La segunda página de la carta se ha perdido, aunque Claudia debió de guardar la carta como algo cuya importancia trascendería la época del colegio, la infancia. Estaba entre la documentación de la protección que los padres dan a un hijo, los compromisos que asumen por él. Las sucesivas dosis de la vacuna de la polio, la ficha del tratamiento de ortodoncia, el resguardo de la vacuna antitetánica y contra la hepatitis, como precauciones que tomaron cuando fue a un campamento del colegio en Zimbabue. Claudia se acordó de la carta y la buscó entre otros trozos de papel que, tal vez, no había motivo para conservar.
Cuando Harald y Claudia recibieron esa carta, se sintieron extrañamente inquietos; Claudia veía ahora que ésa era la otra vez que había olvidado, la primera vez que fueron invadidos por un acontecimiento que no tenía cabida en el tipo de vida que llevaban, el tipo de vida que creían haber garantizado a su hijo. (Una educación liberaclass="underline" de un liberalismo que no abarcaba a los negros, como Motsamai, ahora se daban cuenta.) ¿Qué pudo ser lo que llevó a un colegial, a un compañero de su propio hijo, protegido en el mismo ambiente, con la propia experiencia cuidadosamente limitada, las mismas costumbres y convenciones selectivas y civilizadas -no habrían llevado a Duncan a ningún colegio partidario de los castigos corporales-, qué pudo ser lo que llevó a un chico a ponerse una soga alrededor del cuello? Reflexionar sobre ello producía horror. La incomodidad que sintieron procedía de la súbita conciencia de que hay peligros, inherentes, en los jóvenes mismos; peligros procedentes de la misma existencia. No hay segregación posible de ellos. Y nadie puede conocer, a través de la experiencia ajena, aunque sea la del propio hijo, qué son estas desesperaciones e impulsos primarios, destructivos. Harald y Claudia: podrían haber sido los padres del chico, eran los clones de éstos, pagaban las mismas facturas escolares, aprobaban la filosofía educativa progresista del mundano equipo docente, habían escogido un colegio mixto para que un muchacho varón sin hermanas se mezclara de modo natural con el otro sexo. Lo que los asaltó fue el miedo: miedo de que amenazara a su hijo algo que desconocieran, contra lo que nada pudieran hacer. Le escribieron -¿escribió ella?- o fueron a verlo. Claudia se oyó decir: Harald, quiero que digas a Duncan que, le pase lo que le pase, haga lo que haga, no importa lo que sea, puede acudir a nosotros. No hay nada que no puedas decirnos. Nada. Estaremos siempre contigo. Siempre. Y así sintieron que Duncan estaba seguro. Ellos lo habían colocado en un lugar seguro.
Te acuerdas de aquella vez, cuando pasó lo del chico llamado Robertse, lo que le dijiste a Duncan.
Recuerdo que fuiste tú quien se lo dijo, nos dieron permiso para llevárnoslo a comer. Estábamos en un restaurante con jardín por ahí: no había otro sitio adonde ir. No era el lugar más adecuado. Qué más da.
No, no, lo habíamos pensado detenidamente, decidimos que teníamos que decirle algo que no olvidara nunca, y fuiste tú.
¿Por qué iba a ser yo? Fue su madre, eso sería lo más obvio.
Porque tú eres el hombre y él era el niño. Quizá por la idea de que compartíais -yo qué sé- algún tipo de experiencia masculina, algún tipo de expectativa que yo no tenía.
Qué importaba quién pronunciara el ruego; lo hicimos los dos. Ese fue el documento que sacó cuando dijo en la sala de visitas de la cárceclass="underline" si no hubierais vuelto, lo habría entendido.
Cuando a uno le toca una desgracia que parece sobrepasar toda medida, ¿no hay que recitarla en voz alta?
La dependencia de Harald de los libros se convirtió en eso exactamente, en el sentido patológico: la sustancia de las explicaciones literarias de los escritores sobre el misterio humano hacía posible que él, tras leer hasta altas horas de la noche, se levantara por la mañana y se presentara en la sala de juntas. Volvió a los viejos libros para releerlos; la mise en scéne en otra situación lo sacaba de un presente en el que su hijo estaba a la espera de juicio por asesinato. Pero, igual que su hijo, encontraba sus propios fragmentos que serían omnipresentes en él, aunque no los copiara junto con otros en el cuaderno guardado bajo llave en su despacho: «… El hombre es como desea ser y como, hasta su último aliento, no ha cesado nunca de desear ser. Se ha recreado en dar la muerte y no lo paga demasiado caro si muere. Que muera, pues, porque ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.
»-¿El deseo más profundo?
»-El deseo más profundo.
»-Es absurdo que el asesino sobreviva al asesinado. Los dos, juntos y solos, juntos como sólo lo están en otra relación humana mientras uno actúa y el otro lo sufre, comparten un secreto que los une para siempre. Se pertenecen.»
El Naphta de Thomas Mann hablaba con Harald en los silencios que lo acompañaban a todas partes: los silencios acusatorios, protectoramente hostiles, entre él y su esposa; los silencios que él ocupaba, incluso cuando Harald llamaba la atención sobre anomalías en decisiones examinadas en reuniones de negocios o comentaba el efecto de las nuevas políticas fiscales en la financiación de los títulos hipotecarios; susurros en el cerebro como si tuviera un zumbido en el oído. Los bruscos modales de la chica, en el bufete del abogado, cuando Harald dijo: Tenías miedo de él, y después -en lo que era casi una fanfarronada-, ella contestó: Él me tenía miedo. ¿Miedo uno del otro? En una situación que da miedo, sin duda siempre hay alguien que amenaza y alguien que tiene miedo. ¿Cómo puede igualarse una amenaza? Con el empate; y así será, a muerte; de manera que, si su hijo hubiera matado a Natalie/Nastasia, habría habido una respuesta: se pertenecen. El lado opuesto de la concepción del amor sexual definido románticamente como el gozoso estado de unión al que la hermosa y anticuada ceremonia del matrimonio da la bendición de Dios como una sola carne. Pero él no le había hecho daño a ella; fue el hombre quien quedó tendido, con un tiro en la cabeza, en el sofá, y los amigos, el abogado, aparentemente todo el mudo sabía que no era el primer hombre ni el único por el que ella se había acostado en el sofá, cualquiera de ellos podría haber servido de víctima al amante al que ella pertenecía en la intimidad de la amenaza. En algunas ocasiones, Harald sentía el impulso de buscar otra vez a la chica, pero Motsamai, que sabía dónde encontrarla, le quitó la idea.
– No puedo permitir que se mosquee, Harald, ya me entiendes; ella piensa que tú y tu mujer le echáis la culpa.
– Cómo podríamos echarle la culpa a ella. Él hizo lo que hizo.
– Porque a alguien hay que echársela. Tu hijo está en una situación difícil. Así es la naturaleza humana, ¿neee…? ¡Porque también yo tengo que echar la culpa a alguien! El abogado de Duncan tiene que demostrar circunstancias causales que repartan la culpa para que la carga recaiga sobre otros que nunca comparecerán ante el juez.
En la oleada de silencio que lo acompaña, allí, en la habitación familiar donde la inocencia y la culpa aparecen anotadas en tiritas de papel dentro de los tomos -ese despacho y la sala de visitas de la cárcel son ahora extensiones de su adosado-, Harald lo sabe: nosotros. Sobre nosotros. Harald y Claudia, que lo hicieron: los pájaros y las abejas no roban juguetes de otro, no leen nunca las cartas de los demás, no matarás.
– Tengo una política muy especial para con ella, por supuesto. Ejeee… -Los labios de Motsamai combaten contra algo parecido a la diversión y la satisfacción-. Con las mujeres, ya sabes lo que pasa: son muy astutas. Y ella empieza a chorrear encanto como si fuera un grifo cuando se siente acorralada. Tengo que dirigirla con paciencia, sin que se dé cuenta, para que se condene mientras cree que está hablándome de él. Hay que saber tratar a estas mujeres. Tan pronto son pobrecitas víctimas como se ponen a presumir de cómo pueden dominar a cualquiera en cualquier situación. El sexo débil nos da muchos problemas a los abogados, te lo aseguro.
Harald debe rechazar el desagrado que le produce el que suponga que, como si fuera un aparte confidencial entre varones, va a compartir una generalización condescendiente sobre las mujeres. Ahora no importa lo que ese hombre piense sobre cualquier cosa que no sea el caso que dice defender. Los prejuicios parecen carecer de importancia. A Duncan le enseñaron a no tener prejuicios contra los negros, judíos, indios, afrikáners, creyentes, no creyentes, todos los pecados fáciles presentes en el país donde nació.
– Qué te ha dicho.
– No te tomes muy en serio lo que dice. Dice que es un crío mimado. Ésas son sus palabras: un crío mimado. También utiliza palabras grandilocuentes, neee: «sobreprotegido», así que no está acostumbrado a ningún tipo de oposición, a nada que amenace su voluntad, el modo en que piensa que deberían ser las cosas. Sus normas son las válidas. Lo puse en duda: sugerí que el tipo de esquema que tiene esta gente joven es que no hay normas excepto las más básicas, ya sabes, quién tiene derecho a coger la cerveza de la nevera… y, naturalmente, tenían a aquel hombre negro, Petrus Ntuh, para que les hiciera el trabajo sucio. No, dice ella, sus normas eran para sí mismo, eso no quiere decir que fueran la clase de normas convencionales que podría pensar alguien como yo, un abogado. Entonces, ¿en qué consistían? Bien, pues eran sobre quién iba con quién y así. Relaciones sexuales, deduzco; pero ella insistió en que también hacían referencia a la amistad, el grupo que vivía en esa finca parecía tener amistades, lo que llamaríamos lealtades, complicadas. Él «estaba de acuerdo» con el modo en que todos vivían en la finca, pensaba que coincidía con sus ideas, sus normas, si prefieres, pero, al mismo tiempo, él era el «niño mimado» que no podía consentir que este estilo, inventado por él mismo, claro, entrara en conflicto con las otras normas de las que él se había liberado. Procedentes de la generación anterior. La vuestra. Ella dice que estas normas seguían vigentes en él, aunque él creía que no. Dijo algo más: ahora él está en la cárcel, pero nunca ha sido libre. Y, naturalmente, implica que ella sí es libre, claro.