Escuchaba atentamente, pensativa, como si se tratara de una voz confusa en otra longitud de onda.
– Duncan se apodera de los demás. Los fuerza. No puede dejarlos en paz. Le gusta manipular, no puede evitarlo. Y se pone muy desagradable cuando te resistes, y considera que resistes cuando lo que él hace, lo que te ofrece, no es lo que tú quieres. Y cuanto más fracasa, peor se pone. Creo que no sabe cómo es. -Escenificó un estremecimiento.
– Pero te quedaste con él. Te quedaste con él hasta que te subiste a tu coche, te marchaste y lo dejaste solo esa noche, y no volviste.
Ella seguía mirándolo en plena cara, con las manos todavía entrelazadas con calma.
Cerró los ojos un momento. Las negras pestañas presionaron sus mejillas.
– Yo era libre.
– Así que tenías miedo de mi hijo.
– Él me tenía miedo.
Después de que se fuera, Harald permaneció sentado en el bufete de Motsamai, mirando los estantes llenos de libros jurídicos con sus papelitos indicando las páginas importantes que podrían determinar un resultado, aunque no sería la justicia; ya no podía pensar en la justicia como antes. La ley como juego de pistas cuyas cláusulas subsidiarias podrían conducir a través del bosque. Motsamai pidió café a través del intercomunicador y, a continuación, sin dar una explicación a su cliente, anuló la orden. Salió de detrás de su escritorio y se dirigió a un armario con tiradores de latón. En él había hileras de archivos y, en un compartimiento interior, unas copas colgaban de la base por una ranura, como en un bar elegante. Levantó en una mano una botella de whisky y, en la otra, una de coñac, ¿preguntando? Harald hizo un gesto con la cabeza señalando la de coñac. Motsamai sirvió a ambos un buen trago. Era una pequeña muestra de tacto, amable, silenciosa, inesperada en aquel hombre. Harald fue capaz de decirle:
– Así que ella cree que Duncan mató al hombre que vio follársela en el sofá.
– Ella sabe qué clase de mujer es. Nos toca a nosotros ir más allá.
Motsamai encogió la lengua para saborear el coñac; hete aquí un hombre que disfruta con la boca, ha conseguido mantener la avidez con la que el recién nacido ataca el primer alimento en el pecho.
– ¿sí?
– A ver: ella lo provocó más allá de lo soportable, lo sacó de quicio, no sólo esa noche, con su exhibición, sino durante el año o los dos años anteriores. Que culminaron en esto.
– Eso no es lo que ella dice. Dice que era él. Que era él quien… cómo ha dicho… quien se ponía muy desagradable.
– Ah, pero usted lo ha dicho: ella se quedó. Y lo ha oído: él me tenía miedo. Esa ha sido su respuesta cuando usted ha preguntado, después de todas sus quejas, de sus acusaciones contra él, si tenía miedo de su hijo. Ella se quedó, ¡se quedó!
Porque él era más terrible que las aguas, distinguido abogado. Pero ese juicio del acusado sobre sí mismo no estaba destinado al oído de los abogados; todavía no, si es que alguna vez llegaba a estarlo. Cuando se prepara un caso se produce un proceso de criba del que un lego debía aprender; Harald tenía cierta experiencia en atrapar matices en un contexto muy distinto, en las reuniones de la dirección a las que asistía y que, en algunas ocasiones, presidía. Algunos hechos serían útiles para el abogado, otros irían en contra de su argumentación, ¿cómo actuar?
Motsamai se deslizó entre su majestuosa butaca tapizada en cuero castaño y su escritorio para sentarse de nuevo. Lo que tenía que decir debía ser dicho desde ahí y no desde la informal postura de una copa compartida.
– Mira, Harald: va a dar lo mismo que se descubran o no huellas dactilares bajo la suciedad del arma. Me lo ha dicho mi cliente.
– Duncan lo ha dicho.
– Sí, Duncan me lo ha dicho.
– Te lo ha dicho. Y te ha dicho que nos lo digas.
– Sí. Ejeee…
Ese sonido procedente del pecho puede ser, es cualquier cosa: un reconocimiento, un lamento. Al oír que aquel hombre lo tuteaba y lo llamaba por su nombre de pila, por primera vez, Harald entendió lo que se expresaba en ese momento en un sonido más antiguo que las palabras, situado más allá de éstas.
– Entonces, esto es el final.
– No, esto no es el final. Aquí empieza nuestro trabajo.
– El tuyo y el del buen amigo, el abogado ayudante.
Un hormigueo le recorre todo el cuerpo, la droga de una emoción desconocida inyectada en esta sala bien arreglada donde se ha anunciado una condena; una sala cuyo significado sustituye ahora el de cualquier otra morada en esta tierra, en esta vida.
– ¿Un abogado está obligado a encargarse del caso de una persona que ha dicho que es culpable? ¿Que ya se ha juzgado a sí misma? ¿Qué puede defender?
– ¡Claro que un abogado puede encargarse de un caso así! El individuo tiene derecho a ser juzgado de acuerdo con muchos factores en relación con el acto confeso. Las circunstancias pueden afectar de manera vital el peso de las pruebas indiciarias. El acusado puede juzgarse, pero no puede sentenciarse. Sólo puede hacerlo el juez. Sólo según el veredicto del tribunal.
»En relación con el tipo de sentencia que es probable que se le imponga, esto sólo es el principio del caso, ¡vamos! El que nos centremos en un aspecto u otro garantizará que la sentencia no sea ni un día más larga, ni un grado más severa de lo que permitan los atenuantes. Se ha abierto, Harald: ahora tu hijo me habla, hay aspectos del caso que la defensa debe seguir, ¡todavía hay defensa!
La visita en la cárcel a un asesino.
Cuando regresó del bufete del abogado y se lo contó a Claudia, el rostro de ésta se fragmentó en parches de color escarlata, como si sufriera una feroz alergia, era raro verlo. Como algo indecoroso. Deseó con angustia que llorara para poder abrazarla.
Repasaron lo que había dicho el abogado sobre su caso, su tarea. Se había desmoronado el principio legal, inocente hasta que se demuestre la culpabilidad, que ellos respaldaban, junto con todos los que creen que sus transgresiones nunca irán más allá de la infracción de tráfico. En la polvareda que levanta, el desconcierto aisla; ambos hablaron en primera persona, sin conseguir llegar al otro.
Seguro que otra mujer habría llorado, habría emitido un lamento fúnebre por su hijo, y él habría sabido qué hacer, la habría abrazado y se habría sumado a ella.
Harald dijo vacilante, hablando de sí mismo: Sabemos menos que antes. Motsamai no le preguntó la única cosa que importa. A mí. A nosotros. No se trata de por qué, eso es lo único que a Motsamai le preocupa, en eso se basa la defensa. También se trata del cómo. Cómo pudo hacerlo. Duncan pudo llegar a hacerlo, coger un arma y matar. El es tú y yo, ¿no es cierto?, y nosotros no podemos saberlo. No porque Duncan no se lo vaya a contar a Motsamai ni a nosotros ni a nadie, sino porque es algo que no se puede «contar». Tiene que estar en uno. En él.
Claudia fue a la cocina a buscar comida porque aquélla debía de ser más o menos la hora en que acostumbraban a comer. Él no prestaba atención a las cosas de la casa. La siguió, movido por una especie de cortesía que, en su situación, era lo único que les quedaba. No había nada más que decir; tal vez había dicho ya demasiado. Lo que Claudia estuvo pensando, lo que estuvo forjándose en el silencio de madriguera de la cocina, apareció al día siguiente cuando caminaban juntos por el sendero en dirección al garaje, de camino a la cárcel. Una de las hojas rígidas y espatuladas del ave del paraíso quedó atrapada en su cabello, ella se echó a un lado, interrumpiendo su avance inevitable, y él se volvió para ver qué era lo que la retenía. Una sonrisa transformó rápidamente el rostro de ella y desapareció con igual rapidez. Aquella noche creíste que podía haberlo hecho. ¿Verdad? Lo decidiste. No necesitabas esperar ninguna confesión hecha a un abogado.
Al principio, al otro lado de la mesa de la sala de visitas de la cárcel, se encontraba el personaje de un preso; aquel día se encontraba el personaje de un asesino, acusado por sí mismo, definido por sí mismo como tal. Duncan. Claudia, su madre, administró la media hora recurriendo al formato de su profesión, una seguridad que ninguna calamidad podía arrebatarle; la confesión de culpa como un diagnóstico.
De nuevo se planteó la cuestión del abogado. ¿El paciente estaba completamente satisfecho con la competencia del encargado de su caso, estaba lo bastante impresionado con Motsamai, ahora que había hablado con él? ¿Desearía pedir otra opinión? Había muchos abogados con experiencia, ¿no merecería la pena? La naturaleza del diagnóstico mismo, esa terrible malignidad declarada, no está en discusión. Su padre confirma:
– Yo también he podido hablar con Motsamai. Creo que es un hombre hábil. Y él sabe que vas a necesitar a un hombre hábil. Creo que deberíamos dejar que él decida si quiere consultar con alguien. Si hay alguien cuya experiencia particular en algún tipo de caso quiera utilizar.
El hijo de ambos -en su nuevo personaje- está ahí, vestido con una de las camisas que su padre cogió de la casita; su hijo, que ha matado a un hombre. Ya no está observándolos atentamente como hizo durante las visitas anteriores, cuando podían representar para él la fantasía que su presencia postulaba de que no había hecho lo que había hecho, encontrarían a alguien que hubiera lanzado el arma a un macizo de helechos.
Está distraído, ojos y manos inquietos. Ella incluso le pregunta si tiene fiebre, es todo lo que sabe, pobre madre abnegada, pobrecilla.
Qué podría recetar para una fiebre como ésa.
– Motsamai es un gilipollas pedante, pero está bien. Me entiendo con él. Así que habéis estado con él. Sabéis lo que hay que saber.
– No. No sabemos lo que hay que saber. Sólo tu decisión. Y que él la acepta. No hay alternativa. Duncan.
Bruscamente, Duncan extiende una mano, la mano de un hombre que se ahoga, haciendo un gesto desde las profundidades, y coge la de su padre a través de la mesa. Su mirada oscila entre Harald y Claudia.
– Si no hubierais vuelto, lo habría entendido.
Eso es lo más cerca que llega Duncan de admitir lo que les ha hecho.
El hombre del sofá no es la única víctima. Ahora, Harald y Claudia albergan, cada uno de ellos, en su interior, un resentimiento maligno contra su hijo que parecería tan imposible en ellos como la capacidad para matar en él. El resentimiento es vergonzoso. Lo que es vergonzoso no puede compartirse. Lo que es vergonzoso separa. Pero la manera de hacer frente al resentimiento llegará, tiene que llegar, de manera individual para ambos. El resentimiento es vergonzoso: porque ¿qué le han hecho ellos a él? ¿Es ahí donde hay que encontrar -¿por qué?, ¿por qué?- la respuesta? Harald se inspira en los jesuitas; Claudia, en Freud.