– ¿Qué le dijo usted?
– No lo sé. Hablaba, hablaba, hablaba, reía, como cuando nos contábamos las aventuras que habíamos tenido, era igual. No podía parar. Yo no podía pararlo.
– Y entonces, ¿qué sucedió?
– Quiso que bebiera con él, como hacíamos antes.
– ¿Y después?
Necesidad de encontrar la fórmula precisa.
– «Por qué no te sirves una copa.» Oí esas palabras entre un balbuceo que ya no podía seguir. Fue lo último que le oí decir. De repente, cogí el arma de la mesa. Y él se calló. El ruido cesó. Le había disparado.
La cabeza de Duncan ha ido cayendo hacia atrás. Los ojos cerrados para no ver a nadie, Motsamai, el juez, asesores, fiscal, funcionarios, el público, donde una mujer sofoca un sollozo teatral, madre y padre. Harald y Claudia no pueden estar allí para él, donde está él, solo con el hombre que ha muerto de un tiro en la cabeza, disparado con un arma que estaba al alcance de la mano.
Harald no tiene miedo, sino certeza. Ese hombre, el fiscal, está dispuesto a atrapar a su hijo, hacer que confiese que deseaba hacer daño a Cari Jespersen y se dirigió a la casa con esa intención. Y quizá, para detener las preguntas, detener el ruido, la voz que se dirigía sólo a él entre todo el estruendo que llenaba aquel espacio cerrado, Duncan podría decir sí, sí; ha confesado que ha matado, ¿qué más quieren de él? Y ese hombre, el fiscal, está sólo haciendo su trabajo, a él qué más le da que Jespersen esté muerto, que Duncan se haya destrozado a sí mismo; es su actuación. Para hacer su trabajo, debe conseguir la condena que quiere, eso es todo, como medida de su competencia, uno de los pasos diarios en el progreso de su carrera. Como ascender por la escalera profesional.
– Ese viernes 19 de enero, ¿lo pasó entero acostado, dando vueltas a lo sucedido la noche anterior?
– Pensando.
– Es lo mismo, ¿no? Dando vueltas una y otra vez al daño que le habían hecho. A lo que usted deseaba hacer en relación con todo eso. ¿No es así?
– No. Porque no se podía hacer nada.
– Sin embargo, al final del día se dirigió a la casa. ¿No era eso hacer algo? Entre las seis y las siete de la tarde, era muy probable que Jespersen hubiera vuelto a casa de su trabajo. Lo sabía ¿no?
– Me encontré en el jardín. No pensé en quién podría estar en la casa.
– «Se encontró en el jardín», y creo que fue entonces cuando también se dio cuenta de que había llegado el momento de que hiciera lo que había estado pensando, planeando, durante todo el día: buscar a Jespersen, vengarse por el daño que usted sentía que le había hecho, aunque no era el primer hombre con el que la mujer con quien usted convivía le había sido infiel. Creo que lo que estuvo pensando, durante todo el día, no fue más que un dar vueltas y vueltas a los celos, y que se dirigió a la casa en el consiguiente estado de agresividad con la intención de enfrentarse a Jespersen con violencia.
La tarea del fiscal consiste en convertir al acusado en mentiroso: así es como Harald y Claudia ven su proceso. Claudia se agita en su asiento, como si fuera incapaz de permanecer sentada allí por más tiempo, y él oprime los nudillos de ella, en un gesto de consuelo que surge de su propio resentimiento.
Pero si supieran… quizá lo saben en parte; Duncan no está seguro de lo que saben, de lo que están enterándose sobre éclass="underline" es un mentiroso. Mentiroso por omisión. Porque el fiscal no puede saberlo, no se lo ha dicho, es imposible contarle el conflicto de sus sentimientos hacia Cari Jespersen, hacia Natalie, su confusión ante sus traiciones, su dolorida repugnancia; en eso pensaba en la casita. Venganza: si Natalie hubiera vuelto ese día, ¿habría pensado en matarla?
Pero ella -oh, Natalie- ha sufrido ya suficiente venganza por ser ella misma.
El arma está en la sala. Se ha convertido en la prueba principal. Un flujo de curiosidad hace que las demás personas del público se inclinen hacia delante para intentar echarle un vistazo.
No es más que un trozo de metal al que se le ha dado forma; Harald y Claudia no tienen necesidad de verlo. Las huellas dactilares de la mano izquierda del acusado, dice el fiscal, se descubrieron en ella mediante pruebas forenses, sus huellas dactilares, que sólo posee él en toda la humanidad, de la misma manera que es único para ellos, como único hijo.
– ¿Conoce usted esta arma?
– Sí.
– ¿Es suya?
– No.
– ¿De quién es?
– No sé a nombre de quién está la licencia. Era el arma que se guardaba en casa por si alguien era atacado o entraban intrusos, para que quien estuviera allí pudiera defenderse. Cualquiera de nosotros.
– ¿Sabía usted dónde se guardaba?
– Sí. Normalmente, en un cajón de la habitación de David y Cari.
– Usted vivía en la casita, no en la casa. ¿Cómo lo sabía?
– Lo sabíamos todos. Vivimos… vivíamos juntos en la misma finca. Si los otros estaban fuera y yo oía algo sospechoso, sería yo quien la necesitara.
– Usted sabía manejar un arma.
– Esa pistola sí. Es la única que he tocado en mi vida. En el ejército, los soldados se entrenan con rifles. David nos enseñó a hacerlo, cuando se la compró.
– La noche del 18 de enero, la pistola se llevó al cuarto de estar para mostrarla a uno de los invitados, que tenía intención de comprar una. ¿Le enseñó usted cómo manejarla?
– No. No recuerdo quién lo hizo; probablemente, David.
– ¿Se dio usted cuenta de que el arma no se había guardado otra vez en el cajón de otra habitación, ahí donde se guardaba habitualmente?
– No, me fui mientras los demás recogían.
– ¿Pero usted vio el arma antes de irse, en la mesa situada junto al sofá?
– No la vi.
– ¿Por qué?
– Estaba todo lleno de vasos y platos, supongo que estaba por ahí, entre todo aquello.
– De modo que, cuando usted entró en la habitación la tarde siguiente, ¿vio por primera vez que el arma había quedado ahí fuera, en la mesa?
– No la vi.
– ¿Por qué?
– No miré a ningún sitio, sólo vi a Cari.
– ¿Y en qué momento vio usted el arma?
– No podría decirlo.
– ¿Fue antes de que él dijera «Sírvete una copa», corno si fueran un par de amigos bebiendo juntos?
– Supongo, no lo sé.
– ¿Sabía si el arma estaba cargada?
– No lo sabía.
– ¿Pero no estaba usted presente cuando se enseñó al invitado cómo usar un arma?; Y no se le enseñó cómo cargarla?
– No lo vi. Supongo que sí. Estaba hablando con otras personas.
– De manera que cuando usted entró en el cuarto de estar la tarde siguiente, vio el arma sobre la mesa, sabía perfectamente que estaba cargada y tomó la decisión de aprovechar la oportunidad para amenazar a Cari Jespersen con ella, ¿no es cierto?
– No lo amenacé, no tomé ninguna decisión.
– ¿De modo que no le dio ninguna oportunidad? ¿No lo avisó?
– Estaba escuchándolo, no lo amenacé.
– No. Usted cogió el arma y le disparó un tiro en la cabeza, con un disparo que, usted lo sabía porque sabe manejar un arma, con toda probabilidad sería mortal. Así satisfacía los pensamientos de venganza con los que había estado ocupado durante todo el día y que lo habían llevado a la casa con intención de ejecutarlos, de un modo u otro. El arma al alcance de la mano era una oportunidad que se le presentaba, de modo que no tuvo que luchar con el hombre a puñetazos, no tuvo que planear otra manera de eliminarlo como rival en su vida, el deseo de hacerlo se realizó.
Motsamai hacía gestos; hay un procedimiento para todo en ese rituaclass="underline" Señoría, protesto. Pero el juez es urbano y demócrata, deja que todo el mundo diga lo que tiene que decir. Protesta denegada.
La hilera se agitó, la gente dejó pasar a alguien; tras su aparición en el estrado de los testigos, se distinguía de los demás como si fuera una celebridad. Khulu Dladla se acercó y se sentó junto a ellos después de comparecer como testigo de la defensa.
Khulu; los traseros se movieron para dejarle sitio al lado de Claudia. Ella levantó la mano, la dejó caer sobre el regazo y volvió a levantarla, se extendió como un zarcillo, encontró su objetivo y presionó durante un momento el dorso grande y cálido de la mano de Khulu.
Sí, puedo decir que lo conozco bien, muy bien, dijo cuando Motsamai dirigió su testimonio. ¿Y a la joven? Sí, a Natalie también. Desde que vino a vivir con nosotros. Pero a Duncan, desde antes. En el estrado del tribunal, donde no se cruzan gestos de reconocimiento, Khulu sonrió directamente a Duncan, como si acabara de verlo en una habitación normal, en cualquier otro lugar. Hola, Duncan. Por eso Claudia quería tocarlo.
– Antes de que Natalie se sumara al grupo de amigos, ¿cómo eran las relaciones entre los que vivían en la casa?
– Muy buenas. Nos llevábamos bien, por eso estábamos juntos, ¿neee…?
– Usted, David Baker, Cari Jespersen y Duncan Lindgard, ¿eran todos homosexuales?
– En realidad, no lo sé exactamente en el caso de Duncan. No vivía en la casa. De todas maneras, trajo una mujer… Pero los demás, sí, somos todos hombres. Homosexuales.
– ¿Algunos de ustedes eran amigos íntimos?
– Sí.
– ¿Sabían que Duncan había tenido una relación de este tipo?
– Sí.
– ¿Con quién?
– Con Jespersen. Cari era de ese tipo de personas que, cuando se encaprichan con alguien, no hay quien se le pueda resistir. Parecía encantado de estar con Duncan, y no creo que Duncan hubiera tenido nunca antes una experiencia similar: me refiero a que no creo que nunca le hubiera ocurrido que un hombre sintiera algo así por él, y Jespersen sabía ser encantador. Era capaz de hacerte sentir que te perdías algo importante en esta vida si no le hacías caso. Era extranjero y todo eso, se creía algo especial. Como si fuera una bebida o una comida exótica. Algo que no habíamos probado nunca.
– De manera que usted observó que Jespersen tenía una relación con Duncan. No le sorprendería, dado el modo de vida de la casa, ¿no?
– No, sí me sorprendió. Porque Duncan no era homosexual, lo sabíamos. Tenemos muchos amigos heterosexuales. Alquiló la casita y más o menos compartía la casa, pero no porque fuera uno de nosotros, un gay, sino porque nos llevábamos bien en otros aspectos. Es un tipo interesante, diría que es un verdadero artista en lo que respecta a sus diseños de edificios. Se sacan ideas nuevas hablando con él de política, de arte, de música, de Dios: de todo.