Delaney Shaw, la hijastra de Henry, mientras oía el tono blando en la voz del Reverendo Tippet miró de reojo a su madre. Los colores oscuros del luto le sentaban bien a Gwen Shaw, pero Delaney no estaba sorprendida. A su madre todo le sentaba bien. Siempre había sido así. Delaney volvió a mirar los ramos de rosas amarillas que cubrían el ataúd de Henry. Los rayos brillantes del sol de junio encendían chispas en la caoba pulida y el brillante latón. Metió la mano dentro del bolsillo del traje verde que había pedido prestado a su madre y cogió sus gafas de sol. Deslizando la montura de carey sobre su cara, se ocultó de los hirientes rayos de sol y de las miradas curiosas de la gente a su alrededor. Enderezó los hombros y respiró profundamente varias veces. No había vuelto a casa durante diez años. Siempre había tenido intención de regresar y hacer las paces con Henry. Ahora era demasiado tarde.
Una brisa ligera movió sus rizos dorados veteados de rojo rozando su cara, se colocó el pelo por detrás de la oreja. Debería haberlo intentado. No debería haber estado alejada tanto tiempo. No debería haber permitido que pasaran tantos años, pero nunca había pensado que se moriría. No Henry. La última vez que se habían visto, se habían dicho cosas horribles el uno al otro. Su cólera había sido tan feroz, que todavía la podía recordar claramente.
Un sonido como la cólera de Dios sonó en la distancia, y Delaney subió la mirada al cielo, medio esperando ver truenos y relámpagos, como si la llegada de un hombre como Henry hubiera creado turbulencias en el paraíso. El cielo azul permanecía claro, pero el estruendo continuaba, llamando la atención hacia las puertas de hierro del cementerio.
Montado a horcajadas sobre la laca negra y el brillante cromo, con el pelo despeinado por el viento cayendo sobre los anchos hombros, un solitario motorista llamaba la atención de la multitud congregada para ofrecer su adiós. El monstruoso motor hacía vibrar la tierra y sacudía el aire, ahogando el acto con el sonido que salía por los enormes tubos de escape. Con unos descoloridos pantalones vaqueros y una suave camiseta blanca, el motorista desaceleró y paró la ensordecedora Harley delante del coche fúnebre gris. El motor se detuvo, y el talón de su bota raspó el asfalto mientras colocaba la moto sobre el soporte. Luego con un movimiento fluido, se levantó. La barba de varios días hacía más oscuras las mejillas y la mandíbula, desviando la atención a la boca firme. Un pequeño aro de oro perforaba su oreja, mientras unas Oakley plateadas ocultaban sus ojos.
Había algo vagamente familiar en el grosero motorista. Algo en su suave piel olivacea y en su pelo negro, pero Delaney no lo lograba situar.
– Oh, Dios mío, – a su lado, su madre se quedó sin aliento-. No me puedo creer que se atreva a presentarse vestido así.
Su falta de fe fue compartida por otras personas, lo suficientemente maleducadas para cuchichear en voz alta.
– Él es un problema.
– Siempre ha sido malo hasta los huesos.
Los Levi’s acariciaban sus muslos firmes, ahuecándose en su entrepierna, cubriendo sus largas piernas con el suave tejido. La cálida brisa aplastó su camiseta contra su ancho y musculoso pecho. Delaney levantó su mirada a su cara otra vez. Lentamente él se quitó las gafas de sol del puente de la nariz recta y las metió en el bolsillo de la camiseta. Sus ojos gris claros miraron directamente hacia ella.
El corazón de Delaney se detuvo y sus huesos se derritieron. Reconoció esos ojos que la habían hecho arder. Eran exactamente iguales a los de su padre irlandés pero mucho más sorprendentes porque estaban alojados en una cara producto de su herencia vasca.
Nick Allegrezza, la fuente de sus fascinaciones de juventud y el origen de sus desilusiones. Nick, la serpiente de labia hábil y zalamera. Apoyó su peso en un pie como si no advirtiera la agitación que había causado. Lo más seguro era que la advirtiera y simplemente no le importara. Delaney llevaba fuera diez años, pero algunas cosas obviamente no habían cambiado. Nick estaba más musculoso y sus rasgos habían madurado, pero seguía teniendo una presencia imponente.
El reverendo Tippet inclinó la cabeza-. Recemos por Henry Shaw, – comenzó. Delaney inclinó la barbilla y cerró los ojos. Incluso cuando era un niño, Nick había atraído más que un poco de atención. Su hermano mayor, Louis, también había sido salvaje, pero Louie nunca había sido tan salvaje como Nick. Todo el mundo conocía a los hermanos Allegrezza como los locos e impulsivos vascos, de manos largas y tan brutos como los reclusos.
Cada chica del pueblo había sido advertida de que se alejara de los hermanos, pero igual que las polillas eran atraídas por la luz, muchas habían sucumbido a la llamada salvaje y se habían lanzado sobre “Esos chicos vascos”. Nick había ganado la reputación despojando a inocentes vírgenes de su ropa interior. Pero no había seducido a Delaney. En contra de la creencia popular, ella no se había sacado las botas con Nick Allegrezza. No le había quitado “su” virginidad.
Al menos no técnicamente.
– Amén, – los asistentes lo recitaron como si fueran uno.
– Sí. Amén, -pronunció Delaney, sintiéndose un poco culpable por sus irreverentes pensamientos durante una oración al Señor. Ella miró por encima de sus gafas de sol, y sus ojos se entrecerraron. Observó el movimiento de los labios de Nick mientras hacía una rápida señal de la cruz. Era católico por supuesto, como las otras familias vascas del área. No obstante, parecía un sacrilegio ver como un motorista abiertamente sexual, con el pelo largo y con un pendiente, hacía la señal de la cruz como si fuera un sacerdote. Entonces como si tuviera todo el día, él alzó la mirada lentamente del traje de Delaney a su cara. Por un instante, algo centelleó en sus ojos, pero tan rápidamente como apareció se fue, y su atención fue atraída por la mujer rubia con un vestido rosa y ajustado que tenía al lado. Ella se puso de puntillas y murmuró algo en su oído.
Los asistentes se agruparon alrededor de Delaney y su madre, deteniéndose para ofrecer sus condolencias antes de irse hacia sus coches. Perdió de vista a Nick y centró su atención en la gente que desfilaba por delante de ella. Reconoció a la mayor parte de las amistades de Henry, que se pararon para hablarle, pero vio muy pocos rostros por debajo de la cincuentena. Sonrió e inclinó la cabeza estrechando manos, odiando cada minuto de su escrutinio. Quería estar sola. Quería estar a solas para poder pensar en Henry y en los buenos tiempos. Quería recordar al Henry de antes de la discusión en la que se habían insultado terriblemente. Pero sabía que no tendría oportunidad hasta mucho más tarde. Estaba emocionalmente exhausta, y cuando su madre y ella lograron llegar a la limusina que las llevaría de regreso a casa, no quería hacer nada más que dormir.
El trueno de la Harley de Nick atrajo su atención y lo miró por encima del hombro. Él aceleró al máximo el motor dos veces, luego quitó el apoyo y arrancó la gran moto. Las cejas de Delaney descendieron mientras lo veía pasar por delante, sus ojos centraron su atención en la rubia que se apretaba contra su espalda como una lapa humana. Él había ligado con una mujer en el entierro de Henry, se la llevaba como si la hubiera pescado en un bar. Delaney no la reconoció, pero no estaba realmente sorprendida de ver una mujer dejando el entierro con Nick. Nada era sagrado para él. No tenía límites.
Se subió a la limusina y se hundió en los lujosos asientos de terciopelo. Henry había muerto, pero nada más se había alterado.
– Fue un oficio realmente bonito, ¿no crees?
La pregunta de Gwen, interrumpió los pensamientos de Delaney mientras el coche se alejaba del cementerio y se dirigía hacia la autopista 55.
Delaney posó su mirada en los destellos azules del Lago Mary apenas visible entre el denso bosque de pinos-. Sí, -contestó, fijando su atención en su madre-. Fue estupendo.