– ¿Así que no hubo una provocación especial que pudiera conducir a que usted tuviera ese tipo de conducta esa noche?
Ella hizo una pausa; los ligeros movimientos de la cabeza y el leve temblor de los labios componían un gesto de inocencia desconcertada. Sus reacciones, calculadas o no, contradecían de modo inexplicable sus palabras, como si hablara otra persona en su lugar.
– No hago lo que hago porque alguien me provoque.
Mientras continuaban así, durante el intercambio de las preguntas de él y las respuestas de ella, que él soportaba con la paciencia inquebrantable de su profesionalidad, seguro de que, al final, ella titubearía ante su ventaja, ella se limitó a cambiar de tema de conversación e hizo un comentario, como si se acordara de algo que quizás a él no le interesara.
– Por cierto, estoy embarazada.
Si esperaba alguna reacción repentina, se equivocaba. El abogado oculta toda la irritación y la rabia en los tribunales: una disciplina que le sirve para controlar la recepción de cualquier afirmación imprevista. Lo importante es la rapidez en decidir cómo usarla. Apoyó ligeramente la espalda en el respaldo de su butaca. Ejeee… Y se limitó a hacer otra pregunta.
– ¿El niño es de Duncan?
Ella sonrió ante la acusación que implicaba la pregunta.
– Da lo mismo.
– Natalie… ¿por qué da lo mismo? -Intenta una aproximación paternal.
– Porque no podrán reclamarlo. Podría ser de esa noche. No me lo reclamarán.
– ¿Qué quiere decir con eso de que no lo reclamarán?
– Podrían querer algo de él. Si le sucede algo terrible.
– La pena de muerte va a ser abolida, hija. Duncan irá a la cárcel y saldrá de ella. Seguro que a usted le importa de quién es el hijo que va a tener. Usted tiene que saberlo, ¿no? Usted lo sabe.
– Hicimos el amor, con Duncan, esa mañana, antes de ir al trabajo, en las mismas veinticuatro horas. Así que quién puede saberlo. No importa.
– ¿No? ¿No le importa?
Oh, ahora es ella quien controla la situación, ella controla.
– Sí me importa; será mi hijo. Está claro de quién es: mío.
Fue tarea del abogado -todo era tarea suya, no era sorprendente que su esposa se lamentara de que prestaba poca atención en casa, en la bonita vivienda que les había dado- contar a su cliente y a los padres de éste lo que podría ser un nuevo elemento en su vida de personas que pasaban por un momento difícil.
Durante la siguiente media hora que los tres pasaron en la sala de visitas, Harald se refirió a ello como un hecho, sin mencionar las circunstancias contadas por la chica.
– Hamilton nos ha dicho que Natalie James está esperando un niño.
Duncan los miró amablemente, como si mirara algo desde muy lejos.
– Eso es bueno para ella.
La quieres.
Creo que sí.
Y ahora.
Cambia de tema.
Claudia está hablando con él de otras cosas, le está contando lo estupendo que es Sechaba Motsamai y tenerlo de ayudante en el hospital los miércoles. En esos últimos días antes del juicio, Claudia es capaz de sentirse cerca de su hijo, desea que llegue el momento de acudir a la sala de visitas, ahora han encontrado que la comunicación está allí, siempre ha estado allí, basta con que se vean mutuamente entre las barreras de lo indescriptible.
Harald oye sus voces y no sigue la conversación.
Creo que sí.
Él y Claudia nunca sabrán qué fue lo que sucedió. Qué le sucedió a su hijo.
Claudia quería ir a la sala de visitas el día antes de que empezara el juicio. Durante la mañana, Harald sale bruscamente de su despacho, pasa ante la minuciosa concentración de su secretaria frente al ordenador (lo sabe, lo sabe, la gente emana algo especial cuando va a ocuparse de sus problemas); en el ascensor de bajada, unos empleados cuyos nombres no recuerda, y ellos lo saben, saludan al miembro ejecutivo de la dirección como señal de lealtad hacia la empresa que les da de comer; en el aparcamiento del sótano del edificio, le saluda el vigilante de seguridad vestido con uniforme paramilitar, y llega sin ser anunciado al bufete. Hamilton Motsamai está reunido con otro cliente, pero cuando su secretaria -lo sabe, sabe que el juicio empieza mañana- le informa a través del intercomunicador, se excusa ante el cliente y sale a ver a Harald. Nadie lo necesita tanto como Harald; la mano de Motsamai está tendida; su boca, todavía abierta con las palabras que decía al salir de su despacho; el cambio de atención de un grupo a otro de personas en un momento difícil se ve en su cara, como un proyector que retira una diapositiva y deja caer otra. La cara de Motsamai se ha formado con esta sucesión; no importa el motivo por el que le paguen sus clientes, no importa a cuánto asciendan sus honorarios: todos dejan, como iniciales grabadas en la corteza viva de un árbol, su angustia tallada en la superficie de su expresión facial. La fuerza, la confianza y el orgullo de Motsamai llevan inscrita esa angustia como si fuera un palimpsesto. Él y Harald se dirigen a una antesala llena de archivadores y cajas. La lengua de Motsamai se mueve a lo largo de los dientes de su mandíbula inferior, haciendo sobresalir la membrana del labio, su pizca de barba se levanta mientras escucha a Harald: no, no.
– Será mucho mejor que os mantengáis alejados. Voy a verlo, estaré con él esta tarde. Está preparado, nada debe alterarlo. Su madre, no… sólo puede hacer que se ponga a pensar en cómo va a enfrentarse a vosotros mañana en el banquillo, otra vez. Estará bien. Está bien, está tranquilo.
Harald permanece sentado en el coche. La llave está en el contacto. Un mendigo despatarrado delante de una tienda pellizca media hogaza de pan y se mete el trozo en la boca. Los tenderos llaman a gritos a las dientas y discuten entre pirámides de tomates y cebollas. Unas hojas de col a la deriva se pudren en la alcantarilla; la vida pulula aquí y allá. La gente cruza el parabrisas al igual que la oscuridad gana terreno a la luz. ¿Tiene miedo Duncan, el día anterior al juicio?
Duncan no tiene miedo. Nada puede asustarlo más que aquel viernes por la tarde.
Hay una cara en la ventanilla. Es el rostro familiar, el rostro urbano de un chico de la calle: cuando ha llegado, Harald se ha olvidado de darle una limosna por haber silbado y gesticulado para indicarle que había una plaza de aparcamiento disponible. Baja la ventanilla. El chico tiene su botella de plástico para inhalar pegamento medio metida bajo el cuello de la chaqueta, su piel negra está amarillenta, como una planta enferma. Lo que le queda de su inteligencia se precipita sobre la moneda, su supervivencia estriba en distinguir de un vistazo si será suficiente.
Se me ha negado la exaltación de expresarlo todo con el rostro.
Me la han negado esos dos, unidos como perros en celo en el sofá. La exaltación, en eso consiste la violencia, la violencia callejera. La conozco, ahora formo parte de ella. Sé cómo viene a ti porque no te queda nada más.
Vuelve a mí durante las horas pasadas con los dos psiquiatras con sus cuidadosas expresiones de paciencia: qué difícil es para nosotros, los seres humanos, adoptar una expresión de la que esté ausente todo juicio de valor: es muestra de imbecilidad, o de arrogancia, algo sobrehumano: pero no podrán sacármelo. Comprender. Tampoco Motsamai. Ni el tribunal. Nadie.
Esa expresión. La expresión de él. Bra.
Sólo ella sabe por qué pude hacerlo. Ella lo hizo posible en mí.
La sala es un presente tan intenso que se convierte en eternidad; todo lo que ha pasado desde aquel viernes por la tarde se ha hecho uno, en ella; no hay nada concebible tras ella.
Hay muchos testigos. No en el estrado vacío de la sala, sino alrededor de Harald y Claudia. Un juicio por asesinato, fuera de la clase criminal habitual, con un hijo privilegiado de profesionales liberales acusado de asesinato, ha proporcionado a los periódicos del domingo una historia de «triángulo amoroso» que no sólo apela a la concupiscencia de los lectores, sino también a algunos prejuicios poco enterrados: el medio en que se movían es descrito como «una comuna», una casa donde negros y blancos, «homosexuales y normales», viven juntos, y han publicado fotografías conseguidas no se sabe cómo: unas grandes de Natalie James y la reproducción de otra, de grupo, tomada en un club nocturno por un fotógrafo ambulante, en la que aparece Cari Jespersen con Khulu. A su alrededor: los curiosos, capaces o no de identificar a los padres. Entre los susurros, roces y crujidos, no destacan entre los desconocidos; y, en cuanto a ellos mismos, comparten una única identidad, como nunca lo han hecho en años de matrimonio. Sólo existe esa sala, ese momento, esa existencia, madre/padre.
No todos los ocupantes de los asientos del público son voyeurs. Están los amigos de Duncan. Algunos amigos inesperados que no conocían; qué persona tan reservada era, con ellos, con sus padres. Una madre y una hija, ambas con mucho cabello, que parecen dos versiones distintas de la misma mujer con algunos años de diferencia. Judías, probablemente. Duncan tenía amigos judíos y negros, cosa que Harald y Claudia no tuvieron; había ido más lejos que ellos. Las dos mujeres se acercaron y se presentaron. La versión más joven decía: Para mí, es como si todo esto le estuviera sucediendo a mi hermano; pero la voz de la mayor se impuso sobre la suya, hablando en francés: Nous sommes tous créatures mélées d'amour et du mal. Tous.
Claudia les dio las gracias por acudir; siempre existe una fórmula adecuada para cada situación, se te ocurre de modo espontáneo.
Qué era eso.
Claudia buscó afanosamente en el francés aprendido en el colegio. Algo así como que somos una mezcla de amor y de mal, todos nosotros. No sé muy bien qué quería decir.
Pero Harald sí.
Otros se acercaban, estrechaban las manos de los padres, pero ninguno sabía qué decir, al contrario que la mujer extranjera, fuera quien fuera: una mensajera. Y el otro mensajero también estaba allí. Estaba de pie, afligido, sintiéndose culpable para siempre por haber sido quien llevó la noticia, una maldición que no podía tirar como si fuera un arma, por el camino, el anuncio de que aquel viernes por la tarde había sucedido algo terrible.