– Lo siento, pero me parece que tengo razón. Estoy trabajando sobre Natalie, estoy satisfecho con eso, y lo que busco en la madre de Duncan es la otra cara de la historia, lo que era el muchacho antes de que esa muchacha lo pillara.
Harald ha aprendido que cuando Motsamai tiene algo que decir que es probable que suscite emoción y desaliento, utiliza como táctica desarrollar el tema deprisa para que no se produzca ninguna pausa de advertencia en la que se pueda especular con aprensión sobre lo que podría venir más adelante. Y ahora lo hace sin cambiar el tono ni la intensidad de la voz.
– He pedido que Duncan sea sometido a observación psiquiátrica. La verdad, ése es el motivo de que no haya discutido el retraso. Entre otros motivos… Necesito tiempo, necesito un informe psicológico completo para mi alegato. Es absolutamente esencial. Tengo que saberlo todo sobre Duncan. Como te he dicho: que me contestes tú, Claudia. Y necesito saber lo que ninguno de los dos sabéis y lo que no le sacaré nunca a él. Habrá un psiquiatra por parte de la acusación y otro que nombraremos nosotros. He contratado a uno de primera, tu mujer habrá oído hablar de él. Duncan irá a Sterkfontem; sí, es un psiquiátrico estatal. Ejeee… No te alarmes. Sé que no os gusta la idea. Estará allí unas pocas semanas: bueno, cuatro semanas. Y es mejor que no vayáis de visita. No os preocupéis. Es un procedimiento rutinario en un caso como éste. ¡Tu hijo no está loco, claro que no! ¡No es eso lo que digo en mi alegato!, ¡por supuesto! Es otra cosa: lo que impulsó al acusado a actuar como lo hizo.
Duncan, Duncan. Una vez más, desciende el hierro de marcar.
– Es culpable. En su sano juicio.
– No, no, Harald. Se declara «no culpable». Ése es el procedimiento. Aunque admitimos que hay hechos materiales que demuestran la culpa, alegamos una pérdida momentánea de capacidad para distinguir entre el bien y el mal.
Vuestro hijo no está loco.
– Sólo pasará allí unas pocas semanas. Y eso nos favorece, desde el punto de vista de los plazos. El juicio… Sí… Ejeee… Tengo mis fuentes.
El blanco brillante de sus ojos indica una rápida sonrisa, para sí mismo, no dirigida al hombre que pasa por un momento difícil.
– Sería útil averiguar qué jueces formarán los tribunales durante ese período. Los abogados seguimos una vieja norma, bueno, llamémoslo dicho, que dice que debes enfrentarte al juez en un clima moral que le es propio. Quiero un juez cuyo clima moral sea el que espero encontrar en este caso excepcional.
Tu hijo no está loco, ha dicho. Ella, Claudia, lo entiende. Lo esperaba, dice ella.
Qué clase de lugar es ése.
Bastante desagradable, dice ella.
Eso es todo lo que dice.
Con la distancia del teléfono, Harald dijo al abogado que Claudia estaba estresada y quería descansar durante todo el fin de semana. Motsamai no pareció ofendido, pero le pidió a Harald que fuera a su bufete cuando pudiera, esa misma tarde.
Por parte de Harald, seguía siendo necesario demostrar que no pretendían ofenderlo: al fin y al cabo, el hombre había ofrecido su hospitalidad, aunque fuera por un motivo profesional.
– Claudia se ha vuelto inabordable.
Pero Motsamai entendió que Harald no sabía lo que decía, no sabía que su frase era una enfadada petición de ayuda en lugar de una advertencia al abogado de que no tendría éxito con su esposa. Motsamai estaba acostumbrado a las actitudes erráticas de los clientes -personas que pasaban por un momento difícil-, que oscilaban entre las confidencias y la desconfianza, la dependencia y el resentimiento.
– La persona que está en tu misma barca no es siempre aquella con la que puedes hablar. No sé por qué. Pero es así, lo veo con frecuencia. No te preocupes si no quiere comunicarse contigo. No te inquietes, Harald.
Ejeee… En el silencio resonó su tranquilizador cuasi suspiro; algunas veces parecía un ronroneo humano; otras, un gruñido que uno no podía expresar.
Y, de inmediato, Harald sintió otra rabia nueva; contra sí mismo, por haber revelado su intimidad. Demasiado tarde para recordar la imagen que debería haber quedado entre él y su esposa, para rechazar lo que acababa de admitir (por una vez, la urbanidad se expresaba con torpeza) esta tercera parte para la que nada debía ser privado porque podría ser útil. No había intimidad para nadie, en lo que había sucedido, en lo que estaba sucediendo.
Pronto los médicos romperían la completa intimidad del aislamiento del preso. Los ojos entrometidos descubrían notas nocturnas en la mesilla de noche.
– De todos modos, quiero tener una buena charla con ella. Fijaremos una cita para un día en que tú estés ocupado por ahí. Quizá debería dejarme caer en su consulta, al final del día.
– Que tengas suerte.
Él no sabía que aquél era el día en que el abogado había decidido visitarla. Claudia no tenía hora fija de vuelta por la tarde, las llamadas de urgencia del busca podían retrasarla en cualquier momento; entró arrastrando una bolsa del supermercado de la que asomaba el erizado tocado de una piña. El inició el ademán de levantarse para ayudarla, pero Claudia estaba entrando ya en la cocina.
Harald le sirvió un gin tonic, recuerdo de aquellas tardes en que les gustaba sentarse en la terraza, contemplando desvanecerse en el cielo los colores de la mezcla de vapor y contaminación, y escuchando la ronca queja de los ibis de plumaje tornasolado, posados, inseguros, en las copas del recinto ajardinado.
¿Lo quieres aquí?
Ella entró en la habitación con la piña en la mano y le hizo un gesto con la cabeza para que dejara el vaso en una mesa. Más que no hacerle caso, estaba preocupada; dudó, dejó la piña en el hueco que había hecho en un cuenco con manzanas, después la cogió de nuevo y regresó lentamente a la cocina.
Una de las manzanas desplazadas cayó y rodó hasta el suelo; se detuvo a sus pies, ahí donde estaba sentado de nuevo.
¿Qué iba a hacer Claudia con la maldita piña? ¿Decidir que no debían comerla? Él se veía privado de todo lo que comían, bebían, de todo lo que hacían, del aire que respiraban; ellos tenían todo aquello mientras él se quedaba sin, se lo quitaban porque se permitían esas cosas mientras él, su hijo, Duncan, iba a ser encerrado entre esquizofrénicos y paranoicos. Ella haría que Motsamai entregara la piña en esa otra clase de cárcel, quizá le permitieran aceptarla. Quizá la examinarían para ver si había, escondido en su interior, un cuchillo adecuado para suicidarse o una lima para escapar; estos trucos de detective barato para crear tensión, en realidad, están destinados a nosotros. Si no es una piña, es una ensalada que hay que envolver en plástico, un racimo de uva, un queso de cabra ¿sabe ella lo irritante que resultan estos intentos fútiles de llevar nuestro tipo de vida a la de él?
Dios mío, dame paciencia con ella. Esa noche, mientras ella esté acostada a su lado, con su ignorancia.
¿Le dijiste a Motsamai que viniera a verme?
Claudia ha vuelto y ha cogido su bebida. Hace repiquetear el hielo en el vaso y su mirada vaga por la habitación.
¿Por qué iba a hacerlo? No.
Sobre Duncan.
Fue idea suya, quería hacerlo. No podía decirle en tu nombre que no lo hiciera, ¿no? Te correspondía a ti decir si querías verlo o no. Me limité a decirle que no te apetecía ir a su casa el fin de semana, dije algo cortés y verosímil.
¿Por qué conmigo? ¿Cuál es la diferencia entre hablar a solas conmigo y hacerlo juntos?
Pero si ha hablado conmigo solo, ¿no? Las veces que tú no has ido. Y no me dijiste que os habíais puesto de acuerdo en que viniera a verme hoy a la consulta. No sé por qué no me lo dijiste, algún motivo tendrías.
Está mirando fijamente a Harald con gran concentración, como si esperara detectar algún movimiento en él.
No te entiendo, Claudia.
Quiere saberlo todo, la infancia de Duncan, su adolescencia: que yo se lo cuente todo. Como si lo hubiera tenido yo por partenogénesis. Yo sola.
Tonterías. No es eso. Sabes el motivo por el que nos tiene que hacer preguntas a los dos, todo lo que recordemos, todo lo que sepamos… Es nuestro hijo, ¡quién va a saberlo! Así podrá demostrar qué terribles presiones tuvieron como resultado que hiciera lo que hizo. Contra su naturaleza, contra su formación. Lo que nuestro hijo dice que hizo. Aunque Motsamai tiene cierta actitud condescendiente hacia las mujeres, de manera que tú…
No me ha parecido condescendiente.
Entonces, ¿cuál es el problema?
Que si cuando era pequeño era feliz en el colegio; que, si en casa, fue agresivo alguna vez, si confiaba en mí. ¡Claro que era feliz! Qué otra cosa podía ser, dado que lo queríamos. Esta pregunta sólo puede plantearla alguien cuyos hijos reciben palos.
Claudia busca las palabras adecuadas. Él intenta encontrárselas.
Tiene la idea de que las mujeres son más accesibles que los hombres, los niños se vuelven hacia la madre: evidentemente, eso viene de cómo son las cosas en su casa. Seguro que es toda una autoridad en su casa. Es el estilo de la gente como él.
Claudia ha dado con algo.
Si el chico tuvo una educación religiosa. Si iba a la iglesia.
Harald sonrió. Y qué le has dicho.
Que tú eras católico y lo llevabas contigo pero que, por lo que yo sabía, dejó de ir cuando fue lo bastante mayor para decidir por sí mismo. No intenté influir en él en ningún sentido.
Bueno, dejemos esa cuestión para otro momento.
Y que si cree en el bien y el mal. Si cree en Dios.
¿Cree en Dios?
Sabes que este tipo de tema no se planteaba entre Duncan y yo.
Harald levanta las manos rígidas y se coloca las palmas ahuecadas sobre la nariz, los labios, la barbilla; siente la respiración regular y cálida en la yema de los dedos.
Ninguno de los dos sabe si el hombre, Duncan, cree en un ser supremo, cuyo juicio está por encima del juicio del tribunal, que lo juzgará al final.
Aparta la barrera de las manos.
Quizá Motsamai esté jugando a ponernos uno en contra del otro. Tal vez tenga que hacerlo. De manera que lo que no recuerda uno (Harald se censura rápidamente y no dice «aquel que no quiere recordar») lo saca del otro. Eso es todo.