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Suicidio. El Estado puede hacerlo por ti si eres declarado culpable de asesinato. Harald habla en nombre de los dos.

– No hemos hablado nunca de la sentencia. Qué pasa si los atenuantes son tenidos en cuenta. O si no lo son.

El rostro de Hamilton Motsamai y el ronco, tierno y grave, ejeee… mejee…, los envolvieron en un abrazo.

– Sé en qué estáis pensando. Pero la pena máxima hace tiempo que no se aplica, hay una moratoria, como sabréis, desde 1990, cuando se hizo inevitable descartar la vieja Constitución. Ahora depende del Tribunal Constitucional. En realidad, el primer caso que se verá allí es la cuestión de su ilegalidad bajo la Constitución provisional. La pena de muerte. Confío en que el Tribunal determine que es inconstitucional. Será abolida. Estará liquidada y despachada antes de que se dicte nuestra sentencia. Ejeee… Sigue en la legislación del país sólo temporalmente.

Cómo sabéis, ha dicho el asesor legal. Pero en qué medida se habían preocupado por ello, más allá de lo que lo hacía la gente civilizada -dudando en su interior que el crimen pudiera ser desterrado sin la disuasión del castigo máximo- apoyando concienzudamente los derechos humanos y las políticas sociales progresistas que habían sido violados en el pasado del país-. Hubo tanta crueldad en nombre del Estado en el que habían vivido, tantas palizas letales, interrogatorios mortales, un moribundo llevado mil kilómetros, desnudo, en una camioneta de la policía, presos comunes que habían pasado la noche cantando antes de que llegara la mañana de la ejecución, ahorcamientos en Pretoria mientras la segunda rebanada de pan saltaba del tostador… Pero la pena que cumplían los individuos desconocidos no era comparable con el crimen estatal. Nada de aquello tenía que ver con ellos. Asesinos, violadores y maltratadores de niños; si la doctora Lindgard había tenido, en una o dos ocasiones, contacto profesional con las víctimas y había contado a su esposo el daño hecho, ni él ni ella habían tenido en su órbita, ni siquiera remotamente, ninguna posibilidad de conocer a los autores de esos crímenes. (Y, tal vez, después de todo, ¿no sería mejor eliminarlos por el bien general?)

La pena de muerte. Incluso ahora, seguía pareciendo que no tenía nada que ver con ellos, con su hijo. Habían estado preocupados obsesivamente por el motivo por el cual hizo lo que hizo; cómo él, uno de ellos, su hijo, podía haber llevado a cabo un acto de horror: habían sido incapaces de reflexionar sobre nada más, sólo de manera abstracta, confusa, habían pensado rápidamente en qué tipo de castigo podría recibir. El castigo había parecido ser la celda de la cárcel que no habían visto, no podían ver, y la sala de visitas que era el único lugar donde, para ellos, Duncan tenía existencia material. Incluso Harald, que, en su fe religiosa, se preguntaba por el acto en relación con el perdón de Dios y cometía la herejía de negar que su gracia existiera para el que actúa de esta manera: «No va conmigo.» La pena de muerte: destilada en el fondo de la botella relegada al fondo del armario.

Hamilton Motsamai se ha ido. La puerta se ha cerrado tras él, los pasos se han hecho inaudibles, el coche debe de haberse alejado a través de las puertas de seguridad del conjunto residencial de adosados. El era lo que los separaba de la pena de muerte. No sólo había llegado él del Otro Lado; todo les había llegado del Otro Lado, la desnudez ante el desastre finaclass="underline" la impotencia, la indefensión ante la ley. La rara sensación que Harald había tenido mientras esperaba a Claudia en la catedral secular del vestíbulo de los juzgados, la de ser uno más entre los padres de ladrones y asesinos, se confirmaba ahora. La reacción de ir a la catedral para rendir culto entre la gente de la calle, que le había parecido una manera de evitar la amabilidad de sus acomodados congéneres, en realidad había sido el sistema para ocupar su lugar entre los resignados a la desgracia. Lo cierto de todo aquello era que él y su esposa pertenecían ahora a la otra cara del privilegio. Ni su blancura, ni la observancia de las enseñanzas del Padre y el Hijo, ni la piadosa respetabilidad del liberalismo, ni el dinero, que los habían mantenido en un lugar seguro -esa otra forma de segregación-, podrían cambiar su posición social. A su manera, la nueva situación era tan definitiva como los cambios forzosos del antiguo régimen; no era posible quedarse donde habían estado, sobrevivir tal como eran. Ni siquiera el dinero; que sólo podía pagarles el mejor abogado disponible. Podía pagar a Motsamai. Las circunstancias atenuantes de Motsamai se interponían entre ellos -Duncan, Harald, Claudia- y la decisión de otro tribunal, un tribunal que tomaría una decisión que no se basaría en las circunstancias atenuantes del acto de un individuo, sino en la moralidad colectiva de una nación, que es la sustancia de una Constitución: el derecho de un individuo a la vida, aunque ese individuo haya quitado la vida a otro, y aunque el Estado tenga derecho a convertirse en asesino, quitándole la vida a su víctima, colgándola del cuello a primeras horas de la mañana en Pretoria.

Pena de muerte.

Motsamai confía en que sea abolida. «Liquidada y despachada» (dado que es polígloto, probablemente lo que él tenía en la punta de la lengua era el expresivo giro utilizado en el slang inglés-afrikaans, «finished and klaar»). Sin embargo, mientras el hombre asesinado en ese sofá está bajo tierra, bajo los cimientos del adosado y de la cárcel, y Duncan está en una celda, aparece en la legislación del país, es el derecho de la ley, el derecho del Estado: el derecho a matar.

De la misma manera que Harald y Claudia se planteaban la amplia y abstracta cuestión de la moralidad de una nación civilizada, cuando ni se imaginaban que tuviera nunca una relación concreta con ellos ni con su propia moral, esa noche aquella vaga cuestión no tenía lugar en la cegadora inmediatez: Duncan en una celda, esperando a que se dictara sentencia. Eran dos criaturas atrapadas en los faros de una catástrofe. No había nada entre Duncan y el juez que dictaba la sentencia, excepto Motsamai y su confianza en sí mismo. El abrazo de su confianza ¿no era expresión del hombre, más que del abogado? Ahora, la compasión se encontraba en el otro lado -el lado interno- de su mando condescendiente, la cáscara del ego que había tenido que bruñir para llegar hasta donde había llegado, considerado el mejor abogado disponible para aquel caso, entre otros abogados blancos.

Ninguno de los dos podía dejar de pensar en la repulsión que habían sentido, sin poder rehuirla, al ver a Duncan, ante su situación entre dos vigilantes, en la última ocasión que lo vieron en la sala de visitas, esa sala despojada de todo lo que no fuera confrontación. En la cárcel, todo era confrontación, todo: el autor del crimen se enfrentaba al carcelero, se convertía en víctima de éste y no tardaba en traicionar el amor que sus padres le habían dado; los padres traicionaban el compromiso que habían adquirido con él. El desagrado que habían sentido repentinamente en aquella ocasión; no, en las últimas ocasiones, ante él, en la sala de visitas. Era el rechazo lo que los había unido. Rechazo contra su propio niño, su hijo, su hombre -no importa lo que haya hecho-, engendrado por una antigua, primera pasión de apareamiento. Les inspiraba pesar su vergonzosa degeneración; náuseas la conspiración de rechazo que había revitalizado el matrimonio hundido por la pena. Acostados, él la rodeó con los brazos, con la espalda y las piernas de Claudia contra las suyas, sus pies tocándose como manos, en lo que a ella le gustaba llamar posición de cuchara y tenedor, y permanecieron mudos. Imposible decirlo: sentenciado a muerte. Pasaron mucho rato acostados así. Al final, ella notó que él se había quedado dormido, la mano que tenía sobre ella se movía en una aflicción sumergida, como las patas del perro cuando soñaba que escapaba corriendo. Harald ya no reza. De repente, ella se dio cuenta; y fue terrible. Lloró, con cuidado para no despertarlo, con la boca abierta en un grito ahogado, las lágrimas rodando hacia ella.

Plano.

Duncan tiene una mesa, una regla para trazar paralelas, un cartabón ajustable, un escalímetro y una plantilla de círculos en la celda de la cárcel y, mientras espera el juicio y la sentencia que llegarán dentro de un mes justo, dibuja un plano. ¿Entiende que tal vez vaya a morir? ¿Supone eso un desafío -un plano, un futuro- precisamente porque lo entiende? O se debe a que tiene alguna idea enloquecida, una fe inexpresable y desesperada en que saldrá de ese lugar y volverá a su vida. Se liberará de lo que ha contado, aunque lo ha contado: que mató a un hombre. El tiempo se rebobinará, deslizándose como una de esas cintas de vídeo que él y la chica debían de ver desde la cama por la noche: estaban en la mesa de bambú junto con los periódicos y el cuaderno, y la diversión de ese jueves terminará de manera no muy distinta de otras veces.

Un muerto, tal como ha dicho Harald, no está presente para recibir perdón; un muerto no tiene ningún plano.

Todo está cambiado. De manera que a Harald no le parece extraño que haya cambiado de carácter ese viejo edificio que domina una de las crestas que discurren hacia el norte desde la meseta donde se asienta la ciudad, con su fachada rojiza, como el rostro de los padres imperialistas que lo hicieron construir con una amplia entrada y frisos de madera en las galerías. Mientras se acerca, contempla la fachada del viejo Hospital de Infecciosos, pero no es ya un lugar de aislamiento para los que podrían contagiar la enfermedad entre la población, sino la sede del Tribunal Constitucional. Albergará la antítesis de la confusión y la desorientación propias de la mente febriclass="underline" formará parte de una ampliación del territorio de la justicia ponderada que existe en otros lugares, un tribunal al que cualquier ciudadano puede llevar cualquier ley que le afecte para que se examine en relación con los derechos individuales, tal como los consolida la nueva Constitución. El Tribunal Constitucional, el Juicio Final, será el árbitro postrero de la conducta humana en la ciudad, en todo el país. Su justicia se basará en la moralidad del Estado mismo, tierra y cobijo, libertad de expresión, de movimiento, de trabajo: sin duda, en esto se basarán algunos de los recursos presentados ante el Tribunal, pero son sólo componentes del derecho definitivo al que se consagra este tribunal como ningún otro puede estarlo: el derecho a la vida. El derecho a la vida: está grabado en el documento fundacional del Estado, es el valor nacional por excelencia; allí está, en la Constitución. Es el territorio de la salud y no de la enfermedad; de la vida, y no de la muerte.