El hijo tenía un aire de impaciencia, la mirada huidiza propia del que desea que se marchen los bienintencionados; una necesidad urgente de atender alguna preocupación, un asunto propio. Podían interpretarlo como señal de confianza; en su inocencia, por supuesto; o podía ser una máscara ante el terror, similar al terror que ellos habían sentido, para ocultar su terror por orgullo, para que no se uniera al suyo. Ahora estaba acusado oficialmente, aparecía registrado como tal. El acusado tiene derecho a sentir terror, ¡quién lo duda!
¿Nada?
Yo me encargaré de todo lo que Duncan necesite; el abogado apretó el hombro de su cliente mientras mecía su maletín y se marchó.
Si no había nada, entonces…
Nada. ¿No podían preguntar nada, qué está pasando aquí, qué hiciste, qué se supone que has hecho?
Su padre se armó de valor: ¿De verdad es buen abogado? Podríamos encontrar otro. Cualquiera que haga falta.
Un buen amigo.
Me pondré en contacto con él más tarde, averiguaré qué ha pasado con el fiscal.
El hijo sabe que su padre se refiere al dinero, estará dispuesto a proporcionar la garantía para la contingencia que -imposible creerlo- ha surgido entre ellos, el dinero para la fianza.
El se aparta -el preso, eso es lo que ahora es- antes de que los policías se muevan para ordenárselo, no quiere que lo toquen, tiene voluntad propia, y la mano de su madre apenas puede asir el extremo de sus dedos cuando él se aleja…
Ven cómo lo llevan escaleras abajo en dirección a lo que haya bajo el juzgado. Cuando se disponen a salir de la sala B17, se dan cuenta de que el otro amigo, Julián, el mensajero, ha permanecido de pie tras ellos, deseoso de tranquilizar a Duncan con su presencia, pero sin querer intervenir en la conversación con quienes tienen los más íntimos derechos. Lo saludan y salen juntos, pero no hablan. Él se siente culpable por su misión, aquella noche, y se escabulle.
Cuando la pareja emerge al vestíbulo de los juzgados, vasta y elevada catedral en la que resuenan los susurros de los diversos suplicantes congregados, Claudia se aparta repentinamente y desaparece siguiendo la señal que indica la dirección de los aseos. Harald la espera entre esas pacientes personas que pasan por un momento difícil, no pueden hacer otra cosa, él es uno de ellos, las mujeres, mandos, padres, novios, hijos de falsificadores, ladrones y asesinos. Mira su reloj. Todo el proceso ha durado exactamente una hora y siete minutos.
Ella vuelve y se marchan de ese lugar.
Tomemos un café por ahí.
Oh… hay pacientes en la consulta, esperándome.
Que esperen.
No tuvo tiempo de llegar al retrete y vomitó en el lavabo. Sin previo aviso; cuando salía en tropel con todas aquellas personas que pasaban por un momento difícil, formando parte de los inquietos y aturdidos andares, de repente sintió una presión en la barriga y supo lo que iba a suceder. No se lo dijo, cuando volvió junto a él, y debió de dar por hecho que había ido a aquel lugar con el objetivo habitual. Desde un punto de vista médico, había una explicación para un vómito repentino sin náuseas. La tensión extrema podía desencadenar la tensión de los músculos. «Echó los hígados»: era la expresión que utilizaban algunos de sus pacientes cuando describían el síntoma. Siempre lo había escuchado con frialdad, como algo tremendamente inexacto.
Que esperen.
Él le estaba diciendo que se fueran al infierno, los pacientes, ¿cómo pueden compararse sus dolores, molestias y embarazos con esto? Todo se detuvo, aquella noche; todo se ha detenido. En la cafetería, un camarero andrógino con largo cabello rizado atado en una coleta y bíceps de tenista canturreaba su contento acompañando el hilo musical. En el depósito de cadáveres, yacía el cuerpo de un hombre. Pidieron un café filtrado (Harald) y un cappuccino (Claudia). El del hombre que recibió un disparo en la cabeza, que encontraron muerto. ¿Por qué iba a resultar sorprendente que fuera un hombre? ¿No era ya un modo de admitirlo todo, de dar crédito a que pudiera haber sucedido? Asumir que el cadáver fuera el de una mujer -lo más común, un crimen pasional sacado de las páginas de sucesos de los periódicos del domingo- era aceptar la posibilidad de que se hubiera cometido, introducirlo en el contexto de una vida. La de él. La violencia fortuita de las calles nocturnas que habían esperado leer en el rostro desconocido del mensajero formaba parte de los riesgos posibles en aquel lugar, junto con otros más generales, como el de contraer una enfermedad, no realizar una ambición, perder el amor. Aquellos que son responsables de una existencia admiten que la exponen a todo esto. Matar a una mujer en un arrebato de pasión celosa; el mero hecho de que se les ocurriera -con vergüenza, aceptando su banalidad periodística- suponía permitir incluso que la misma naturaleza de esos actos pudiera romper los límites de ese contexto vital.
Seguimos sin saber nada.
Ella no contestó. Sus cejas se alzaron cuando estiró el brazo para coger los sobres de azúcar. La mano le temblaba ligeramente, privadamente, tras la reciente convulsión violenta de su cuerpo. Si él se dio cuenta, no comentó nada.
Ahora entendían lo que habían esperado de éclass="underline" una sensación de ultraje ante aquello, ante aquella acusación absurda contra él. Ante su presencia allí, entre dos policías, delante de un juez. Esperaban que se abalanzara al verlos -eso era para lo que estaban preparados- para decirles ¿qué cosa? Lo que pudiera, dentro de los límites impuestos por aquella sala con los policías merodeando, los funcionarios reuniendo papeles y los curiosos perdiendo el tiempo. Que era un disparate que estuviera allí, que tenían que sacarlo de ahí inmediatamente, los oficiales inoportunos protestarían, ¿de qué? Díselo, díselo. Alguna explicación. Cómo podía nadie pensar que aquella situación era posible. Un buen amigo.
El abogado, un buen amigo. Y eso era todo. Su espalda cuando bajaba por las escaleras, un policía a cada lado. Ahora, mientras Harald estiraba una pierna para poder coger las monedas del bolsillo, él estaba en una reclusión que ellos no habían visto nunca, en una celda. El cuerpo de un hombre estaba en un depósito de cadáveres. Harald dejó una propina para el joven que canturreaba. Los mezquinos rituales de la vida forman una aturdida continuidad sobre lo que se ha detenido.
Esta tarde insistiré en llegar al fondo de todo esto.
Anduvieron hacia su coche a través de la monótona extensión de la ciudad, separados y unidos de nuevo por la acera que se ensanchaba y estrechaba en función de otras personas que vivían su vida, de las mercancías esparcidas de los vendedores, apiladas en pequeñas pirámides de verdura, chicles, gafas de sol y ropa de segunda mano, los fogones de gas en que se freían salchichas como fragmentos curvos de tripas humanas.
Por la tarde, no pudo dejar que esperaran. Era el día de la visita mensual a un hospital. Se suponía que los médicos como ella, dedicados a la medicina privada, tenían que hacer frente a las necesidades de algunos barrios de la ciudad, en lo que habían sido zonas residenciales de blancos donde, en los años recientes, se había producido un flujo, un gran incremento en número y variedad de la población. Había desempeñado esta obligación regularmente; ahora, la conciencia la aguijoneó e hizo que pasara por encima de lo que había detenido; se dirigió al hospital en lugar de acompañar a Harald al abogado. ¿Tal vez también lo hacía para convencerse de que lo que había sucedido no podía haber pasado? No era día para analizar motivos; sólo para seguir los pasos fijados en la agenda. Se puso la bata blanca (es funcionaría, como el juez, encorvado bajo la toga) y entró en el dominio institucional que le era familiar, el esterilizador humeante, con su batería de instrumentos de precisión para cada uso, la coreografía de la eficiencia de la joven enfermera, con su cofia de muñeca, blanca y almidonada, sujeta sobre su peinado rasta. Algunos de los pacientes no tenían palabras, en inglés, para expresar qué desarreglo sentían en su interior. La enfermera traducía cuando era necesario, transmitiendo las preguntas de la doctora, cambiando con facilidad de una lengua materna a otra que compartía con aquellos pacientes, y transmitiendo sus respuestas.
La procesión de carne se expuso ante la doctora. Era el medio en que trabajaba, los abundantes muslos negros separados reticentemente con pudor (la enfermera bromeaba con las mujeres, mama, la doctora es una mujer como tú), los pechos con vello blanco de los ancianos que auscultaba. Las tiernas barrigas de los niños que se deslizaban bajo la palma de su mano, lágrimas de terrible reproche sobresalían de los infantiles ojos cuando tenía que introducir la aguja en la suave almohadilla de su brazo, donde el músculo todavía no se había desarrollado. Lo hacía de la misma manera que cualquier otra actividad necesaria, con toda su habilidad para evitar el dolor.
¿No era ése el objetivo?
Hay muchos dolores que surgen de dentro; esta mujer con un tumor que le crece en el cuello, fácil de palpar para unos dedos experimentados, y la habitual procesión de pensionistas trabados por la artritis.
Pero el dolor viene de fuera: la violación de la carne, un niño quemado por una olla de agua hirviendo que se ha vertido, o una navaja clavada. Una bala. Este atravesar la carne, la fuerza, el émbolo de una bala que ha entrado muy hondo, una aleación de acero que rompe el hueso como si destrozara una taza de té; ella no es cirujano, pero en esta violenta ciudad ha visto cavar en busca de esas pepitas y levantarlas con una palanca en las mesas de operaciones; conservan la forma aerodinámica de la velocidad misma, no hay elemento en el cuerpo humano que pueda resistir, ni siquiera mellar, una bala, y los que sobreviven recuerdan el dolor de modo diverso, pero todos coinciden: un asalto. El dolor que es producto del cuerpo mismo, de su mal funcionamiento, forma parte de uno; de alguna manera, un misterio que la ciencia médica no puede explicar, el cuerpo es responsable. Pero esto… La bala: el asalto puro del dolor.
El objetivo de la vida de un médico es defender la vida frente a la violencia del dolor.
Ella está al otro lado de la línea divisoria que la separa de los que lo causan. La línea divisoria definitiva, entre la muerte y la vida.