Tienes un importante paquete de acciones de empresas tabacaleras ¿verdad? Y conoces gente que ha muerto de cáncer de pulmón. Y en vuestras oficinas no hay señales de que nadie fume. Pero los dividendos están muy bien.
Hay un contexto; están en él. Él nunca habría creído que ella pudiera llegar a ser una mujer rencorosa. Se prepara, aunque no está seguro del tema exacto, debe de pertenecer al único tema que tienen.
Harald se ríe. Cansado y desanimado. Estamos comiendo un pollo que has comprado tú. Supongo que será uno de esos criados en granjas en crueles condiciones. Enjaulados.
La última palabra pone el dedo en la llaga. Qué importan los pollos cuando tienes que hablar con tu hijo dentro de las cuatro paredes de una cárcel.
Me gustaría saber, resulta que me interesa, si matar es el único pecado que admitimos.
Es el máximo, ¿no? Eso es lo que quieres decir.
No, no es eso.
Mentira, robo, falso testimonio, traición…
Sigue: adulterio, blasfemia, tú crees que existe el pecado. Me parece que yo no. Sólo creo en el daño; no hagas daño a los demás. Eso fue lo que se le enseñó, eso es lo que sabe, lo que sabía. Así pues, ¿quitar la vida es el único pecado que admite la gente como yo? Los no creyentes. No como tú.
Claro que no. He dicho: es el máximo. No hay nada más terrible.
Ante Dios. Ella lo empuja.
Ante Dios y ante el hombre.
Creía que para los creyentes existía la salida de la confesión, el arrepentimiento, el perdón de allá arriba.
Para mí, no.
¡Ah! ¿Y por qué? Claudia no quiere dejarlo escapar.
Porque no hay recompensa para la persona a la que le han arrebatado la vida. No tiene nada. El único que recibe la gracia es el que mató.
En este mundo. ¿Y qué pasa con el otro? Harald, no aceptas tu fe.
No, en este tema, no.
De manera que pecas con tus dudas. ¿Sólo en este caso? La mirada de Claudia es explícita.
No, siempre. Tú no lo sabes porque nunca ha sido posible hablar contigo de estas cosas.
Lo siento mucho, lo único que he podido hacer ha sido respetar tu necesidad de este tipo de creencias. No podía seguir una argumentación sobre algo que estoy convencida de que no existe. De todos modos, tú te has permitido la misma libertad que yo tengo para decidir lo que importa y lo que no. Incluso con tu Dios detrás.
¡Oh, déjame en paz! Soy un asesino porque ves gente que muere de cáncer de pulmón.
¿En qué punto esta permisividad se convierte en algo serio, Harald?
Si Dios te permite perdonarte tantas cosas, ¿cómo convences, a quien no quiere seguir el ejemplo, de que tú no tienes que seguir las normas porque la gente que te ha enseñado a seguirlas tampoco lo hacía? Claro está, saben cuándo detenerse. Porque nada en su vida va más lejos. Están seguros. Hacen dinero con cigarrillos, eso no es pecado para un buen cristiano.
Claudia no lo mira mientras habla. Tiene la cabeza vuelta hacia otro lado. Si fuera para controlar las lágrimas, rompería la tensión que es, al mismo tiempo, hostil y excitante; el corazón de Harald brota como un geiser en su pecho, contra ella. Ella no ofrece lágrimas; no quiere mirarlo. Lo sucedido ha traído al orden del adosado algo que no estaba previsto que contuviera; ella tiene razón en esto: la vida que llevaban juntos no estaba preparada para llegar tan lejos, hasta este límite. La gente ambiciona que sus hijos lleguen más lejos de lo que ellos han llegado; el suyo ha hecho de este propósito un horror.
Claudia ha dicho en una ocasión, ¿qué le he hecho yo que tú no hicieras? Ahora, Harald quería decir, con la mesurada voz que podía utilizar con la fuerza de un grito: ¿Y qué es lo que yo no he hecho por él que tú tampoco has hecho? ¿Por qué me lo preguntas a mí? Porque yo soy el hombre. Ese repentino recurso a una táctica femenina. Te pones la piel de cordero de la debilidad cuando te conviene. Yo soy el hombre y por lo tanto soy responsable, compro acciones cuyos beneficios tú gastas, dinero que mata, hice de él un asesino, un pollo muerto y un hombre con la cabeza atravesada por una bala, ¡al infierno!
La hostilidad ha succionado toda comunicación hacia su vacío. Si él hubiera abierto la boca, Dios sabe lo que habría salido de ahí.
De manera que Harald es capaz de creer que su hijo lo hizo y que debe ser castigado. No es posible cambiar la confesión (ya hecha), el arrepentimiento, por perdón. Menuda compasión la del Dios de Harald y su Único Hijo, concebido, no mediante la penetración y el esperma (porque eso es humano y sucio), sino por quien asumió todo pecado humano para limpiar a todos los demás que pecan. Menuda fe religiosa que había seguido el padre, en su superioridad moral, yendo a rezar y a confesarse (¿de qué?) cada semana, llevándose al niño con él a fin de darle una guía para su vida, el amor fraterno y la compasión decretadas desde arriba mientras la madre daba una vuelta en la cama y seguía durmiendo. Ella llevó dentro de sí la maldita apostasía del padre como había llevado el feto que él le había implantado cuando ella tenía diecinueve años.
El gran ojo del sol estaba empañado tras una catarata de nubes: el resplandor difuso confundía los planos del rostro, de manera que, durante unos instantes, Harald y Claudia no estuvieron seguros de cuál era aquella cara negra. Estaban en el aparcamiento, entre camionetas de la policía; Harald había cerrado el coche con el mando electrónico, por rutina, y miraban hacia la fortaleza. La expresión de reconocimiento les dio la bienvenida; ellos y el hombre se acercaron a través del espacio, que siempre parecía tan largo, comprendido entre el punto de llegada y las puertas de entrada. Khulu. Dladla. De la finca en donde estaba la casita. De la casa, el sofá. Se marchaba después de hacer una visita a Duncan. Duncan volvía a estar en una celda, después de ir al manicomio. Ellos iban a ver a Duncan. Un arrebol cálido y extraño acompañó a su coincidencia. Harald no lo había visto desde que esperó en la casa, contemplado por aquel otro ojo, el ordenador; Claudia probablemente no lo había vuelto a ver desde que alguna vez lo invitara su hijo a la casa, en un tiempo anterior a lo que había sucedido. Ella no había encontrado ningún motivo, nada que aprender del enfrentamiento con el lugar, sería como si la obligaran a mirar la tumba donde, tras una autopsia debidamente hecha, se hubiera metido a un hombre para relegarlo al olvido. La víctima desaparece, el perpetrador permanece. Tras lo que había presenciado, aquel lugar sólo podía suscitar su revulsión y no podía arriesgarse a sentir tal revulsión contra quien afirmaba haber cometido aquel acto.
Nkululeko Dladla, Khulu. Él también había llevado a la cárcel lo que faltaba, al propio Duncan, que existía en algún lugar del exterior. Cualquier evocación de la casa que llevara consigo se había evaporado en el resplandor de la gravilla de la cárcel; sentían hacia él cierta gratitud. No tenían a nadie más; sólo a Hamilton.
En la abertura de una camisa desabrochada, sobre el amplio pecho, el diente curvo de algún felino, engarzado en oro, se enmarañaba con una adornada cruz etíope. Junto con la sofisticación del brillo de los gemelos y un anillo con una piedra roja, aparecía el convencionalismo antimaterialista de los tejanos raídos y las zapatillas de deporte: era la normalidad, una forma de cotidianidad contemporánea, de libertad, que aparecía en la esterilidad de ese espacio ante los muros ciegos, como una margarita abriéndose paso entre las piedras.
– Qué va, está bien. Claro que sí. De verdad. Habría venido antes, pero no sabía si le gustaría. Verme y tal. Está bien.
Él era uno de los dos amigos que habían encontrado a su otro amigo con la sandalia colgando del pie por la correa, muerto por una bala procedente de un arma que, sin que eso tuviera mayor importancia, pertenecía a todos los que utilizaban la casa, compartida fraternalmente, como los paquetes de cigarrillos que había por ahí y las bebidas de la cocina. Él era uno de los dos amigos que corrió a la casita para decir a su otro amigo que había sucedido algo terrible.
Y, de repente, mientras estaban de pie tan juntos, protegidos, delante de la cárcel de la que él acababa de salir y en la que ellos estaban a punto de entrar, su rostro, muy cerca de ellos, luchó para evitar un cambio de tensión en los músculos, y sus ojos, horrorizados por lo que le sucedía, se abrieron, llenos hasta el borde. Sorbió las lágrimas por la nariz sin vergüenza alguna, como un niño.
Claudia le puso una mano en el brazo.
Pero un hombre no puede ser tratado con condescendencia ni humillado por el silencio de otro hombre: también Harald había quedado cegado de esa manera un día, cuando volvía conduciendo de la cárcel, cuando empezó la espera del juicio.