»Pasó el día siguiente solo en la casita, en un estado de shock en el que no cabía ninguna resolución de intenciones. Era incapaz de formular ningún sentimiento hacia Natalie James o Cari Jespersen. Según el informe de un psiquiatra de gran experiencia, se produjo en él una sensación de irrealidad amnésica en relación con ellos. No era capaz, en contra de lo que ha sugerido mi distinguido colega, de la menor intención de venganza. Y como el mismo acusado ha dicho en respuesta a la pregunta de mi ilustre colega, el fiscaclass="underline" ¿venganza por qué? ¿Por la traición de ella? ¿Por la de Cari Jespersen? ¿La traición de James y Jespersen en connivencia?
«Permaneció acostado en la casita todo el día, incapacitado. Si el perro no hubiera hecho que se levantara porque tenía hambre, si él no hubiera realizado todos los gestos necesarios para dar de comer al perro en el jardín, ¿no habría permanecido en su aislamiento hasta que, quizá, alguien hubiera ido a buscarlo? ¿Se habría encontrado en el jardín que había cruzado corriendo la noche anterior, si no hubiera salido a dar de comer al perro? Se encontró en el jardín, sí; y ahí estaba la casa donde lo increíble había sucedido. Volvió allí para situarse en el mismo lugar donde lo había visto todo, para hacerlo creíble en su estado de confusión.
Las arrugas del rostro de Motsamai se convirtieron en profundas cuchilladas. Tomó aire y lo expulsó lentamente como pretexto para una pausa calculada. Parecía estar presenciando lo que estaba a punto de describir.
– ¿Y qué ve? Ese hombre, Cari Jespersen, está repantigado cómodamente en el sofá. Se ha preparado su bebida favorita. Sonríe. Saluda a Duncan Lindgard, el amigo, el antiguo amante a cuya mujer ha seducido delante de sus ojos, y lo saluda llamándolo bra, hermano. A continuación se lanza a un monólogo en tono de broma, de conversación sofisticada entre hombres. Da por hecho que ése es el contexto en que el «incidente», ese apareamiento imposible de detener que concluyó con descaro en presencia de Lindgard, debe ser recibido, compartido, por Lindgard. Sírvete una copa, dice. Sí, brindemos por ello, hermano. Todo lo sucedido la noche anterior no es nada. ¡Una broma grotesca!
»¿Este shock es menor que el del acoplamiento mismo?
»El espectáculo que ahora contempla Lindgard es la culminación de una tensión emocional total. Hay un arma sobre la mesa. Se le ofrece. No sabe si está cargada o no. La coge y dispara a la fuente de la diatriba contra él. Lo que ha descrito como "el ruido" se detiene. Así se da cuenta de que ha disparado a Cari Jespersen.
»Repito, señoría, con su permiso, la definición de responsabilidad criminal. Se dice que una persona es imputable desde un punto de vista penal, que tiene la capacidad criminal de realizar un acto, cuando es capaz de apreciar lo erróneo de su acto en el momento de cometerlo. La ausencia de capacidad criminal como resultado de causas distintas a la locura o la juventud está reconocida en nuestra ley, en principio, en relación, entre otras cosas, con la provocación (su señoría puede ver que en mi alegato cito el caso del Estado contra Campher, en 1987), y con un grave estrés emocional (remito al tribunal al caso del Estado contra Arnold, 1985).
»Respecto a los datos que tenemos sobre la conducta general del acusado como adulto, así como a su sentido de la responsabilidad moral, cristiana y humanística, inculcada desde la infancia por sus padres, todo está en contra de la realización de un acto violento. ¿Acaso no había sido provocado, más allá de lo que puede soportar un ser racional, cuando vio el arma y la cogió? En una palabra, ¿el acusado sabía lo que hacía? ¿Tenía capacidad criminal Duncan Lindgard?
»Señoría, yo sostengo que no, que no podía tenerla.
La voz del juez, un murmullo privado, tiene, sin embargo, la autoridad suficiente para detener a Motsamai, más que interrumpirlo.
– Señor Motsamai, ¿alega usted locura?
– No, señoría. No.
– ¿Trastorno mental transitorio?
– No. El acusado es un hombre cuerdo cuya capacidad se vio disminuida por un estado de confusión, debido al estrés emocional, durante el cual no pudo ser consciente de lo erróneo de sus actos porque no fue consciente de tener la menor intención de cometerlos.
– ¿Qué diferencia hay entre eso y el trastorno mental transitorio?
Vuestro hijo no está loco.
Pero, para Harald y Claudia, el juez podría tener razón; locura, quizá esa pena sea la explicación que nunca han obtenido de su hijo. Ni siquiera lo que ha dicho en el tribunal les ha dado lo que quieren: parece como si fuera una grabación que se repitiera de nuevo, como si la voz de Motsamai, con sus énfasis procedentes de los ritmos de su lengua africana, fuera una emisión: la presencia de Duncan interrumpe, no fue así, no fue exactamente así. Allí nadie lo sabe. Quizá se trata de una frecuencia procedente de donde está sentado, alejado de ellos en el estrado de la sala.
– La pérdida del control sobre los propios actos es una incapacidad para actuar con conciencia de lo erróneo, señoría, a diferencia de las ideas delirantes que confunden el bien y el mal. Ésa es la diferencia.
Harald sintió que la cabeza de Claudia alteraba el espacio entre ellos, agitándose con un gesto de rechazo; en efecto, la respuesta no parecía estar a la altura de Motsamai en sus mejores momentos. Y quizá estaba equivocado; ¿trastorno mental transitorio, algo en el cerebro de Duncan que hubiera estado allí siempre, el misterio que es siempre el otro, incluso aquel que has creado a partir de tu propia carne? Claudia hizo el gesto de ir a susurrar algo, pero Harald levantó la mano que sostenía el bolígrafo; la consternación era muda, era como si el calentamiento del aire en aquel espacio atestado lo generaran entre Harald, Claudia y su hijo, y de allí se extendiera a los demás.
– Duncan Lindgard no tuvo intención ninguna de matar a Jespersen. No hubo premeditación. No tenía, no tiene capacidad criminal para cometer conscientemente un acto semejante. Empujado por la provocación a un estado de grave estrés emocional, el acto fue realizado en ausencia de capacidad criminal. Su confesión, su historia, su testimonio son pruebas irrefutables de ello.
– ¿Ha concluido usted, señor Motsamai?
– Sí, señoría, gracias. Para la defensa, el caso está cerrado.
El juez se levantó, se levantó la sesión. El público volvió a la vida, como al final de un acto en cualquier teatro; volverían. En los pasillos, Motsamai convertido en Hamilton puso ambas manos sobre los antebrazos de Harald y de Claudia y los atrajo hacia sí. Tenía la abstracta animación que mostraba cuando regresaba al bufete después de comer. Ha ido bastante bien, dijo a sus confidentes, dejando a un lado a su abogado ayudante, Philip, el buen amigo, con los brazos cargados de documentos. No le preguntaron sobre lo de la locura, la cuestión de… ¿cómo podrían llamarlo?
En sus manos.
Nosotros no vamos a llamar a más testigos, les dijo, haciendo una pausa y encogiéndose de hombros con un gesto que indicaba: eso me conviene. ¿Nosotros? Tenía prisa para hablar con su ayudante. Cuando se alejó de ellos, lo vieron saludar a su oponente, el fiscal; los dos hombres con toga se detuvieron, el brazo de Motsamai descansó brevemente en el hombro del otro, menearon la cabeza a propósito de alguna cuestión, rieron juntos y se alejaron el uno del otro.
Así que, para ellos, todo aquello era una representación; para el juez, los asesores, el fiscal, incluso para Motsamai. La justicia es una representación teatral.
Mientras él y Claudia vagaban por los pasillos, Harald deslizó algo en el interior de su bolsillo. Era la libreta que había encontrado y había cogido de la mesilla de noche, en la casita.
Mañana se habrá terminado. Se emitirá el veredicto.
Nosotros. Motsamai y el fiscaclass="underline" ambos han decidido no llamar a más testigos, ni de cargo ni de descargo. De común acuerdo; mientras toman una taza de té: a Harald no le costaría mucho creerlo. Debería reducir al mínimo ese tipo de pensamientos.
Ve allí otro tipo de testimonio: la falta de toda integridad, en los dos abogados enfrentados, en los ataques que han hecho a sus respectivos alegatos en el tribunal. A Claudia no le sorprende su camaradería profesional cuando no están ante la autoridad arbitral del juez; sabe que para hacer bien un trabajo, es necesario concentrarse en el proceso, al margen de los sentimientos personales. Acuden a un café con Khulu y, mientras él va a comprar un periódico, Claudia y Harald hablan sobre ello en voz baja, entre largas pausas.
Creo que al juez le irritaría un abogado que mostrara un vínculo emocional con un cliente. Tal vez incluso tendería a mostrarse escéptico ante los argumentos de alguien que podría ir más lejos en su defensa de lo que marca su compromiso profesional. Al fin y al cabo, tienen que defender a cualquiera. Todo el mundo tiene derecho a ser defendido, ¿no? Lo sabemos.