—Hay muchos periodos de la historia que podrían ser interesantes —dijo el escritor.
—¡Vaya, me alegra que lo diga! —exclamó la señora Leslie, llena de ansiedad— ¿Me ayudaría a escoger uno? Si usted debiera elegir un periodo excitante, ¿cuál preferiría?
—No sé, lo siento; tendría que pensarlo.
—Pero usted dijo que había muchos.
—Ya lo sé. Y sin embargo, pensándolo bien, se me ocurre que el presente puede estar tan lleno de interés como cualquiera de los otros.
—¡Pero si no pasa nada!
—Pasan demasiadas cosas —dijo Vickers.
Todo aquello era lamentable, por supuesto. Personas adultas que fingían vivir en otra época confesando públicamente su falta de ajuste con la propia, esa intranquilidad que los obligaba a retroceder hacia otros tiempos, otros acontecimientos, donde hallaban las mohosas emociones de una existencia prestada. Marcaba con un amargo fracaso la vida de esas personas, una vacuidad terrible que no les permitía existir por si, el reclamo a voz en cuello de un abismo que requería ser cubierto.
Vickers recordó la charla de las dos mujeres en el asiento trasero del ómnibus. ¿Qué enfermiza satisfacción obtendría de aquello el fingidor que pretendía vivir en la época de Pepys? Claro, allí estaba la vida del mismo Pepys, llena de urgencias, encuentros con mucha gente, pequeñas tabernas donde había queso y vino, teatros, excelentes compañías y charlas a medianoche. Las mil cosas interesantes, en fin, por las que Pepys estaba lleno de vida, tan lleno de vida como los fingidores estaban vacíos de ella.
El movimiento en si era escapismo puro, por supuesto, pero ¿de qué escapaba toda esa gente? De la inseguridad, tal vez. De la tensión, de una intranquilidad cotidiana e incesante que nunca llegaba a ser temor declarado, pero tampoco acababa en paz. Tal vez del estado mental de no sentirse jamás seguro: un estado mental que todos los refinamientos de una tecnología altamente desarrollada no podían compensar.
—Nuestro helado ya ha de estar envuelto —dijo la señora Leslie, recogiendo sus guantes y bolso—. Tiene que venir a casa una noche de éstas, señor Vickers.
El se levantó para despedirse.
—Por cierto. Una noche de éstas —prometió.
Sabía que no haría esa visita y que ella tampoco la deseaba, pero ambos pagaban tributo, de la boca hacia afuera a la antigua leyenda de la hospitalidad.
—Vamos, Jane —dijo la señora—. Ha sido un placer conocerlo, señor Vickers, después de tantos años.
Y se marchó sin esperar respuesta. Jane se demoró un momento.
—Ahora en casa todo anda bien —dijo—. Papá y mamá se han arreglado otra vez.
—Me alegro mucho —respondió Vickers.
—Papá dice que no volverá a salir con mujeres.
—Me alegro.
La madre llamó a Jane desde la otra punta del negocio.
—Tengo que irme —dijo Jane, bajando de la silla.
Corrió por el local hasta reunirse con su madre. Mientras se dirigían hacia la puerta se volvió para agitar la mano hacia Vickers en señal de despedida.
“Pobrecita”, pensó Vickers, ” ¡Qué vida le espera! Si yo tuviera una criatura como ella… “Pero apartó el pensamiento sin demora. Para él no había criaturas, sólo un estante de libros. Y el nuevo original lo estaba esperando en toda su gloria llena de promesas. De pronto comprendió que esas promesas eran débiles y falsa la posible gloria. Libros y originales: poca cosa para servir de base a una vida.
Ahí estaba el problema, por supuesto, y no sólo para él. Nadie parecía tener gran cosa sobre la cual construir su vida. El mundo llevaba muchos años entre la guerra y la amenaza de guerra. En un principio se había producido cierto pánico, cierta necesidad de escapar; en la actualidad había sólo ese entumecimiento moral y mental; ya ni siquiera se reparaba en éclass="underline" se lo aceptaba como parte normal de la vida.
No era de extrañar que hubieran aparecido los fingidores. El mismo practicaba la ficción entre sus libros y sus manuscritos.
CAPITULO 10
La llave no estaba bajo el tiesto de la entrada. Recordó entonces que había dejado la puerta abierta para que Joe pudiera entrar a exterminar los ratones. Hizo girar el pomo y entró, cruzando la sala para encender la lámpara del escritorio. Ante ella había una hoja cuadrada y blanca con una escritura a lápiz, grabada por mano torpe:
Jay: Hice mi trabajo y después volví para abrir las ventanas y ventilar. Le daré cien dólares por cada ratón que encuentre.
Joe.
Un ruido lo hizo volverse. En el porche había alguien, sentado en su silla favorita, hamacándose lentamente; un cigarrillo marcaba una breve línea ondulante en la oscuridad.
—Soy yo —dijo Horton Flanders—. ¿Ha comido usted?
—Si, comí algo en la aldea.
—Es una pena. Traje una bandeja de emparedados y un poco de cerveza. Pensé que volvería con hambre, y como sé que a usted no le gusta cocinar…
—Gracias —replicó Vickers—. No tengo apetito, pero más tarde los comeremos.
Arrojó el sombrero sobre una silla y salió al porche.
—He ocupado su silla —dijo el señor Flanders.
—No se moleste. Esta es igualmente cómoda.
—¿Hay alguna novedad? Tengo una costumbre deplorable: a veces no leo los periódicos.
—Siempre lo mismo. Otro rumor de pacificación en el que nadie cree.
—La guerra fría sigue en marcha —dijo el señor Flanders—. Ya lleva casi cuarenta años. De vez en cuando levanta temperatura, pero jamás estalla del todo. ¿Ha pensado usted alguna vez, señor Vickers, que al menos diez veces debió declararse la guerra, pero por alguna razón no fue así?
—No lo había pensado.
—Pero es verdad. En primer lugar hubo aquel problema con el puente aéreo de Berlín y la lucha en Grecia. Cualquiera de esos factores habría podido desatar una guerra en gran escala, pero se aquietaron. Después surgió lo de Corea y se aquietó también. A continuación fue Irán el que amenazó con desatar la guerra, pero lo superamos. Entonces sobrevinieron los incidentes de Manila y la agitación de Alaska y la crisis de la India y varías cosas más. Pero todo se compuso de un modo u otro.
—En realidad nadie quiere luchar —expresó Vickers.
—Tal vez no —aceptó el visitante—, pero hace falta algo más que buena voluntad para evitar una guerra. De vez en cuando alguna potencia llega a un punto en el cual debe luchar o retroceder. Y siempre, en esos casos, han retrocedido. La naturaleza humana no es así, señor Vickers; al menos no era así hace cuarenta años. ¿No le parece que ha ocurrido algo, que algún factor desconocido o una nueva ecuación son los responsables de eso?
—No sé cuál podría ser el nuevo factor. La raza humana sigue siendo humana. Siempre se ha peleado. Hace cuarenta años ponían fin a la peor de las guerras que se han librado en la historia.
—Y desde entonces se han sucedido las provocaciones y las guerras locales, pero no se repitió la guerra mundial. ¿Podría decirme la causa?
—No, no puedo.
—Yo lo he pensado mucho —dijo el señor Flanders—. Aunque sin prestar demasiada atención, claro está. Y se me ocurre que debe haber un factor nuevo.
—Miedo, tal vez —sugirió Vickers—. Miedo a esas armas terribles.
—Eso podría ser —admitió Flanders—. Pero el miedo es algo extraño. Tanto sirve para evitar una guerra como para provocarla. Es posible que el miedo, por si, obligue a la gente a luchar para deshacerse de él, y ya estaríamos en guerra. No, señor Vickers, no creo que el miedo solo baste para justificar la paz.