—El Kremlin también está preocupado. Rusia colabora con nosotros. Eso le probará lo amedrentados que están.
Crawford hizo entonces el primer movimiento que su visitante le viera: descruzó las manos, se aferró a los brazos de su pesada silla e irguió la espalda, diciendo:
—Usted ha de preguntarse en qué le afecta todo esto.
—Naturalmente.
—No nos es posible salir a la calle a decir: “Aquí estamos, somos una combinación de grandes industrias que luchan por defender el modo de vida.” No podemos explicarles en qué consiste la situación: se reirían de nosotros. Después de todo para la gente es imposible comprender que un automóvil eterno o una casa a bajo costo sean algo perjudicial. Pero hay que decirlo. Por eso queremos que escriba un libro sobre el tema.
—No entiendo qué…
Pero Crawford le interrumpió:
—Usted tendría que redactarlo como si toda esa información la hubiese conseguido por su cuenta, haciendo alusiones a fuentes demasiado importantes como para citarlas. Nosotros le proporcionaríamos todos los datos.
Vickers se levantó lentamente, alargó una mano y recogió su sombrero.
—Gracias por darme la oportunidad —dijo—, pero no la acepto.
CAPITULO 7
—Algún día, Jay —dijo Ann Carter—, me hartarás tanto que te desarmaré por completo. Tal vez así descubra el resorte que te hace funcionar.
—Tengo un libro entre manos y lo estoy escribiendo— dijo Vickers—. ¿Qué más quieres?
—Este libro puede esperar. El otro no.
—Anda, dime que he arrojado a la calle un millón de dólares. ¿No es eso lo que estás pensando?
—Podrías haberles cobrado una cantidad increíble por escribirlo, y conseguir un contrato magnífico con el editor, y …
—¿Y dejar a un lado lo mejor que he escrito en mi vida? ¿Para retomarlo después en frío y encontrarme sin inspiración?
—Cada libro que escribes es tu mejor obra. Jay Vickers, no eres más que un escritor de folletines. Indudablemente trabajas bien y tus benditos libros se venden, aunque a veces me pregunto por qué. Si no fuera por dinero no escribirías otra palabra en tu vida. Dime, sinceramente, ¿por qué escribes?
—Tu misma lo has dicho: por dinero, según crees. Muy bien, será por dinero.
—Claro, ahora dime que tengo un alma materialista.
—¡Dios mío! —exclamó Vickers— ¡Estamos riñendo como marido y mujer!
—Ahí tienes otro detalle. No te has casado, Jay. Es una muestra de tu egoísmo. Apostaría a que nunca se te ocurrió siquiera la idea de hacerlo.
—Una vez, sí. Hace mucho tiempo.
—A ver, apoya aquí tu cabeza y llora hasta que desahogues. A que fue una tragedia. A que de ahí sacaste esas atroces escenas de amor que pones en tus libros.
—¿Qué pasa, Ann? ¿Te ha dado una borrachera triste?
—En todo caso sería por culpa tuya. ¿Cómo se te ocurrió decir eso de “Gracias por la oportunidad, pero no la acepto”?
—Tuve el presentimiento de que en eso había algo sucio —insistió Vickers.
—Lo único sucio eras tú.
Terminó su bebida y agregó:
—No te escudes tras los presentimientos: has perdido tu mejor oportunidad. Cuando alguien tira de ese modo el dinero en mis narices no hay presentimiento que valga.
—No lo pongo en duda.
—No seas odioso —respondió Ann—. Paga la consumición y salgamos de aquí. Te pondré en el primer ómnibus y espero no verte más por aquí.
CAPITULO 8
El enorme letrero cruzaba en diagonal el gran escaparate del negocio. Decía:
En el escaparate se veía una casa de cinco o seis habitaciones, situada en el medio de un jardín pequeño y bien diseñado. Tenía un reloj de sol en el prado y una cúpula en la cochera, rematada por una veleta en forma de pato. En el césped había dos sillas de jardín y una mesa redonda, todo pintado de blanco. Ante el portón de la cochera, un automóvil nuevo y reluciente.
Ann estrujó el brazo de Vickers:
—Entremos —sugirió.
—Esto debe ser lo que Crawford decía.
—Tienes tiempo de sobra para tomar el ómnibus.
—Está bien, entremos. Al menos te dedicarás a mirar las casas y dejarás de reñirme.
—Si lo creyera posible te atraparía para casarme contigo.
—Convertirías mi vida en un infierno.
—¡Claro, por supuesto!—respondió ella con toda dulzura—¿Qué otro interés podría tener en ello?
Empujaron la puerta, que se cerró luego a sus espaldas clausurando los ruidos de la calle. La espesa alfombra verde tenía la apariencia de un prado. Un vendedor se acercó a atenderlos.
—Pasábamos por aquí y se nos ocurrió entrar a ver —dijo Ann—. Parece una linda casa y…
—Es magnifica —les aseguró el vendedor—; además cuenta con muchos detalles especiales.
—¿Es verdad lo que dice el anuncio? —preguntó Vickers—¿Quinientos dólares por habitación?
—Todos me preguntan lo mismo. Leen el anuncio y no pueden creerlo. Lo primero que preguntan todos al entrar es si realmente vendemos las casas a quinientos la habitación.
—¿Y bien?—insistió Vickers.
—¡Oh, sin duda! Una casa de cinco habitaciones cuesta dos mil quinientos dólares y la de diez, cinco mil. Claro que al principio casi nadie tiene interés en comprar una casa de diez habitaciones.
—¿Qué significa eso de “al principio”?
—Bien, le explicaré, señor. Podría decirse que esta casa crece. Digamos que usted compra una casa de cinco habitaciones y al tiempo cree necesitar una más. Nosotros se la rediseñamos agregando un cuarto.
—¿Y eso no resulta muy caro?—preguntó Ann.
—¡Oh, no, en absoluto! Sólo cuesta quinientos dólares por el cuarto nuevo. Es una tarifa invariable.
—Es una casa prefabricada, ¿verdad?—preguntó Ann.
—Supongo que se la puede llamar así, aunque en verdad el término no le hace justicia. Cuando uno habla de casas prefabricadas piensa en paredes hechas que se ensamblan. Armarlas requiere un plazo de ocho o diez días, y una vez terminadas no se tiene más que una cáscara sin calefacción, sin hogar, sin nada.
—Me interesa eso del cuarto adicional —insistió Vickers—. Decía usted que cuando alguien quiere otro cuarto los llama y ustedes agregan uno a la casa.
El vendedor se puso algo rígido.
—No es exactamente así, señor. No agregamos nada. Volvemos a diseñar la casa. La vivienda permanece de ese modo siempre bien planeada y práctica, acorde con los más altos conceptos científicos y estéticos de lo que debe ser un hogar. En algunos casos la incorporación de un cuarto significa alterar la casa por completo, cambiando la disposición de todos los ambientes.
Y se apresuró a agregar:
—Naturalmente, en esos casos lo mejor es cambiar la casa vieja por una nueva. Por ese servicio cobramos un uno por ciento del costo original por cada año de uso, además de lo que corresponda a los cuartos adicionales.
Los miró a los dos, lleno de esperanza, preguntando:
—¿Los señores tienen ya una casa?
—Un pequeño chalet en la colina —respondió Vickers—. No es gran cosa.
—¿En cuánto estimaría usted su valor?
—En quince o veinte mil dólares, pero dudo que pudiera obtenerlos.
—Nosotros le daríamos veinte mil dólares —replicó el vendedor—, sujetos a tasación. Le aclaro que nuestras tasaciones son muy generosas.
—Pero fíjese, yo sólo querría una casa de cinco o seis habitaciones.
—Perfecto —respondió el vendedor—. Le pagaríamos la diferencia en efectivo.