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– Es culpable.

El abogado recibió la intervención del padre con el gesto de aprobación de un instructor ante un discípulo.

– La persona cree o sabe que es culpable, eso es.

Este hombre tiene tendencia a utilizar palabras grandilocuentes y vacías: «en ese momento concreto» cuando quiere decir «entonces», evasivas generalizadas; Harald no acepta la versión impersonal de sus palabras: «la persona» es su hijo.

– Es culpable. Duncan. Eso es lo que usted está diciendo, señor Motsamai.

– Espere un momento, caballero. Eso no es en absoluto lo que estoy pensando. Corresponde al tribunal decidir si un acusado es culpable o no, no a sus abogados, ni siquiera a sus padres. Lo que les pido que entiendan es que yo, nosotros, el otro abogado y yo, tenemos que preparar nuestra defensa para tal contingencia.

»Desde esta óptica, todas las circunstancias, el pasado, incluso la infancia, el temperamento, el carácter del joven, son de una importancia vital. Cualquier detalle puede ser útil para nosotros; por eso, si pueden franquear, con calma, la barrera de hostilidad que muestra hacia mí… Es decir, estoy seguro de que no la emplea con ustedes; si pueden influir en él para que diga a sus abogados todo lo que sabe sobre sí mismo, sus amigos, todo ello… Es esencial. Debe entender que no hay nada que no pueda contarnos.

– Hostilidad… No sé si podría decirse que no da muestras de hostilidad hacia nosotros. En realidad, lo que muestra… Pero cómo podemos acercarnos a él, su padre o yo, como siempre, como antes, como si nada hubiera ido mal, cuando lo vemos en una sala con un vigilante que oirá todo lo que digamos. Ni siquiera dijo nada de la locura que era todo aquello. Del hecho de estar allí. No protestó. Sólo hizo una especie de broma, poco menos, sobre el lugar donde está encerrado. Nos quedamos sentados como si nos hubieran cortado la lengua. No había posibilidad alguna de que dijera qué había pasado. No se me ocurre cómo podemos hacer lo que nos pide si lo vemos en estas circunstancias.

Comprendo perfectamente, entiendo perfectamente, repitió el abogado en distintas fórmulas, desarrollando lo que los abogados denominan sus alegatos. Ejeee… Pero no podían hablar con su hijo en privado; ésa era la norma. Sin embargo, de ninguna manera perjudicaría a nadie que le indicaran, abiertamente, en presencia de los vigilantes, que estaban convencidos, en su interés en aquel momento concreto, que debía confiar en sus abogados por completo, que contara a sus abogados todo lo que había que contar. La mirada de cristal y mármol destelló de nuevo, como si no fuera casi necesario pronunciar lo obvio.

– De todos modos, el vigilante difícilmente entenderá lo que digan. La mayoría de esos tipos todavía son un residuo de otros tiempos. Trabajo seguro para los hijos retrasados de los bóers.

Lanza un comentario poco prudente porque sabe que no resultará inadecuado con esa gente.

– Nuestro gobierno considera que no se puede cambiar el sistema penitenciario de la noche a la mañana: ni siquiera en varias noches. Ejeee…

Durante esos primeros días, parecen repetir un ritual inevitable de separación del mismo encuentro forzoso que los deja a ambos esperando que el otro hable. Y ambos recelan del tipo de interpretación que podría revelar el otro; que podría situar el encuentro en un lugar alto o bajo en una escala de utilidad, de esperanza, para ellos. Mientras dura el silencio, en esta ocasión, no tienen que enfrentarse en el otro con lo que el abogado, el asesor jurídico Motsamai, había dicho que tenían que afrontar. Es mejor romper el silencio de modo oblicuo, del modo más suave que, dentro de la devastación general, son capaces.

¿Qué piensas de él?

Ella deja caer la mandíbula hacia el pecho un momento; levanta la cabeza para hablar bajo la avalancha todavía persistente de la reunión. Pagado de sí mismo. Algo arrogante. Se supone que debe sacarnos del lío en que estamos. No sé.

Probablemente, lo que parece arrogancia es la presencia imponente que impresiona en un tribunal. Los propios jueces tienen fama de tener este tipo de presencia. A mí tampoco me ha gustado mucho. Pero tengo claro que eso no tiene importancia, no está aquí para caernos bien, sino para hacer su trabajo.

Y él ha decidido cuál es.

Para eso ha sido contratado. Por su pericia.

Y ha decidido que Duncan mató. No puedo, no puedo ni siquiera oírme decirlo. No puedo decirme Duncan mató, Duncan ejecutó un acto patológico. Duncan no es un psicópata, reconocerás que sé lo suficiente sobre estados patológicos como para decirlo. Y no estoy involucrándonos en esto, no baso mi incredulidad en ninguna idea orgullosa de que eso no puede ser porque es nuestro hijo, no es eso lo que un hijo nuestro haría. Hablo de Duncan, no de nuestro hijo. Debe de haber alguna explicación de cómo se produjeron estas «pruebas indiciarias». Ese hombre no lo sabe, pero ¿qué es lo que está preparando? Prepara su defensa basándose en que esta «prueba indiciaria» indica que Duncan mató. Duncan mató porque esa putilla con la que se había juntado, que se iba con cualquiera, cosa que él toleraba, se dio un revolcón en un sofá con uno de sus amigos. Estoy segura de que no fue la primera chica en la vida de Duncan, acuérdate de las otras: Alyse o como se llamara, una estudiante de medicina que me ayudaba hace dos años, fue la favorita durante una temporada.

Por qué Duncan no habla.

No puedo decírtelo. No lo sé. Quizá porque los abogados lo agobian con la «prueba indiciaria», de modo que no tiene fe en que prevalezca la verdad, no se puede ganar contra las pruebas indiciarias, un jardinero te ve cruzar el césped y más tarde la policía recoge un arma. Un hombre que ni siquiera tiene reloj, ni siquiera puede decir qué hora era. Si no puedes demostrar tu inocencia, eres culpable, ¿no es eso a lo que ha llegado Duncan?

Por qué no habla.

Bueno, ésa es la única cosa positiva que dijo el hombre, me parece a mí. Tenemos que intentar que confíe en el abogado, aunque no quiera hacerlo en ti o en mí. Y no me preguntes por qué no quiere.

Ella y él.

¿Y qué le van a hacer si, en ese conflicto, él no los necesita? Él, Harald, tiene que mantener los ojos fijos en la carretera, alejados de ella, porque de repente están inundados de lágrimas, como si un esfínter hubiera sido presionado hasta reventar. Esos trayectos. Esos trayectos, de regreso del desastre.

Harald estaba en la casita. Había ido, de entrada, al alojamiento situado al final del jardín donde vivía el ayudante de fontanero y jardinero a tiempo parcial. Un candado en una puerta de cuadra; la finca era antigua, el hombre ocupaba lo que en otros tiempos debió de alojar un caballo.

Harald había evitado la casa con la intención de enviar al hombre a buscar la llave de la casita, aunque había un coche en el camino de entrada, indicando que había alguien en casa. Cuando llamó con los nudillos, un rostro vagamente familiar apareció en la ventana y Khulu Dladla se dirigió a la puerta. Había visto a Dladla varias veces; de vez en cuando, Duncan invitaba a sus padres a tomar unas copas en el jardín -no esperaban de él que se molestara en darles de comer- y normalmente alguno de sus amigos de la finca se les sumaba. Harald consiguió la llave de Khulu; el voluminoso joven salió caminando descalzo con pesados pasos para ir a buscarla; el procesador de textos que utilizaba cuando fue interrumpido brillaba como un ojo verde ácido en aquel cuarto de estar; aquel sofá. Dejó a Harald sólo con el mueble. Los sentimientos del joven, mientras le tendía la llave de la casita, dieron a sus rasgos el doloroso ceño de quien está apretando un tornillo.

– Puedo ir contigo, si quieres.

No. Harald se sintió conmovido por la torpe amabilidad que, de repente, hizo que se sintiera más cerca de aquel hombre, pero no debía haber testigos de lo que implicaba la ausencia de Duncan de la casita.

Harald estuvo en la habitación donde dormía Duncan. Y la chica. Había un frasco de crema facial entre los paquetes de cigarrillos, en la mesilla de noche de la izquierda. No quiso mirar, por respeto, el aspecto de la habitación; cogió camisas, calzoncillos y calcetines de un armario sin fijarse en nada más de lo que se guardaba allí, no era asunto suyo.

No me traigas nada de lo que estaba leyendo.

Los libros aplastaban una desvencijada mesa de bambú situada a la derecha de la cama; pero él se inclinó, los cogió, leyó los títulos, que le resultaban familiares o desconocidos, con la conciencia de ser observado por la habitación vacía. La mesa tenía un estante inferior lleno de revistas de arquitectura y periódicos que se desparramaban por el suelo. Le pareció como si las hubieran dejado caer allí, ese día, cuando el ocupante de la cama estaba echado escuchando cómo golpeaban su puerta. Puso una rodilla en tierra y las colocó bien, pero el estante se combó y se esparcieron de nuevo, y entre ellas había un cuaderno de esos baratos que utilizan los colegiales. Lo puso en equilibrio sobre la pila. ¿Para qué?, ¿Para que Duncan pudiera cogerlo cómodamente cuando volviera a dormir en esa cama? Como si él se engañara pensando que iba a hacerlo pronto.

Cogió el cuaderno y lo abrió. A medida que pasaba las páginas, iba sintiendo cómo se apoderaba de su nuca la mezquindad de lo que estaba haciendo, la traición a lo que el padre había enseñado al hijo, debes respetar la intimidad de los demás, no se leen las cartas ajenas, no se debe leer nada personal que no esté destinado a ti. Todo era normal, inofensivo: la fecha en que el coche había pasado la revisión por última vez, cálculos de dinero con una finalidad u otra, una dirección escrita en diagonal, la anotación de un número atrasado de alguna publicación sobre arquitectura; no era un diario, sino un cuaderno de notas para inquietudes que le pasaban por la cabeza de vez en cuando. No obstante, garabateado en la última página escrita, había un pasaje copiado de algún lugar; Harald le había transmitido su amor a la lectura cuando era todavía pequeño. Le bastaron las primeras palabras para reconocerlo.