De manera que a Hamilton no le importa lo que suceda a Duncan, Al margen de lo que suponga para él ganar su caso. Mañana, él y el fiscal se darán la mano sobre la red, gane quien gane.
Ella llenó la taza de Harald; ellos también trataban la cuestión de la vida de Duncan mientras tomaban un té. Al cabo de un rato, al ver que Khulu se acercaba a ellos, Claudia habló rápidamente.
Le preocupa. A Hamilton le preocupa, bien. Tienes que creerlo, Harald. Lo ha demostrado. A nosotros. Pero el tribunal no es el lugar adecuado.
Khulu alzó el periódico, indicando su regreso. Ella lo miraba avanzar entre las hileras de mesas.
Y ahí está el otro que también se preocupa. Quién habría pensado que sería él quien sabría que necesitamos a alguien con nosotros todos los días, y resulta que sólo querríamos estar con él.
Claudia se recetó una pastilla para dormir y se fue a la cama.
Harald, solo en el cuarto de estar, cogió el cuaderno y añadió, mientras reflexionaba, detalles sobre el juicio. No sabía con qué propósito escribía esas notas. La pregunta surgió mientras su atención vagaba y regresaba para descansar en las flores muertas en un jarrón; la única respuesta estaba en las palabras del hombre, de Khulu: «No entiendo el asesinato.» Intentó buscar una finalidad práctica a las notas; si se iba a apelar contra la sentencia, querría ser capaz de hacer referencia a sus impresiones sobre cómo los testimonios que habían conducido a la sentencia (Duncan no ha esperado al juicio, se trata sólo del grado de culpabilidad, ese juego de palabras sobre la culpa en el que confía Hamilton Motsamai) habían sido recibidos por el juez lacónico, los asesores silenciosos, los abogados, incluso los funcionarios, las chicas indias y afrikáners introducidas en un mundo masculino, y esos maniquíes de la ley, los policías que permanecían a los lados sin emanar presencia humana alguna. Incluso los cuerpos apretados junto a Claudia y éclass="underline" sus reacciones. Porque todos son expertos, están familiarizados con la manera en que se desarrollan los acontecimientos en un juicio y deben de conocer signos que a él y a Claudia se les escapan o no saben descifrar.
O tal vez lo que está apuntando tan sólo pertenece a lo que Duncan había escrito allí y que él, Harald, ha leído transgrediendo sus propios códigos de conducta. Probablemente, irá a parar a la caja del armario donde ha estado tanto tiempo la carta que escribió el niño desde el colegio.
La palabra «representación» sale una y otra vez. Ve que ha escrito, en el punto más bajo de la desolación: la justicia es una representación. Ha garrapateado lo descrito como la «representación» de Hamilton para promocionarse; y, a continuación, la cita de Khulu Dladla de las palabras de la chica: que Duncan quería que «representara su vida» para él. Puso la televisión para no irse a la cama, incapaz de dormir (rechaza la recomendación de Claudia de que se tome un tranquilizante o un somnífero, ella piensa -pero no lo dice- que él es uno de esos individuos, afortunadamente disciplinados, que tienen la intuición de que hay algo en ellos que los llevaría a la adicción), pero lo que le ofrecían era otra representación, un grupo de rock de protesta en una cadena y una telecomedia en un lenguaje que no entendía.
Permaneció sentado, el cuaderno bajo su mano, y se volvió hacia la radio. Dio con un programa de llamadas telefónicas sobre temas de interés general -desde el aborto a los precios de los supermercados, pasando por la matanza selectiva de elefantes- que constituyen los circos que proporciona la democracia para que aquellos que tienen pan pero se dan cuenta de que no es cierto que cualquiera pueda, siquiera en teoría, llegar a presidente, tengan por lo menos la oportunidad de oírse formular opiniones y frustraciones en voz alta ante el pueblo. Los que llaman, por mal que se expresen y por mucho que divaguen (normalmente, apaga el aparato al instante), algunas veces traen a la memoria profundos impulsos que se ocultan bajo la aparente conformidad con los valores y actitudes de su tiempo y lugar. La pena de muerte: ése era el tema que el programa de entretenimiento demócrata ofrecía a esos ciudadanos impacientes esa noche. ¡Si la pena de muerte va a ser abolida! Motsamai, siempre bien informado, está seguro de ello. Se demostrará que constituye una violación de la Constitución; no hay posibilidad alguna, ahora, de que Duncan… ¡Dios no lo quiera! ¿Podría dictarse sentencia de muerte contra él por lo que ha hecho, al margen de sus motivos?
Ahora, ése es un país civilizado y el Estado no asesina. Pero mientras Harald permanece sentado con la mirada fija en las flores que deberían haberse tirado a la basura, los oye, personas que llaman pidiendo la celda de condenados a muerte y la cuerda, amaneceres con el verdugo en Pretoria. Quieren, todavía quieren, están dispuestos a pedirlo en antena para que lo oigan todos, el presidente, el ministro de Justicia, el Tribunal Constitucionaclass="underline" quieren cadáver por cadáver, asesino por asesino. Y farfullan indignados lo que no puede negarse: la satisfacción que sienten, la única reconciliación que existe para ellos, y que reside en la muerte de aquel cuyo acto se llevó a uno de los suyos, o cuyo ejemplo amenaza otras vidas. Sus voces se transmitían por teléfono hasta el estudio, el presentador ponía un freno condescendiente a su verbosidad: para ellos, la pena de muerte no puede ser abolida. Ellos -la gente que clama fuera de la urbanización de adosados y de la cárcel donde Duncan espera el veredicto de su juicio- lo condenarán a muerte en su pensamiento, al margen de la sentencia que dicte el juez, al margen de cuantas garantías de atenuantes le dé Motsamai desde su conocimiento, su habilidad, su experiencia. En el ambiente del país flota la petición de un referéndum; ellos, no el Tribunal Constitucional, emitirán el Juicio Final sobre asesinos como Duncan. Y con referéndum o no, Harald lo oye y lo sabe, su hijo y la durmiente Claudia estarán rodeados de esa voluntad de que muera mientras viva. Recae sobre él una maldición, aunque ésta no aparezca en la ley.
No es una representación; eso es la realidad.
Claudia se agitó en sueños y la sensación de vacío a su lado la despertó; buscó el reloj a tientas. El mensaje luminoso: las dos y pico. Se levantó, tal como había hecho Duncan, y fue a buscar a la persona que faltaba. La puerta que daba al cuarto de baño, situada, según el folleto del conjunto residencial, en suite con el dormitorio, estaba entornada; no había nadie. El cuarto de estar estaba oscuro y callado. Avanzó con cuidado por el pasillo, como si creyera ir al encuentro de un intruso. En el segundo cuarto de baño, Harald estaba tendido, dormido en la bañera, con la cabeza apoyada en el borde, pero a Claudia le pareció que su cuerpo era el de un ahogado.
Motsamai también ha tranquilizado a su cliente, el acusado: mañana habrá terminado todo. Y ha salido de modo bastante esperanzador: tiene plena confianza. Los colegas que han estado siguiendo el caso dicen que diez años y, naturalmente, existe siempre la reducción de la condena. Pero él, Motsamai, piensa que lo ha hecho de manera tal que es muy posible que sólo sean siete. Y entonces, con la reducción… Sabe que la mejor manera de hablar con Duncan es hacerlo como si fuera un colega abogado y estuvieran examinando el caso de un tercero en el cual ambos estuvieran interesados. Se da cuenta de que ésa es la mejor manera de que ese joven, que pasa por un momento tan difícil, se imagine mejor a sí mismo; y no puede evitar repetir, como si fuera con un colega:
– Sumamente bien, especialmente en el interrogatorio de la chica.
Se han ido todos para esperar que llegue el día de mañana, cuando todo haya pasado: su madre, su padre y Khulu, el representante del hijo de ambos, al que Duncan ve sentado junto a ellos, donde él no puede estar, Motsamai, el juez, las funcionarias con el cabello caído sobre los brazos mientras teclean en sus procesadores de textos, los rostros de los espectadores de su vida; se han ido a casa. Solo. Sus padres,su amigo Khulu (no se había dado cuenta, hasta ahora, de hasta qué punto él era más amigo que los otros de la casa), lamentan dejarlo atrás, especialmente en ese momento; lo sabe, pero le alivia que se hayan marchado.
De manera que Motsamai, haciendo el papel de padre cuando el padre no puede hacerlo, lo ha salvado a costa de ella. Natalie/Nastasia. La ha abierto y ha expuesto su interior, ha diseccionado su útero con una criatura dentro, ha mostrado, para que todos los vieran, su mente, sus motivos y su cuerpo, cuya fuerza y contradicciones su amante conocía tan bien. Quién recompondrá a Natalie: nadie. Motsamai tiene plena confianza: en esta ocasión, ella lo ha salvado a él.
Durante la noche, no soñó en su celda, sino que vivió una fantasía despierto. Diez años, con remisión de pena, no importa cuánto tiempo ha pasado, sale parpadeando al sol, a la ciudad. Alguien señala hacia un niño. Es una niña, se parece a Natalie/Nastasia. No, es un niño, se parece a nosotros, Cari y Duncan.
Motsamai lleva un traje especialmente bien cortado y ha dado forma a la estera de su cabello; la corta perilla de jefe africano del siglo pasado está peinada para reafirmar su énfasis móvil cuando habla; es el mismo esmero con que los colegas de Harald cuidarían su aspecto en el día en que se ha fijado una importante reunión.
Motsamai los estaba esperando en los pasillos donde seguían atrapados los ecos de todo lo que habían oído en la sala los días pasados. Caminó con ellos con paso tranquilo entre funcionarios, mensajeros apresurados y personas que daban vueltas en busca de una sala u otra. Cuando encontró un pequeño espacio para ellos, se detuvo.
– ¿Estás bien, Claudia? Espero que hayas descansado toda la noche, Harald. ¿Yo? Oh, siempre duermo, cuando por fin me voy a la cama, si estoy preparándome… Ejeee… Hoy. Bueno, mirad, he conseguido que el fiscal acepte que podáis ver a Duncan durante la pausa de mediodía. Será después de que todo haya terminado esta mañana, no espero el veredicto y demás hasta la tarde. De manera que lo veréis. Antes de que se dicte sentencia.
Cuando uno se encuentra frente a frente ante la justicia -y no puede apartar la vista, no es posible evadirse mediante el privilegio, la clase o la fortuna-, uno lo entiende: los defensores y los acusadores llegan a acuerdos razonables sobre el precio de un asesinato. Para Harald, en eso consiste el acuerdo. El distinguido colega de Motsamai, en representación del Estado, está satisfecho porque ha conseguido todo lo que ha podido. Motsamai mismo hace ahora un gesto de equilibrio en el que ambas manos son las pesas: mejor no meterse.