Los escritores son peligrosos. ¿Cómo puede ser que un escritor sepa estas cosas? Aunque en este caso, somos tres, solos y unidos. En la «otra relación humana» -hacer el amor y todo lo demás- Cari actuaba, yo lo sufría, yo actuaba, Natalie me sufría, y esa noche en el sofá, ellos actuaron y yo los sufrí a los dos. Nos pertenecemos.
He copiado esta cita una y otra vez, no sé cuántas veces, en plena noche, la he escrito de memoria en un fragmento de papel, como ella acostumbraba a garrapatear un verso de un poema, me he detenido en medio de una sección cuando estaba concentrándome en el plano y he tenido que escribirla en algún sitio. Él está muerto, y él, ella y yo compartimos un secreto que nos une para siempre. No podría decirse mejor; él está muerto, no sé cómo cogí el arma y le disparé a la cabeza. Hay otro fragmento en ese libro; sobre el que lo hace. «Ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.» Cuando los encontré así, mi más profundo deseo ¿cuál fue? Daría lo que fuera por saber qué era lo que quería entonces, de lo que vi como su traición o la consumación de la unión entre nosotros tres, y por saber si, porque no pude obtener lo que quería -fuera eso lo que fuera-, mi más profundo deseo se vio satisfecho cuando disparé a mi amante y amante de ella. El está muerto, yo estoy vivo, me alegro con todos -mis padres, Motsamai- de que ya no haya pena de muerte. El asesino ha sobrevivido al asesinado. Intenta decirles esto a mis jueces, al del tribunal y a los del adosado. No puede contarse, sólo vivirse, en este espacio entre muros hecho para esto. Lo que está fuera, lo que puedo ver desde la ventana de Tántalo cuando me pongo de pie sobre la cama; estaré fuera, tras siete años (cinco, promete Motsamai); acaso se olvidará, acaso aquel que está muerto y yo ya no nos perteneceremos. Tendría que preguntárselo a algún preso veterano; los de la finca no nos movíamos en un medio de criminales. Hay tantas cosas que no sabíamos, que no deberíamos haber necesitado saber nunca. Los tres, Cari, muerto, Natalie y yo vivos, Nastasia mi víctima y, como dice Khulu, Natalie mi torturadora, esté donde esté, estamos unidos por lo que he hecho, lo sepa ella o no, sea o no un secreto lo que lleva en su vientre.
El reproductor de discos compactos está guardado en el adosado con otras cosas. No hay música en estas noches que separan estos días de mis siete años. El estrecho orificio de la ventana vigila mientras está cerrada la mirilla de la puerta; qué discípulo de la arquitectura funcional inventó las especificaciones para esta ventana en forma de rombo que se divide tan satisfactoriamente en segmentos hechos por barras verticales. La noche cortada en cinco trozos.
No hay equipo de música, pero oigo una y otra vez algunos fragmentos, el adagio de la Tempestad de Beethoven y el alegreto de un impromptu de Schubert. Él y yo acostumbrábamos ir a conciertos en esa época, la época de L'Agulhas. Con él había algo más que Brubeck y ese otro músico de jazz. El fallecido tenía una colección de discos, también de Penderecki y Stockhausen. Si escuchas la música que se forma en tu propia cabeza, que está allí sin ningún aparato reproductor -¿cómo?, ¿cómo?-, durante horas, empiezas a saber qué es la música. Es una de las maneras -sólo una entre muchas- de crear orden a partir del caos original. Cuando estaba con ella, escuchaba a Beethoven y Schubert solo, con cascos; ahora es algo parecido. Ella no quería oírla; no creo que fuera porque necesitara que yo le enseñara a apreciarla y demás. Era porque se rebelaba contra el principio del orden; en cualquier cosa, en todas las cosas, por eso nunca terminaba los poemas.
Tiene que haber alguna manera.
Naturalmente, si yo «confesara» todo esto a Motsamai, se movería, empujado por los remordimientos, y quizá incluso conseguiría -es un genio en su devoción a sus clientes- una remisión más temprana que la que me ha hecho creer que tendré. Pero entonces todo esto que vivo me sería arrebatado; no podría soportarlo, sin esto, este espacio hecho para ello.
El Juicio Final del Tribunal Constitucional ha declarado que la pena de muerte es inconstitucional. El tono firme y amable del juez presidente tiene la seguridad de un hombre que, mientras expresa la resolución a la que han llegado tras vanos meses de sopesar escrupulosamente las conclusiones de un tribunal de pensadores independientes, ha recibido él también la gracia. Hay cierta serenidad en la justicia.
Si la decisión hubiera sido que el Estado volvía a tener el derecho de quitar una vida a cambio de otra vida, habría sido demasiado tarde para decretar que Duncan debía ser colgado una mañana temprano en Pretoria. Su sentencia lo mantenía a salvo. Sin embargo, la noticia hace que ella tiemble visiblemente; él le coge las manos para calmarla; y calmarse a sí mismo. La sentencia extrema aplazada por una moratoria era la amenaza que todavía existía; en el conjunto de leyes del país, incluso Motsamai lo había dicho. Y mientras todavía existía, podría ser que se exigiera para el acto que su hijo había cometido un viernes por la tarde. De modo que una liberación, alivio, un curioso rastro, como de felicidad; qué extraño que sea posible sentir nada parecido. Duncan sigue donde está.
Harald y Claudia decidieron irse. De vacaciones. Resulta embarazoso admitirlo delante de Duncan, en la sala de visitas. Él dice ¡ya era hora de que os tomarais un descanso! ¿Cuánto tiempo?
Pero mejor no hablar de eso; las últimas vacaciones las cogieron antes, cuando existían unas sístoles y diástoles habituales entre trabajo y recompensa. Han pasado para él muchos meses, para él, ahí donde está, y para ellos, fuera.
Al Cabo.
– ¿No fuiste una vez a L'Agulhas? ¿Crees que nos gustaría?
– Es el fin del continente -dice él, como un homenaje.
– O quizá a Hermanus. Pero nos gustaría probar algo nuevo.
No importa adonde fueron, volaron, condujeron: el mundo que los llamaba era hermoso. Él estaba en su celda y un niño infeliz se tapaba la cabeza con los brazos mientras dormía en las calles de Ciudad del Cabo bajo la montaña eterna que hacía que uno quisiera vivir para siempre, como ella. Lo que parecía, desde la perspectiva de un coche en marcha, como el vertedero de la ciudad era una superficie baja y vasta de planchas, latas, trozos de plástico y personas reducidos a detritos bajo un cielo gloriosamente emplumado, un pájaro cósmico, cirros dorados por una luz que brillaba desde billones de kilómetros. Una noche espléndida temblaba con truenos mientras los relámpagos huían en todas direcciones. El mar sereno cubría por igual los antiguos naufragios podridos y la contaminación presente con un brillo de color intenso, y dejaba descansar el pecho de las gaviotas. Se podría haber caminado sobre el agua, no es de extrañar que Harald pudiera creer que sucedió una vez.
Todo emite señales de vida, a pesar de todo. La sombra del avión es una gran mariposa que pasa sobre el verde, campos con espigas, desiertos color lila. Desde la ventanilla, las luces del valle vibran para atraer, atraer. Claudia empezó a tener la sensación de que ella y Harald estaban esperando alguna señal, la señal que haría que la vida siguiera adelante, los sacara de la regresión en que se habían refugiado, donde seguían su rutina y el eco de sus voces ocupaba lo que estaba vacío de sentido. Intentaba pensar sobre todo eso en términos prácticos: quizá deberían dejar el adosado tal como estaba ahora, sin vida dentro. Quizá deberían cambiar de casa.
¿Un equipo de profesionales, con sus cajas de embalar, podría hacer la mudanza? ¿Y no podrían las posesiones de Duncan, procedentes de la casita, junto con todo lo demás, ser entregadas, descargadas, y rodear a Harald y a ella en su futura vivienda?
Motsamai se aseguraba de que la empresa enviara a Duncan parte de los proyectos que tenía que diseñar. Duncan nunca veía el conjunto completo de planos para los que dibujaba el alzado, la planta y la vista lateral, aspectos del norte y sur, este y oeste. Pero algunas veces pensaba en cómo había realizado ya su propio trabajo: la estructura de aquella celda era su obra, diseñada de acuerdo con las especificaciones de su vida.
Harald y Claudia no cambiaron de casa. A principios de verano, Harald -que, como tantas otras veces, había llegado al adosado antes que Claudia- encontró una llamada en el contestador. La voz le resultó familiar de inmediato: el acento de bajo africano y el tono distendido de Khulu. ¿Qué hacéis, muchachos? Hace tiempo que tengo ganas de pasar a veros. Pero ya sabéis cómo pasa el tiempo; de todos modos, sé de vosotros a través de Duncan.
Claudia no quiso devolverle la llamada a aquella casa. Harald lo entendió: podría contestar Baker. Recordaba cuál era el periódico para el que Khulu hacía la mayor parte de sus reportajes, según les contó durante la charla que mantuvieron cuando los tres fueron a una cafetería entre dos sesiones del tribunal. Harald hizo que su secretaria llamara varias veces, pero no tuvo éxito y dejó un recado.
Él/ella. Una llamada a través del monitor de seguridad, una noche en que no esperaban a nadie. Esta vez, fue Claudia quien contestó. Khulu anunció su presencia. Cuando llegó a su puerta, ahí estaban ambos para recibirlo, con la aguda sensación de que se habían privado del placer de verlo por no haber sido ellos quienes hubieran ido a buscarlo, meses atrás. Sus pesados brazos los rodearon sucesivamente. La habitación se llenó de animación mientras Harald iba a buscar bebidas y Khulu decía:
– Claudia, ¿tienes pan o algo que comer, alguna fruta? He pasado el día fuera por un artículo ¡y no he comido nada!
Claudia tenía un chico al que preparar una comida. Iba y venía con carne fría, queso, chutney y pan, y Harald le trajo el frutero. Khulu comía con distraído entusiasmo mientras hablaba de los cambios producidos en la propiedad de los periódicos con la adquisición de un grupo por parte de unos individuos negros. Estaba orgulloso; y escéptico en relación con el progreso que, según Claudia, eso pudiera suponer para su carrera; Harald levantó una mano en un gesto procedente de su experiencia en asuntos de poder financiero, las rivalidades que tienen lugar en las salas de reuniones cuando un grupo de traseros dejan vacíos unos asientos que otros pasan a ocupar. Rieron ante esa desenfadada muestra de comprensión que el estado de ánimo traído por el visitante había hecho posible.