La charla entusiasta del televisor formaba parte de la compañía, sus niveles de brillo cambiantes eran otro rostro entre los suyos. Estaban reunidos en una zona, como reacción natural a las enormes dimensiones del salón donde se agrupaban islas de sillones y frágiles mesillas. Hamilton Motsamai se había quitado la americana, de la misma manera que se había despojado del personaje desempeñado durante todo el día, yendo y viniendo de defender a alguien en el Tribunal de Apelación en Bloemfontein.
– ¡Estás en tu casa, Harald!
Un mueble bar, que debía de formar parte del equipo original de la casa, estaba lleno de las mejores marcas; un hombre joven, que parecía menudo en comparación con la firme vivacidad de su padre, fue animado a ofrecer bebidas, entre una presentación y otra a los distintos invitados: un cuñado, la hermana de alguien, el amigo de otro; no estaba claro si todos ellos eran invitados o más o menos vivían en la casa. Motsamai pasó a su lengua materna para regañar, con tono de enfado, a varios jóvenes que estaban tendidos boca abajo sobre la alfombra, agitando las piernas con regocijo ante el grupo de pop que actuaba en la televisión, y no se habían levantado para saludar a los invitados.
La esposa y una hija -tantas presentaciones simultáneas- habían entrado con cuencos llenos de patatas fritas y cacahuetes. La esposa de Motsamai era una mujer de una belleza pasada de moda, de pecho amplio y cabello estirado y vuelto a rizar siguiendo la costumbre de las matronas europeas, pero la hija era alta y esbelta y, en ella, el antiguo y obligado énfasis que la naturaleza ponía en la fuente de alimentación, los pechos, se había atenuado conviniéndolos en algo insignificante bajo ropas anchas; llevaba los largos cabellos a lo rasta, recogidos como un perfil de Nefertiti, los sabios ojos de su padre emergían en una afirmación almendrada bajo unos párpados maquillados, y la delicada prominencia de la mandíbula señalaba rechazo a todo lo que habría determinado su vida en otros tiempos.
La mujer de Motsamai -Lenali, eso es- estaba molesta por la conducta de los niños.
– No importa, están divirtiéndose, no los interrumpamos.
¿No tenía ella, Claudia -oh, hacía tanto tiempo-, la misma reacción parental cuando su propio hijo hacía caso omiso de las aburridas convenciones del mundo adulto?
– Estos niños son tremendos, te lo aseguro. No sé qué aprenden en el colegio. No respetan nada. Si has tenido un chico, seguro que ya sabes lo que es: la madre no puede hacer nada con ellos y el padre… bueno, tiene cosas importantes en que pensar, ¿verdad? ¡Siempre es así! ¡Hamilton se limita a quejarse! ¡No sé si también a ti te trastornaba!
Esta mujer no sabe lo que le ha pasado al chico que «trastornaba a Claudia»; o, tal vez, si sabe algo (seguro que Hamilton le ha contado algo sobre la historia de los clientes que ha traído a casa), no llama la atención sobre sus dificultades al fingir que su hijo no existe, que lo que dice que ha hecho ha anulado todo lo que fue, tal como los viejos amigos se sienten obligados a hacer. Esa noche, allí, Duncan no es un tema tabú.
– Yo pensaba que era así porque el nuestro es hijo único y estaba demasiado con gente mayor: lo demostraba de la única manera que podía, haciendo caso omiso de ellos. No quería besar a las tías que le daban palmaditas en la cabeza y le preguntaban qué quería ser cuando fuera mayor… desaparecía en su habitación.
– ¡Oh!, yo encuentro que la adolescencia es la fase peor. En nuestra cultura, por ejemplo, no hay que dar besos a las tías, pero debes saludarlas de la manera adecuada, como se ha hecho siempre.
Harald hablaba con otros y lo oyó: Claudia reía mientras hablaba de Duncan.
– ¿También te dedicas a esto del derecho, con Hamilton? -Dicho por el cuñado, o quizá por otro pariente.
– No, no, a los seguros.
– También es buena cosa. Uno paga, paga durante toda su vida y, si vives mucho tiempo antes de morirte, los del seguro reciben más dinero tuyo del que te van a dar, a que sí.
Gran carcajada, cabeza echada hacia atrás.
– Ésa es la ley del rendimiento decreciente.
En la vida social que Harald había conocido hasta la fecha no era posible que esa diversidad de niveles de educación y sofisticación convivieran cómodamente en una reunión; en ella, si uno tenía un cuñado embalador de carne en un carnicero mayorista (fue el primero en anunciar su profesión), no lo invitaba cuando esperaba conseguir un buen ambiente con un cliente que era directivo de una empresa y un catedrático de universidad, presentado como el profesor Seakhoa, que había corregido con ironía y sequedad una broma ingenua. Hamilton colocó una mano en cada hombro, el de Harald y el del embalador de carne.
– Beki, mi amigo no va de puerta en puerta vendiendo pólizas de entierro, es un directivo que se sienta en el piso decimoquinto de una de esas empresas donde se negocian bonos para industrias y viviendas situadas a ras de suelo, grandes urbanizaciones.
– Bueno, ése debe de ser un oficio todavía mejor, neee… Más pasta. Porque el Gobierno tiene que pagar.
Nuevos rostros aparecieron en la habitación debido al movimiento de entrada y salida. Varios jóvenes amigos de los adolescentes, cuyas voces estaban en el registro más agudo. El profesor, cuya barriga se bamboleaba en señal de aprecio ante su propio ingenio, se volvió para tomarles el pelo. Claudia -dónde estaba Claudia-, Harald tenía las antenas extendidas para buscarla: estaba hablando con el hijo, sin duda, sobre las posibilidades de dedicarse a la medicina, el chico había sido capturado por su padre y entregado a ella. Entrevió el rostro de su esposa, quien se distraía un momento ante el ofrecimiento de samoosas: la expresión de Claudia, con su generoso ceño lleno de energía; probablemente, dispuesta a sugerir al chico que fuera a su consulta, se pusiera una bata blanca, le echara una mano cuando fuera necesario y comprobara por sí mismo lo que podía significar la práctica de la medicina al servicio de la gente y del país. Ella se rió de nuevo, aparentemente como muestra de aliento ante algo que decía el muchacho.
Un anciano diminuto, de piel más clara, que ya había olfateado unos alimentos sustanciosos, estaba sentado con un plato colmado sobre sus rodillas, comiendo un muslo de pollo con la cautela de un gato que lo ha robado de la mesa. Todos se encaminaron paseando, hablando, chocando amigablemente, hacia la otra habitación, casi tan grande como la que habían dejado, donde habían dispuesto carne, pollo y patatas, putu y ensaladas, tazones de postre decorados con volutas de nata batida. Harald se dirigió hacia ella.
– No esperábamos una fiesta.
Ella se limitó a sonreír, como si todavía estuviera hablando con otro invitado.
– ¡Oh!, tampoco es eso. Así se reúne la familia durante el fin de semana.
Harald tenía la curiosa sensación de que ella quería alejarse de él, mezclarse con otros que escogían su comida, con aquellos individuos que a ella le eran ajenos, no sólo aquella noche, sino también durante toda su vida, al margen de los encuentros profesionales en los que diseccionaba la esencia de ellos en fragmentos del cuerpo humano. Allí, entre vidas estrechamente mezcladas que no tenían relación con la de ella ni con la de él -incluso la conexión establecida con Hamilton en su bufete se había cortado al entrar en su vida privada-, si ella se perdía entre los demás, se escapaba de lo que los mantenía atados más estrechamente que el amor, que el matrimonio: una bolsa atada sobre sus cabezas que les impedía respirar otro aire que no fuera el de algo terrible que sucedió un viernes por la tarde. Se oía el siseo de las latas de cerveza al abrirse, pero Hamilton, que había llenado varias veces los vasos de sus clientes con gin tonic, sacó vino. Vaso en mano, daba vueltas ofreciendo una botella tras otra; Harald no se negó a mezclar bebidas, como hacía habitualmente: cualquier cosa que mantuviera el nivel de ecuanimidad alcanzado le servía. Un hombre, sosteniendo su plato de comida en cuidadoso equilibrio ante él, se le acercó bailando con un intricado juego de piernas, como si fuera un regalo; no la comida, sino su tácita invitación a compartir: la velada, la compañía, los consuelos a corto plazo. Un hombre que había oído por casualidad que Harald tenía relación profesional con la concesión de créditos, buscaba la oportunidad de acorralarlo en busca de consejo, sin interrupciones molestas de los demás.
– No hay nada que hacer; sin una garantía, no puedes conseguir la cantidad de dinero con la que sueñas. Pregúntaselo. Pregúntaselo. ¿Tengo razón? Si quieres construirte una casita en algún sitio, eso es distinto, entonces vas a una de las oficinas del Gobierno, crédito vivienda a comosellame, y te dan un dinerito para ladrillos y ventanas.
– ¡Un casino! Y de dónde sacarás el permiso para eso…
– ¡Oh!, el permiso no es nada. ¿No conoces las leyes que van a salir sobre el juego? Lo conseguirá. Pero si encuentra la finca, el trozo de tierra, donde quizá haya alguna construcción que quiera reformar, o quizá esté vacía, entonces empiezan los problemas. Espera, muchacho. Trabas. Trabas de la gente del vecindario, solicitudes al ayuntamiento de la ciudad: no sabes qué es lo que te pasa, pero puede alargarse interminablemente durante meses. Y no hay nada que hacer. Lo sé, lo sé. Libertad. Libertad para objetar, para poner trabas.
– Los blancos lo ven así: vive donde quieras, pero no a mi lado.
– Deja que él conteste, Matsepa.
– No tenemos capital. ¿Y que es eso de la «garantía», sino capital? Durante generaciones, no hemos tenido nunca la oportunidad de crear capital. Hoy es viernes: todos los viernes, la gente ha cogido su paga y de eso come hasta el siguiente día de paga. Se termina. Ni una moneda. La garantía es la propiedad, la buena posición, no sólo un trabajo. No pudimos tenerla, ni nuestros abuelos, ni tampoco nuestros padres, ¡y ahora se supone que, después de dos años de nuestro Gobierno, tenemos que tener esta garantía! ¡En dos años!