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Aquel antiguo mandato. No matarás.

En la concentración situada bajo el cercano techo, sólo hay un individuo presente para el cual estas medidas no se encuentran en el elevado plano de la justicia abstracta. Sin embargo, la elocuencia de los argumentos algunas veces arrastra a Harald al plano elevado, en una atmósfera de vivo debate, en la que los abogados de los abolicionistas basan su punto de vista en los fragmentos que citan de la declaración de derechos de la Constitución (en el aura de lirios, la joven de su derecha garrapatea lo que él lee de reojo: «Artículo 9 garantiza el derecho a la vida Artículo 10 protección de la dignidad humana Artículo 11 proscribe el trato o castigo cruel inhumano o degradante.» La espalda del abogado abolicionista, que es todo lo que puede verse de él desde la quinta fila mientras se dirige a los jueces, oscila convencida mientras da su interpretación del artículo 9: el primer principio es el derecho a no ser matado por el Estado. El abogado partidario de mantenerla interpreta el mismo artículo como la obligación del Estado de proteger la vida conservando la pena de muerte como medida eficaz contra el crimen violento que arrebata la vida. Apela a la emoción citando una carta de un miembro del público: «la única manera de limpiar nuestra tierra es con la pena capital». Los jueces interrumpen, hacen preguntas hábiles y exponen sus puntos de vista; el punto de vista a favor de la conservación de la pena de muerte parece llegar a un punto sin respuesta en el momento en que el juez que perdió un brazo y un ojo cuando un agente del régimen anterior intentó matarlo no respalda la ley del brazo por brazo, ojo por ojo; no expresa ningún deseo de ver al hombre colgado. Sólo el juez que preside se contiene, reflexivamente, presta total atención a todo lo que se dice y retoma la discusión cuando ésta adquiere un cariz demasiado discursivo. Existe cierta cláusula en el artículo 33 que permite la limitación de los derechos constitucionales, con lo que pone en cuestión el Juicio Final (ella garrapatea otra vez: «sólo en la medida en que sea razonable y en una sociedad democrática y abierta basada en la libertad y la igualdad». El abogado partidario de la abolición se abre camino por el discurso sobre las cláusulas discrecionales y argumenta que, aunque existiera una postura «mayoritaria» en favor de mantener la pena de muerte, eso no significaría necesariamente que fuera la postura correcta: recuerda al tribunal con acritud que la cuestión que debe debatir es si la pena de muerte es constitucional y no si está justificada por la demanda popular.

El tribunal se ha levantado para el descanso de mediodía. En cuanto el juez presidente se ha deslizado entre las cortinas, el ambiente se vuelve informal. Los grupos se reúnen y bloquean el paso entre las hileras de los asientos del público. Uno de los jueces vuelve del lugar en donde estén descansando para coger algún documento que le trae un mensajero, sonríe y levanta la mano en dirección a unos amigos, pero cuando éstos avanzan hacia él, mueve la cabeza y desaparece: no es adecuado que los jueces discutan el caso con nadie. El perfume a lirios se desplaza por la hilera con una apresurada disculpa, declarando ya por encima de Harald, en dirección a alguien que espera: ¡Pero qué gente sedienta de sangre…! La gente pregunta si hay algún lugar en el edificio donde se pueda tomar una taza de café, una mujer guapa de cabeza imperiosa, con mechones blancos, abre una bolsa y saca un tentempié de agua mineral y fruta para sus compañeros, y se muestra divertidamente grosera con el funcionario que le dice que está prohibido comer o beber en la sala. Todo esto se arremolina alrededor de Harald y se esfuma.

Han ido en busca del lugar donde satisfacer sus necesidades -aseos, comida, bebida-, como en cualquier otra interrupción. Sentado, solo entre las hileras vacías, ya no pasa inadvertido; es el centro de atención del brillante escenario, el vacío semicírculo de butacas oficiales se identifica ahora con las características de los hombres y mujeres a los que han sido asignadas. Se levanta, baja por las escaleras en lugar de coger el ascensor, sale a la irrealidad de la luz del sol y al contrapunto de voces de los hombres negros que trabajan en un agujero donde alguna instalación, de agua o electricidad, queda expuesta para ser reparada. Sol y mano de obra, eso es, han sido el clima de la ciudad, lo humano y temporal considerado eterno junto con lo eterno. Estarán siempre allí cavando y cantando. Durante unos pocos minutos, desconcertado por el sol, es fácil tener la ilusión de que no ha cambiado nada. Esos nombres, Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, dos criminales negros, están en las celdas; el joven arquitecto está en las oficinas de su empresa en algún lugar de la ciudad viva, dibujando planos.

La pena de muerte es un tema adecuado para discutir a la hora de cenar; para los demás, los que irán regresando a la sala cuando Harald lo haga. Su preocupación sobre si quieren que el Estado mate o quieren desterrar al Estado como asesino es objetiva, ambos lados la asumen como una responsabilidad y un deber hacia la sociedad. No es nada personal. La pena de muerte es un tema de debate; se decidirá en ese tribunal y otra constitución, en el futuro, decidirá lo contrario, bajo otro gobierno, Dios sabe, sólo Dios sabe cómo el hombre ha manipulado e interpretado, reinterpretado, su Palabra: no matarás. Los hombres y mujeres que regresan al edificio desde las cafeterías que han encontrado en las calles se preocupan por el tema, al que otorgan un valor desapasionado; él lo sabe, y también lo sabe el Dios ante el cual ha sido responsable durante toda su vida. Como en la de él, como en la de Claudia y él, es impensable que este tema entre nunca en la vida de estos hombres y mujeres, ¿quién hay, entre ellos, entre los suyos, tan incivilizado como para matar como solución ante la rabia, el dolor, los celos, la desesperación? Los partidarios de la pena de muerte temen morir en manos de otros; los partidarios de la abolición abominan del derecho a repetir el crimen asesinando al asesino; ninguno de ellos concibe que él mismo pudiera cometer un crimen.

Las únicas personas con las que podría tener una causa común serían los padres de estos Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, fueran quienes fueran; para ellos, el tema de esa erudita controversia no era un tema de debate, sino algo que convivía con ellos y entró a la fuerza de la mano de unos hijos que mataron a cuatro personas, y del hijo que metió una bala en la cabeza de un hombre en un sofá. No era probable que esos padres estuvieran entre la multitud de la sala, casi seguro que eran pobres y analfabetos, temían exponerse a la autoridad en un proceso incomprensible en otros términos que no fueran si su hijo sería colgado o no al alba en Pretoria.

Esperó un rato a que todo el mundo hubiera entrado de nuevo en el edificio. El destello de la luz del sol en el metal de los coches indicaba una actividad incesante en la ciudad, su coro se amortiguaba, convertido en los murmullos de lo que quedaba siempre a medio decir; llegaba a Harald en oleadas de impulsos. La muerte es el castigo de la vida. Cincuenta. El tiene cincuenta años; es fácil recordar el número, pero en ese momento, en ese lugar, siente lo que significa su edad. En veinte años habrá recorrido toda su vida. Lo acepta, en obediencia a su fe, aunque muchos consiguen una ampliación con fármacos e implantes, el terreno de Claudia. Mucho tiempo por delante, para él. Cincuenta, pero todavía se despierta con una erección todas las mañanas, vivo. Cincuenta. Que el castigo pueda cumplirse a los veintisiete: eso es lo que queda claro, argumento por argumento, bajo la apariencia de un tema de conversación. Regresa a la sala para oír lo que nadie más oye.

Al final del segundo día de la vista, el juicio se pospuso. Con una cuchilla, Harald recortó las crónicas de los periódicos sobre el proceso y las añadió a su propia versión para dárselo todo a Claudia. No era necesario que confesara su cita; desde que Hamilton admitiera con cuidadosa brusquedad lo que todavía formaba parte de la legislación del país, ambos aceptaron que tenían sus propios medios de enfrentarse a su preocupación; la conspiración enterró su vergüenza, transformada en otro fin: cómo hacerlo todo, cualquier cosa, emplear cualquier medio para que Duncan eludiera cualquier posibilidad de que se cumpliera lo que todavía estaba en la ley. Informarse. Un periódico publicó una selección de reportajes sobre las actividades de los jueces y los puntos de vista que éstos habían expresado en el pasado, deduciendo que habían llegado al Tribunal Constitucional decididos previamente en favor de la abolición; el veredicto era una conclusión decidida de antemano. Una especulación basada en el historial personal y en el rumor, que, sin duda, también sería la fuente de la apuesta de Hamilton, disfrazada de seguridad. Pero Harald había oído el apasionado testimonio citando la petición de la restauración de la pena de muerte cuyo número de firmantes seguía creciendo, incluso mientras el tribunal estaba reunido; leía todos los días sobre robos, violaciones, asaltos -asesinatos- que añadirían cada vez más nombres a tales peticiones: la cárcel no disuade, las cadenas perpetuas siempre son conmutadas, la «buena conducta» en la cárcel libera a criminales para que maten de nuevo: la única protección, la única justicia es cambiar una vida por otra. Se lo contó todo a Claudia. Se callaron. De repente:

¿Adonde va ahora la gente con enfermedades infecciosas?

Muy despacio, ella le dirigió una sonrisa. La mayoría de aquellas epidemias ya no existe. Así que ya no quedan hospitales para enfermedades infecciosas. Todo el mundo se vacuna de pequeño. Lo que ahora nos tiene que inquietar desde un punto de vista médico se transmite por contacto íntimo, como ya sabes; no sería correcto aislar de contactos normales a los portadores, impedirles que se movieran entre nosotros. Ésa es otra de las cosas que la gente teme.

Hay un laberinto de violencia que no va contra la ciudad, sino que es una forma de comunicación dentro de la ciudad misma. Ya no son inconscientes de ello, tras sus puertas de segundad. La violencia los reclama. Supone un terrible desafío tener que admitir que, por desesperadamente que luchen para rechazarlo, Duncan está contenido en este laberinto, junto con los hombres que robaron y acuchillaron a un hombre y lanzaron su cuerpo desde la ventana de un sexto piso: la noticia del día; mañana, como ayer, habrá otro, uno que ha estrangulado a su mujer o ha prendido fuego a una familia que dormía en una cabaña. Violencia; se podría hacer una lectura de la variación de su densidad si existiera un aparato capaz de registrarla diariamente, como los que miden la contaminación del aire. El contexto dentro del cual su propio contexto, el de Duncan, Harald y Claudia, encaja, es natural. Se encuentra en el aire viciado de un cuarto de estar a las tres de la mañana, con el olor a lana seca de una alfombra, el tufillo a poso de café y el crujido de la madera sometida a los cambios de la presión atmosférica. La diferencia entre Harald y Claudia, tal como eran antes, cuando miraban la puesta de sol, y tal como son ahora, reside en que se encuentran dentro del laberinto debido a un contacto íntimo con un portador de naturaleza distinta a la de los mencionados por Claudia. Harald, una vez más, encuentra su texto. Está allí, una noche que se ha levantado de la cama sin hacer ruido para no molestarla, ha cogido un libro que ha leído ya aunque no recuerda. «… La transición desde cualquier sistema de valores a uno nuevo debe pasar necesariamente a través de un punto cero de disolución atómica, debe abrirse paso a través de una generación desprovista de toda conexión con el sistema viejo o el nuevo, una generación cuyo mismo distanciamiento, cuya indiferencia casi insensata hacia el sufrimiento de los demás, cuyo estado de carencia de valores demuestre una justificación ética y, por lo tanto, histórica, del rechazo inflexible, en momentos revolucionarios, de todo lo que es humano… Y tal vez deba ser así, puesto que sólo semejante generación puede soportar la vista de lo Absoluto y del brillo naciente de la libertad, la luz que se ilumina sobre la más profunda oscuridad, y sólo sobre la más profunda oscuridad…»