La primera petición que verá el Tribunal, la primera vez que se convoque, es la de dos hombres que esperan su ejecución en sendas celdas de Pretoria. Existen gracias a la moratoria. No saben cuándo terminará ésta, ni siquiera si terminará nunca; la pena de muerte sigue vigente en las leyes del país. Ninguno de los dos ha cometido un crimen castigado con la pena de muerte por una causa más importante que él mismo, como medio para un objetivo político; ambos son lo que se conoce como un preso común, y este preso común ha sido condenado por asesinato en conformidad con el debido proceso en un tribunal. Él no dice que no sea culpable, sino que rechaza el derecho del Estado a asesinarlo a su vez. Su alegato se basará en que la pena de muerte contraviene la Constitución. El derecho a la vida.
Harald ha leído todo esto en los periódicos. Acude, como si se tratara de una cita clandestina, al viejo Hospital de Infecciosos. Es una cita para él; sube los escalones rápidamente y en el vestíbulo no sabe a qué zona enmoquetada debe acudir. El lugar debe de haber sido renovado por completo, tiene una elegancia gubernamental y no queda el menor tufillo a desinfectante: una hilera de ascensores tras un suelo con un rompecabezas de piedra de colores, palmeras en maceta. La atmósfera se parece menos a la del acceso a la sala B17 que a la de los seminarios de negocios en los centros de conferencias de los hoteles de grandes cadenas. Hombres y mujeres, funcionarios menores, cruzan y vuelven a cruzar el vestíbulo con esa mirada que no ve que cultivan los camareros que no quieren ser llamados. Pero alguien que es miembro de consejos de administración tiene una presencia física tan palpable como si fuera un traje del que no pudiera despojarse, aunque él mismo piense que no acaba de caerle bien; una mujer joven la percibe y consiente en prestarle atención suficiente para indicarle el piso y la sala correctos.
En el destino que ha encontrado, la gente se mueve de un lado a otro con aires de importancia; no cabe duda de que ha llegado pronto. Últimamente se dedican a enviarlo de un lugar desconocido a otro: éste es un submarino bien arreglado, con un techo bajo iluminado sobre un estrado elíptico donde unas vacías butacas oficiales de alto respaldo están dispuestas a cada lado de una imponente butaca presidencial. Tras la tarima, un telón parece disimular una entrada de uso restringido. Delante de todo esto, hay unos pulidos paneles y mesas con instrumentos de grabación para los escribas y, acordonadas por una barandilla simbólica de madera (ha aprendido ya que ésos son los muebles típicos de los edificios de la ley), hay hileras de asientos para el público que ha acudido allí a oír cómo se administra la justicia final; o, como él, por otros motivos.
Los asientos están vacíos, pero le piden que se vaya del que ha escogido, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de delante, porque alguien está colocando tarjetas de «reservado» en su fila. Debe evitar las columnas que sostienen el techo; duda antes de escoger otro sitio y tiene la misma sensación que si estuviera en una especie de teatro y tuviera que poder seguir la actuación sin obstáculos. Un funcionario trae jarras de agua a la mesa curva situada delante de las butacas oficiales; un micrófono sometido a prueba gargariza y chilla; los funcionarios se dan unos a otros órdenes amistosas en una mezcla de inglés y afrikaans… el pensamiento vaga… así que este nivel del funcionariado (y el de los vigilantes que permanecen de pie a cada lado del preso en la sala de visitas) todavía es el coto cerrado de estos hombres y mujeres blancos, en otros tiempos gentes escogidas, viejos que terminan sus días resollando como conserjes, los hombres y mujeres más jóvenes de la última generación a la que, cuando salía del colegio, el Estado garantizaba un empleo, una sinecura reservada a los blancos. Se apresuran de un lado a otro, delante y detrás de Harald; todas las mujeres jóvenes parecen llevar un uniforme por un acuerdo tácito, una especie de conjunto con algunas variaciones según la fantasía y el deseo de realzar el atractivo sexual de cada una. En blanco y negro, como las figuras de la sala de un tribunal en las reproducciones de las litografías de Daumier que él y Claudia encontraron en los puestos de libros callejeros de París; deberían dárselas a Hamilton, era justo lo que faltaba en los iconos de prestigio legal de aquella sala, con su brillante extensión -el escritorio- y el armarito resucitador del que saca el coñac que ofrece con amabilidad, en el momento adecuado, a un hombre que se ahoga en lo que acaba de revelarle. Harald recuerda su situación en aquel momento mientras mira el reloj. Y la gente está empezando a llegar y a ocupar asientos a su alrededor.
No conoce a nadie, aunque reconoce una o dos expresiones vistas en las fotografías de los periódicos o los debates de la televisión: se trata de un público que acude movido por sus principios, gente que pertenece a organizaciones defensoras de los derechos humanos o está comprometida políticamente en posturas a favor o en contra de temas como el que se va a abordar. Él y su esposa nunca han formado parte de los que convierten sus opiniones privadas en una expresión pública, en lo que él supone que es la transformación de opiniones en convicciones: ahora está allí, entre esos hombres y mujeres. A su derecha, surge repentinamente un aroma a linos, una mujer perfumada se acomoda con una mirada cortés a modo de saludo dirigida a un vecino que, sin duda, será un aliado de un tipo u otro: si no, ¿por qué otro motivo podría estar presente? La mujer tiene el cabello largo y rojizo, y es consciente de su abundancia, porque repite varias veces el gesto gracioso de levantárselo de la nuca mientras busca algo en una carpeta que tiene sobre las rodillas. Al otro lado, un hombre negro permanece sentado durante unos minutos, dirige la vista alternativamente hacia abajo, en dirección a sus brazos cruzados, y levanta la cabeza para mirar a izquierda y derecha, y, cuando se levanta, un anciano blanco ocupa su asiento y se desparrama en él con su obesidad y sus voluminosas ropas. Harald, ajeno al medio en donde semejante código de vestimenta es significativo, no puede saber si es pobre o si los tejanos grandes y desteñidos en las rodillas y en las zonas que sobresalen, la camisa a cuadros de obrero y el chaleco de piel ajada son su expresión de indiferencia por las cosas materiales. Sin embargo, se aparta un poco para no molestar al hombre. Así es como pasan los minutos; no pensar, no pensar por qué motivo, él, Harald, está allí. Se da cuenta de lo extraordinario de su presencia entre aquella gente por un motivo que ellos ignoran.
Está solo como nunca lo ha estado en su vida.
Y ahora empiezan a desfilar en dirección a las butacas oficiales situadas tras la brillante palestra, sonriendo y charlando en voz baja unos con otros mientras buscan el lugar que les corresponde: ahí están los hombres y mujeres que van a ser los jueces. No todos ellos son jueces en los tribunales ordinarios, pero todos ellos reciben ese título en este tribunal. Es imposible -debido al pasado y, todavía más, debido a los cambios del presente- no fijarse de entrada en el color de su piel. Una mujer negra con los pómulos altos y la boca firme de los de su raza que han conseguido triunfar pese a tenerlo todo en contra, un hombre negro con la pesada cabeza sobre anchos hombros de dignidad tradicional transformada en académica (sólo él -Hamilton- ha dejado de parecer en su retina interior, la de la mente, como negro; la dependencia de él ha hecho que su personalidad se imponga sobre su color). Hay una mujer blanca y enérgica, con un familiar apellido irlandés, que podría ser una de las ejecutivas feministas que empiezan a aparecer en la dirección de las empresas; un indio pálido con los ojos semientornados y la curva sardónica en los labios que se asocian con una mente crítica. Un anciano juez blanco emana distinción, un rostro paciente que ha oído todo lo que puede decir la gente que pasa por un momento difícil; otro de aire aniñado con las cejas levantadas en gesto de interrogación mientras coloca su micrófono y la jarra, aunque debe de ser de mediana edad, contemporáneo de Harald (pero Harald ahora no tiene contemporáneos). Otros toman asiento sin captar su atención, excepto uno, un hombre moreno (¿italiano o judío?) con una sonrisa entre cicatrices y unos ojos peculiares, uno oscuro y brillante, otro nublado y ciego, del que emana con descaro una vitalidad radiante, ya que gesticula con un muñón en el lugar de un brazo. Todos llevan togas verdes con fajines negros y cintas rojas y negras en las mangas, una especie de traje de judo con una pechera blanca con volantes que debió de estar diseñada para distinguir a este tribunal de cualquier otro. Por fin aparece el juez presidente por la división entre las cortinas y sólo él es una conexión con la vida pasada, alguien a quien Harald ha conocido -o, mejor dicho, le han presentado- entre la ecléctica lista de invitados de la recepción de un consulado extranjero. Es un hombre con uno de esos rostros que escasean -es fácil olvidar que existen- que no presentan ninguna proyección del ego para imponérsela a los demás, al mundo. Parece atractivo, aunque quizá no lo sea; es la calma sin solemnidad lo que da a sus rasgos la armonía que produce este efecto. Mira hacia el público, reconociendo que es uno de ellos. No sonríe, pero sus ojos, tras los cristales, tienen una expresión sonriente; más aún, compasiva; pero tal vez sea el distanciamiento de las gruesas gafas lo que le sugiere a Harald que ahí está ese sentimiento, y lo conmueve.
En cierto modo, es una vista extrañamente abstracta. Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu -ésos son los nombres de los asesinos- no están presentes. Están en las celdas de los condenados a muerte. Los abogados que los representan han hecho una solicitud junto con asociaciones llamadas Abogados por los Derechos Humanos, la Asociación para la Abolición de la Pena de Muerte, e incluso con el Gobierno mismo; un Gobierno que desafía las leyes del país, paradoja que se produce como consecuencia de los vestigios de la legislación del antiguo régimen. Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu ¿quiénes son? Eso no importa a este tribunal, quiénes son, qué hicieron, asesinos de cuatro seres humanos; son un caso de prueba para el principio moral más importante de la existencia humana.