistema de vida. Si estudia nuestra historia económica encontrará mil ejemplos de competencia a muerte. Este ha de ser uno de esos casos.
—Olvida usted los carbohidratos —replicó Crawford.
Era verdad. Los carbohidratos eran algo muy distinto a la competencia a muerte. Vickers recordó las hambrunas de la China y de la India, mientras el Congreso de los Estados Unidos debatía, basado en criterios estrictamente personales y políticos, si se debía ayudar a alguien, y en ese caso a quién y cómo. En ese momento apareció la noticia en los periódicos matutinos: un desconocido laboratorio había logrado la síntesis de los carbohidratos. El articulo no decía que se tratara de un laboratorio ignoto: eso se descubrió más adelante. Y mucho después resultó que nadie lo había oído nombrar hasta entonces, como si hubiese surgido literalmente de la noche a la mañana. Hubo magnates de la industria que, desde el primer momento, atacaron a esos fabricantes de carbohidratos sintéticos con el término de “irresponsables”.
Pero no lo eran. Aunque la compañía fuera poco ortodoxa en sus medios de operación, parecía sólida y estable. Pocos días después del primer anuncio el laboratorio hizo saber que no tenía intenciones de poner el producto en venta; lo repartiría gratuitamente entre quienes pudieran necesitarlo. Lo haría de modo individual, no entre poblaciones o países, sino entre las personas que pasaban necesidades y no ganaban lo suficiente como para alimentarse bien. Sus destinatarios no eran sólo los hambrientos, sino también los subalimentados, todo aquel sector de la población mundial que, sin llegar a perecer por hambre, sufrirían enfermedades y desventajas por la falta de una dieta adecuada.
Como por arte de magia se abrieron oficinas en la India, en la China, en Francia, Inglaterra e Italia, en Norteamérica e Islandia, en Irlanda y Nueva Zelanda. Los pobres llegaron en tropel, pero ninguno fue rechazado. Indudablemente había quienes sacaban ventaja de la situación, obteniendo con mentiras un alimento al que no tenían derecho. De cualquier modo, después de cierto periodo se hizo evidente que a las oficinas no les importaba.
Los carbohidratos, por si solos, no eran lo bastante alimenticios, pero eran mejor que nada. Para muchos representaban un ahorro que les permitía adquirir un trozo de carne de tanto en tanto.
—Verificamos la procedencia de los carbohidratos —decía Crawford mientras tanto—, y no descubrimos más que con las otras cosas. Hasta donde podemos averiguar, los carbohidratos no son productos manufacturados: existen, eso es todo. Se los envía a las oficinas de distribución desde diversos depósitos, pero ninguno de estos tiene capacidad salvo para una provisión de uno o dos días. Es como el viejo cuento de Hawthorne sobre el cántaro de leche que nunca se vaciaba.
—¿Y no les convendría a ustedes entrar también en el negocio de los carbohidratos?
—Es una buena idea —dijo Crawford—, pero no sabemos cómo. También a nosotros nos gustaría fabricar automóviles eternos o bombillas interminables, pero no sabemos cómo. Hemos puesto técnicos y científicos a trabajar sobre eso; están tan lejos de la solución como el día en que comenzaron.
—¿Qué pasará cuando los desocupados necesiten algo más que una mera donación de alimentos? —preguntó Vickers— ¿Cuando tengan la familia en harapos y precisen ropas? ¿Cuando los propietarios los arrojen a la calle?
—Creo que tengo la respuesta. Surgirá alguna otra sociedad filantrópica que se encargará de proveerlos de ropa y alojamiento. En estos momentos están vendiendo casas a quinientos dólares por cuarto, lo que representa sólo un precio simbólico. ¿Por qué no regalarlas? ¿Qué les impedirá fabricar vestimentas a un costo diez o veinte veces menor del que pagamos hoy? Un traje de cinco dólares, por ejemplo, o un vestido de cincuenta centavos.
—¿No tienen ustedes una idea de cuál será la próxima etapa?
—Hemos tratado de conseguir información. Suponíamos que el automóvil no tardaría en aparecer y ya está en plaza. Pensamos en las casas; ya han aparecido. Uno de los próximos artículos debería ser la vestimenta.
—Alimentos, alojamiento, transporte y abrigo —dijo Vickers—. Son las cuatro necesidades básicas.
—También ofrecen combustible y energía. En cuanto una buena parte de la población mundial adquiera esas casas nuevas, dotadas de energía solar, la industria energética quedará borrada del mapa.
—Pero ¿de quién se trata?—preguntó el escritor—. Usted me dice que no lo sabe, pero debe tener alguna sospecha, alguna pista.
—Ni el más vago indicio. Hemos hecho tablas de organización de sus corporaciones, pero no podemos localizar a quienes las manejan; son personas de quienes nunca se oyó hablar.
—¿Rusos?
—Crawford meneó la cabeza.