– Pero deja que Matsepa le pregunte, muchacho.
– ¿De dónde saca la gente la garantía para los créditos que da su compañía?
– Mire, el camino que hay que seguir es el consorcio. Así es como se hace. Si se trata de proyectos importantes que requieren fondos para el desarrollo, claro está. -Harald oye su vocabulario de sala de juntas en su propia voz, que surge como si hubieran tocado accidentalmente un control remoto: ¿quién habla tan pomposamente?-. Lo importante es el individuo que tiene la visión… la idea… proyecto… encontrar otros que participen… hay que estudiarlo… el proyecto exige… criterios establecidos por nuestra cooperación con el Consejo Nacional para el Desarrollo… Viable económicamente… beneficio a la población… empleo… producción de bienes… El hombre de grandes ideas que tiene los bolsillos vacíos ha de unirse con gentes cuya posición sea digna de confianza…
Le escuchaba un hombre joven, un hijo que, acostado en una celda, miraba una ventana con barrotes.
– Entonces, ¿debo buscar a otro doctor Motlana o Don Ncube?
– Muchacho, ellos tienen ya todas las ideas, no te necesitan, Matsepa.
– De todos modos, pasaré a verle, señor… Lindgard, ¿de acuerdo? Me pondré en contacto con su secretaria, que me llame ella cuando usted tenga un momento libre: me muevo mucho pero, por lo menos, tengo un teléfono móvil, ésa es mi garantía.
Hamilton se acercó.
– Señores, nada de consultas gratis. Estamos aquí para descansar. Así es mi gente, Harald… En la ciudad, no puedo bajar del coche sin que alguien me corte el paso y quiera saber qué debe hacer en relación con cierta tienda que les ha embargado los muebles o con su mujer que se ha escapado con los ahorros.
El vecino de Harald le habló al oído, debido al volumen de las risas y la música.
– Pero no sabe cómo se ocupa de los problemas de todos, no los olvida. Le digo la verdad. Aunque ahora sea un hombre importante. Ayuda a muchos que no le pagan. Nos criamos juntos en Alex.
El catedrático sostenía el codo de la bella hija de Motsamai.
– ¿Conoce usted a esta sobrina mía llamada Motshiditsi?
Ella se rió como con resignada indulgencia.
– Ntate, quién puede pronunciar este trabalenguas. Me llamo Tshidi, con eso basta. Pero el señor Lindgard y yo ya nos conocemos.
– Es mi protegida. Vi sus posibilidades cuando era así de pequeña y planteaba preguntas que nosotros, los distinguidos sabios de la familia, no podíamos responder.
Harald dice lo que se espera de él.
– Y ella ha cumplido sus expectativas.
– Bien, le diré que empezó inteligentemente al nacer en el momento adecuado y crecer en el momento oportuno. ¡Éste es el factor aleatorio que más cuenta para nosotros! Su padre y yo pertenecemos a la generación que se educó en la escuela de misioneros de St. Peter, ni más ni menos… y en la universidad de Fort Haré. De manera que estuvimos preparados, incluso por delante de nuestro tiempo, para ocupar nuestro lugar llegado el momento en la nueva Sudáfrica que nos necesita. Después llegó la generación sometida al sistema que eufemísticamente se llamó «educación bantú». Fueron preparados para ser recaderos, limpiadores y niñeras. La generación de ella fue la siguiente: algunos de ellos han podido ser admitidos en escuelas privadas, universidades, han estudiado en ultramar; terminaron una auténtica carrera en el momento adecuado para empezar a planear, administrar nuestro país. Ésa es la historia. Va a eclipsar a su propio padre.
– Eres también abogado.
– Soy economista agrónomo del Land Bank.
– Oh, qué interesante… hay unas cuantas cosas que no tengo claras en el proceso de concesión de créditos para la vivienda, aunque nosotros trabajamos en temas urbanos, claro, pero, en principio, deben de plantearse los mismos problemas en la transformación que supongo que se estará produciendo en el banco.
Esa joven está demasiado segura de sí misma como para sentir la necesidad de que él reconozca más abiertamente su competencia para contestar; Harald ha pasado la prueba, se ha colocado en el lugar del receptor en su diálogo.
– En principio, sí. Pero el sector agrícola no sólo estaba integrado en el sistema financiero a través de las estructuras de comercialización del apartheid, la Compañía del Maíz y otras (de hecho, en muchos sentidos podía permitirse ser independiente de él); también estaba allí el Land Bank, esencialmente como un recurso político para financiar a los campesinos blancos. El Gobierno, a través del banco, proporcionaba préstamos que no confiaba en recobrar. Se esperaba que la comunidad agrícola, blanca por definición (porque los negros no tenían acceso a la propiedad de la tierra, ni siquiera aparecían en los datos estadísticos), pagara en forma de lealtad política en lo que era un importante distrito electoral.
– Y ahora todo esto está cambiando.
– ¡Cambiando!
– ¿Qué te parece que va a pasar?
Durante un momento, sólo le dedica parte de su atención: su mirada se ha cruzado con la de alguien, en el otro extremo de la habitación, y le hace una señal discreta con una mano de uñas rojas, graciosa como un ala.
– Está en marcha. Nuevos criterios para conseguir préstamos. Pequeñas subvenciones para ampliar la base del sector en lugar de enormes subvenciones a unos pocos: a los que no tienen que preocuparse si sus cosechas crecen o no. El Land Bank puede sacar de apuros a todo el mundo.
– ¿No habrá más compensaciones automáticas si la cosecha se pierde?
– ¿Se pierde? Eso quiere decir que se ha hecho mal.
– ¿Y los desastres naturales? ¿Inundaciones, sequías?
– Ah, las pérdidas pueden compensarse, no recompensarse. -Se ríe con él de su propia brusquedad.
– Perdone, alguien me llama. Tenemos que hablar en otra ocasión de estas cosas, señor Lindgard. En relación con el tema de la vivienda…
Tiene la misma seductora capacidad de su padre de transmitir calor en un instante: la copita de coñac.
Los hijos de Motsamai: por fin también tienen profesiones; economistas, futuros médicos, abogados y arquitectos, Dios sabe qué cosas, hay otros hijos suyos en la habitación. El que sus abuelos y sus padres hayan sobrevivido a tantas cosas, ¿significa que están a salvo? Ésos no se meterán en situaciones terribles.
¿Dónde estaba Claudia?
Claudia estaba bailando. Alguien había sustituido el rock y el rap de los chicos por música de los años sesenta, con lo que el ritmo de la habitación había cambiado, y Harald seguía los olvidados giros y pausas familiares del cuerpo de Claudia, los diestros ángulos de sus pies en respuesta a los de su compañero, como si los brazos, caderas y pies del hombre fueran los de Harald. Dónde está el pasado. Borrado por el presente; puede borrar el presente. ¿Qué era lo que había llevado a Claudia a sumarse a los bailarines? ¿Era aquella mujer pesada, abatida, que había estado sentada sola y ahora bailaba sin compañía, serena, pisando fuerte, con las piernas hinchadas, para deshacerse del peso de sus penas? ¿O era la música, que era el pulso del metrónomo de sus días de estudiante, cuando, con excitación y fanfarronería, alardeaba ante sus amigas de estar embarazada, cuando hacían el amor felices e inconscientes, eludiendo toda precaución que una joven y sabihonda estudiante de medicina debía conocer? O serían las libaciones ofrecidas por Hamilton. O todo a la vez. Claudia bailaba con un hombre cuyas experiencias en la vida eran totalmente distintas excepto en un aspecto: la música de los sesenta, la expresión de ésta a través del cuerpo y los pies; no importaba si él había ejecutado sus rituales en bares y patios ilegales mientras ella los seguía en los bailes de estudiantes: asumían la forma de afirmación de la vida que escondía cada uno. En aquella espontánea dispersión, los bailarines zigzagueaban con la inconsciente volición de los átomos; ella desaparecía y reaparecía con su pareja -o era otro hombre- y, cuando pasó cerca de él, levantó la mano en un pequeño revoloteo a modo de saludo. Cuando volvían a casa en el coche, él no dijo por qué no has bailado conmigo, aunque interiormente se lo preguntaba. Sólo habría tenido que acercarse y cogerle la mano; el cuerpo de Harald también conocía aquella música que -a diferencia de César Frank- no incidía en lugares inoportunos. Entre ellos surgían esporádicas observaciones -las conexiones de la familia de Hamilton: ¿quién era aquél?-, impresiones sobre la casa, a quién habría pertenecido originalmente; rieron al imaginar lo que pensarían los primeros propietarios al ver cómo había ido a parar fuera de su dinastía. En casa, se despojaron de la ropa y se durmieron en mitad de una frase.
Por la mañana, Claudia se plantó, vestida, en el umbral.
– Sabes que anoche me emborraché.
– Ya me di cuenta. Dios bendiga a Hamilton.
Lo que, dicho por Harald, debía interpretarse de modo literal.
Después de que, en dos ocasiones, la chica no se presentara en el día fijado, el abogado Motsamai hizo que su secretaria llamara para establecer una tercera cita, cogió el teléfono y dejó claro a la señorita Natalie James que era esperada sin falta. En esta ocasión acudió y se sentó en una de las butacas situadas delante del amplio y profundo foso del escritorio sin esperar a la formalidad de que él la invitara a hacerlo. Él leyó el mensaje: ella controlaba la situación. De acuerdo con sus gustos, no era guapa, pero entendía que sus modales rebeldes, que distanciaban y atraían al mismo tiempo -los ojos oscuros con vetas amarillas y la mirada precisa de las criaturas de presa, que clavan la vista en ti sin dignarse a verte-, resultaran muy seductores; la reacción masculina ante ellos era decir: «aquí estoy».
Ella estaba allí; en cambio, era él quien controlaba la situación en el bufete. Tenía sus notas delante de él. Volvió a tratar con ella los acontecimientos de la noche de un jueves de enero. Ella tenía la habilidad, infrecuente en su experiencia con los testigos, de repetir exactamente, palabra por palabra, las respuestas que había dado antes. No había intersticios que él pudiera aprovechar en el texto del testimonio que ella misma se había redactado. Ella y Duncan no se habían peleado: ese día no, aunque lo hacían con frecuencia.