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Incluso allí -ese lugar que no puede existir para los tres- debe haber una premisa sobre la que pueda producirse la comunicación oral. Hay que hacer que los murciélagos vuelvan a la oscuridad de la que proceden, la celda, la noche insomne. Sólo puede haber una premisa, sentada por los padres: él no lo hizo. Él es inocente, según el vocabulario de la ley, aunque están preparados para creer, ahora deben saber, no es inocente en relación con el contexto del terrible suceso, la clase de medio en el que pudo suceder. Porque el mero hecho de que haya sucedido implica que tienen que poner orden en la vida de esa casa y esa casita de jóvenes amigos, tal como ellos la han descrito, ordenar los muebles de las relaciones humanas, Duncan con amigos compatibles, alejado sólo por un pequeño trozo de agradable jardín, viviendo con una chica en lo que podría convertirse o no en una relación permanente.

Duncan no es inocente, pero no puede ser culpable. Así pues, la cuestión crucial es el abogado; debe ser el mejor abogado. No están dispuestos a dejarle a él esta decisión, serán inflexibles con esto, madre y padre.

El abogado, el buen amigo, lo conocieron en la sala B17, ha remitido los datos a un abogado importante, alguien, dice, de la categoría de Bizos y Chaskalson: Hamilton Motsamai.

Eso es todo lo que dice su hijo, no los tranquiliza; sólo les asegura que lo defenderá quien ellos querían, el individuo más capaz que puedan encontrar. No les dice otra cosa; no les dice que estará a salvo porque no es culpable de la muerte del hombre del sofá. Este se ha convertido en un asunto delicado que no puede salir a la luz, como si fuera una pregunta indiscreta sobre la vida sexual de un hijo. Y, en realidad, lo es, en lo que respecta a la chica; claro que el tema de la chica no puede mencionarse, aunque seguro que ella podría dar un testimonio valioso en algún sentido, debe de saber que no merece la pena que maten por ella; ese tipo de acto no forma parte de la gama basada en el control emocional sobre la que se formó el carácter de su hijo, o de la ética contemporánea que afirma que los hombres no son dueños de las mujeres.

Sin embargo, no puede haber sucedido. Un arma en el barro. Alguien la tira allí. Un jardinero piensa que Duncan ha tirado algo, quizá fuera una colilla, y la policía encuentra un arma. Lo que arden en deseos de preguntar a su hijo es: ¿sabe él por qué motivo fue asesinado aquel hombre? Pero no pueden preguntárselo, eso tampoco, por distintos motivos: el vigilante, el policía, está allí, igual que las tres sillas y la mesa, pero hay que recordar que el vigilante oye aunque su rostro mantenga el hosco distanciamiento de la incomprensión: cualquier respuesta podría utilizarse como prueba en contra; la naturaleza de algún círculo -cómo pueden saberlo- en el que se mueve el hijo. Cualquier cosa se convierte en sospechosa en cuanto rodea un acto de violencia.

Por lo menos, como médico, ella tiene algo que decir.

– ¿Cuánto ejercicio haces? ¿Consigues dormir bien?

Sea para dejarlos satisfechos o para desafiarlos, se toma el asunto a la ligera.

– Bueno, no es precisamente el hotel de cinco estrellas que yo recomendaría -dice, echándose a reír.

Esta sala no está acostumbrada a la risa; las paredes la devuelven como un grito.

– Hay una especie de patio por el que ando dos veces al día. Ah, el perro. Supongo que Khulu o alguien le estará dando de comer, pero…

– Porque podría hablar con el funcionario médico y recetarte una pastilla suave para dormir. Y más facilidades para hacer ejercicio.

– No lo hagas. No hace falta. ¿Te ocuparás del perro?

Esto va dirigido a su padre; estos padres piden cosas que hacer.

– Encontraré una solución; me lo llevaré. ¿Y libros?

– Philip me ha traído unos cuantos y puedo comprar los periódicos. Pero podríais traerme alguno de los míos. De la casita. Y ropa.

– ¿Y la llave?

– Khulu.

El tiempo debe de estar a punto de acabarse, eso hace que los tres vuelvan a sentirse muy incómodos: el terror ante su regreso por los pasillos de hormigón y acero, y ante su partida dejándolo allí abandonado; y la vergonzosa impaciencia por que se termine la visita.

El vigilante hace una señal. Los padres no saben si demorarse un poco o partir enseguida; cuál es el protocolo en este tipo de despedida, qué es lo que la hace soportable. Lo abrazan y su padre siente cómo una mano le aprieta tres veces el omoplato. Mientras se llevan a su hijo, se produce un aparte que retrasa durante un momento al vigilante que lo acompaña.

– No me traigáis nada que estuviera leyendo.

¡Qué debe de pensar de nosotros!

¿Pensar de nosotros?

Bueno, ¿qué le hemos dicho? Tan frío todo, tan práctico.

Él echó un vistazo, apartando la vista de la carretera que tenía delante, y la vio con las manos en el regazo, la uña de un pulgar giraba bajo las cortas uñas de la otra mano.

¿Qué podía decirse?

Con el vigilante ahí de pie. Tendremos que averiguar si podremos verlo a solas con el abogado, los abogados tienen el privilegio de reunirse en privado con la persona a la que representan.

No es eso.

La cápsula en la que estaban contenidos mientras se desplazaban entre lo irreconciliable, la cárcel y la vida, de repente se llenó con sus voces, que se expresaban libremente.

Lo cierto es que no sabemos de qué deberíamos haber hablado. No sabemos lo involucrado que está en este terrible… asunto: no nos da ninguna pista. Dice que va a defenderlo un abogado de primera, pero no tenemos ni idea de qué información va a darle a éste; qué línea de defensa podrá seguir el abogado, qué va a probar, cuando lo defienda.

Y qué pasa con el abogado.

Lo han oído al mismo tiempo, sobresaltados por su nombre; ha escogido un negro. Ella no es uno de esos médicos que, en su trabajo, tocan la piel negra igual que la blanca pero conservan prejuicios liberales contra la capacidad intelectual de los negros. No obstante, ahora sí se lo plantea, y él también; en el lodo en que ahora se ahogan, donde se ha cometido el crimen, los viejos prejuicios todavía reptan hacia la superficie. Considerando desde este punto de vista la elección de alguien llamado Motsamai, Harald puede encontrar una respuesta.

Tal vez suponga una ventaja. Si en el estrado se encuentra uno de los jueces negros.

El tono de voz de Harald es seco: por pensar así. Avergonzado. Y por qué tendría que ocurrírsele semejante cálculo: un juez negro predispuesto a favor de un acusado porque ha escogido a un abogado negro, cuando no estamos hablando aquí de que quien aparece ante él sea un criminal, un asesino. ¡De dónde viene semejante idea, por el amor de Dios!

¿Pero sabes algo de él? Quizá sea sólo otro buen amigo.

Podemos enterarnos. Hablaré con uno de los abogados más importantes del país, lo he visto algunas veces, supongo que lo entenderá, aunque imagino que no es frecuente esperar que un abogado opine sobre otro.

Y qué más da lo que es frecuente. Intento pensar. ¿Qué más podríamos hacer, Harald? Quedarnos sentados, charlando. Charlando. Por lo menos, podrías haberle asegurado que pagaríamos los abogados, lo que fuera necesario. ¿Cómo podemos saber si la minuta ha intervenido en su elección? Estos abogados de prestigio cobran una fortuna diaria. Si cree que tendrá que encontrar el dinero por su cuenta, eso puede ser grave.

Él sabe que no es una cuestión de dinero. Sabe que puede depender de nosotros. No era momento ni lugar para hacer una especie de anuncio magnánimo.

Pensé que dirías… su padre… bueno, vale, no sobre el dinero, sino algo…

Y a ti lo único que se te ocurrió fue recetarle una pastilla para dormir.

Ya lo sé. Bueno, por lo menos era una especie de mensaje diciéndole que si no lo trataban bien, me encargaría de hacer valer cierta influencia con quien sea el funcionario médico. Por lo menos, hacer algo.

Eres tú quien me dice lo que tendríamos que haberle dicho.

Ella se da un golpe en los muslos con los puños.

Que le creemos.

¿Cuando dice qué cosa? No ha dicho nada. No sabemos nada. He leído el expediente de las pruebas indiciarias. El hombre está muerto. Un arma en el barro. ¿Qué quiere decir esto?

Mientras él habla, ella repite mentalmente sus palabras, como un martilleo. ¡Que creemos en él!¡Que creemos en él! ¡Que no existe la posibilidad, jamás, en este mundo, de que no lo hagamos! Eso es lo que ahí no apareció, lo que no se dijo…

Él se detuvo, obedeciendo a un semáforo. Su mano bajó para poner punto muerto y ella se movió ligeramente para evitar el contacto con la mano. El esperó, con la luz roja, y después habló.

¿Creer?

Ya sabes.

No hubo respuesta.

Que creemos que no ha podido hacer nada semejante y tenemos razón en ello.

El fue arrastrado por el tráfico, como si el coche anduviera solo. Su mente se agitaba, casi serpenteaba, envuelta en un conflicto que no podía compartir, una reticencia intolerable.

Claudia… sabía que debía añadir a su nombre algún calificativo íntimo, pero los viejos epítetos, los diminutivos y las palabras cariñosas quedaban fuera de lugar ante lo que había que decir, tan difícil. Vuelta a empezar.

Ni siquiera sabemos si acepta que creamos en él.

¿Aceptar? ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Y eso qué tiene que ver?

Él no puede permitir que se haga real pronunciándolo, la voz del padre enunciándolo a la madre, pero está ahí, oculto en el coche entre ellos, mientras él llega a las puertas de seguridad de la urbanización: porque sabe que él hizo aquello. Ése es el motivo de que no se dijera nada durante la media hora de visita en la cárcel; la premisa en la que se basaba nuestra presencia ahí no existe. Eso es lo que nuestro hijo nos ocultaba. Eso es lo que hay que creer.