Dostoievski, sí, cuando Rogozhin habla de Nastasia Filipovna. «Se habría ahogado hace mucho tiempo si no me hubiera tenido; ésa es la verdad. Tal vez no lo hizo porque yo soy más terrible que las aguas.»
Mientras se está a la espera de juicio, en un caso de asesinato no hay actuaciones con las que los periódicos puedan suministrar algo sensacional a sus lectores. Cuando se publicaron los primeros reportajes contando que el hijo de Lindgard había sido acusado de matar a un hombre, en el momento de la llegada del miembro de la dirección a su despacho se produjo un silencio tácito. Dieron la vuelta a los periódicos para que no se vieran los titulares o se apartaron del lugar donde los ojos de Lindgard y los de los demás podrían cruzarse. El presidente no sabía si, en la intimidad de la sala de juntas, debería manifestarse una expresión formal de comprensión y preocupación hacia un colega tenido en alta estima y hacia su esposa, que estaban pasando por un momento difícil -ésa era la expresión que habría utilizado-, o si era más útil y discreto eludir toda atención oficial, tratarlo como algo que se tendría presente pero no aparecería en las actas de la reunión, lo que sería una especie de condena e iría contra Lindgard, como padre, por lo menos en sentido biológico, de un crimen. Se decidió que la dirección no haría ninguna declaración. Los miembros encontraron, a título individual, un momento adecuado para mostrar su condolencia brevemente, para reducir a dos interlocutores la tensión del momento. La actitud general que había que adoptar era la de mostrarle que, naturalmente, todo aquello era absurdo, un error espantoso. Él les dio las gracias, sin asentir; ellos lo tomaron como que, simplemente, no quería hablar de aquel error espantoso. La mayoría de ellos tenían hijos e hijas para los que un acto semejante sería igualmente imposible.
El período de prisión preventiva fue enfocado según el único modelo que Lindgard y sus colegas conocían: como una remisión en una enfermedad sobre cuyo diagnóstico es mejor no preguntar.
Un día, en el aseo de hombres, un colega con el que trabajaba desde joven, más preocupado por la franqueza en los sentimientos humanos que por mantener convencionalismos sobre la dignidad, le dijo mientras orinaban, como si se aliviara doblemente:
– Si hay algo que yo pueda hacer… No tengo ni idea de qué podría ser… pero no lo dudes ni un momento, bajo ningún concepto. Debes de estar pasando por un infierno. Nunca sé si hablar de ello o no, Harald; si te molestará. Sea cual sea ese montaje, debe de ser una tortura hacerle frente, sabiendo que no puede ser, que está fuera de toda duda.
Lindgard se había lavado las manos. Estaba tirando meticulosamente de la toalla enrollada para obtener un trozo seco. Y habló en aquel enclave alicatado, destinado a las humildes funciones humanas.
– No está fuera de toda duda.
Su colega se enderezó, pasmado. Ahí no se había dicho nada. Uno no debe oír algunas cosas, y quien las diga lamentará de inmediato haberlo hecho.
Se dirigió rápidamente hacia la puerta, se dio la vuelta, volvió junto a él y le puso la palma de la mano sobre el omoplato, exactamente en el mismo lugar donde el hijo la posó, en un único gesto de comunicación, la primera vez que fueron a la sala de visitas.
Pocos de los pacientes de la doctora la relacionaron con uno de los casos de violencia sobre los que tal vez habían leído algo. Había tantos; en una región del país donde la ambición política de un líder había llevado a asesinatos que, a su vez, se habían convertido en vendettas fomentadas por él, el total diario de muertes formaba parte de la rutina, al mismo nivel que el parte meteorológico. En cualquier sitio, los taxistas se pegaban tiros por los clientes; en las peleas de las discotecas, las armas decían la última palabra. La violencia del Estado bajo el antiguo régimen, el anterior, había acostumbrado a sus víctimas a ella. La gente había olvidado que hubiera otra manera de resolver los problemas.
Ella no trabajaba dentro de un grupo, con colegas que tuvieran que adoptar una actitud hacia la situación que la distanciaba de los demás. Sólo estaba Queen, la alegre belleza preocupada por su propia autoridad como enfermera jefe en el hospital, y, en la consulta privada, la señora February -cuyos antepasados habían recibido como apellido el nombre del mes en que fueron comprados en el mercado de esclavos- permanecía sentada ante el escritorio de la recepción con los ojos lúgubres propios de la actitud tradicional y digna de quien pasa por una situación difícil, representando el papel que correspondía a la doctora. Era una delicada expresión de empatía que no necesitaba intercambio de torpes palabras. En el hospital y en sus horas de consulta, la doctora se encontraba dentro de una parcela inalterada de su vida, en un lugar seguro; las personas rodeadas por un peligro invasor pueden protegerse precariamente, durante un tiempo, en zonas definidas por quienes son ajenos a la amenaza, agentes de la misericordia. Sin embargo, le costaba sostener un interés personal por la vida de los pacientes, cosa que siempre había considerado esencial para la práctica de la curación. La identificación primera con otra persona cuyo hijo estaba en la cárcel pronto desapareció en la multitud de los desafortunados; en cuanto uno es empujado, se convierte en uno más entre ellos, aparece la sensación de que si yo he tenido que escuchar tu problema, tú tendrás que escuchar el mío.
Empaquetó, junto con comida, la ropa que Harald había llevado a casa, volviéndola a doblar.
¿Por qué no has traído un pijama?
Los hombres jóvenes no llevan, ¿no te acuerdas? No había. ¿No te acuerdas de cuando todavía vivía en casa?
¿Cómo iba a saber yo con qué dormía?
¿No lo viste nunca circulando en calzoncillos? En verano muchas veces desayunaba así.
Claro, y ella también ordenaba la ropa limpia, arreglaba los armarios de los hombres de la familia, como esposa y madre servicial que se esperaba que fuera, también, la doctora.
No dedicaba todo mi tiempo a los calzoncillos.
Me parece que debe de haber muchas cosas. Muchas que no recordábamos. Que no recordamos.
Me gustaría que dijeras claramente lo que quieres decir.
Es ya bastante difícil… hablar, saber lo que estamos diciendo. Tengo la sensación de que, en cierto modo, recelas de mí. Estás intentando pillarme, hacer que yo te lo explique, porque yo soy su madre, yo debería saberlo, debería saber por qué. ¡Y yo soy su padre! ¡Debería saberlo!
Se acostaron tan tarde como pudieron para acortar la noche anterior a la visita en la cárcel. Al azar, él puso una cinta de vídeo de una película de Woody Allen. Cuando el lúgubre rostro apareció, Claudia comentó que la cinta se la había dejado Duncan y no se la habían devuelto. Quizá fuera un intento, patético o irónico, de afirmar que recordaba algo, un cabo suelto, entre ellos y su hijo. Se oyeron mutuamente reír en diversos fragmentos de la película; hasta que se terminó, la luz de la pantalla se encogió sobre sí misma, se desvaneció en el súcubo de la oscuridad. En la cama, permanecieron acostados en esa misma oscuridad. Harald le rodeó la cintura con un brazo, pero no le tomó los pechos con la mano; ésta quedó ahí, abierta. Harald y Claudia no habían hecho el amor desde la noche en que llegó el mensajero. No podían. Tal vez habría sido bueno, tal vez habría ayudado -al fin y al cabo, habían sido capaces de reír-, pero un testigo, desde la celda de una cárcel, cerraba el cuerpo de Claudia, hacía impotente a Harald.
Él pensó, al amparo de la oscuridad, que podría contarle lo que había leído en la última página del cuaderno. Al amparo de la oscuridad: el lugar adecuado para entender, para que entendieran lo que Dostoievski había revelado sobre su hijo, y a su hijo sobre sí mismo. Claudia leía revistas médicas, probablemente nunca había leído a Dostoievski, él no se lo reprochaba, en su interior; ella curaba mientras que él podía garantizar -asegurar- sólo dinero como compensación ante el dolor y el desastre; pero cómo podía esperar que ella fuera capaz de interpretar un fragmento de las profundidades de una mente con cuyo funcionamiento no estaba en absoluto familiarizada.
En la oscuridad, Harald pudo disfrazar la idea que le rondaba conviniéndola en una cuestión práctica, necesaria; la única acción posible para ellos consistía en encontrar lo que debían hacer a continuación.
Tenemos derecho a esperar que ella venga a vernos. Tenemos que ver a la chica.
Harald se había quedado con la llave que Khulu le diera, volvió a la casita y cogió, en el silencio del dormitorio abandonado, el cuaderno. Leyó de nuevo el fragmento que su hijo había encontrado -¿qué?- tan devastador, un juicio inapelable; aunque también podía hacer suyo el texto como una confirmación del ego, de poder, alardear de él, vivir de acuerdo con él. Guiarse por él.
Harald hojeó de nuevo las páginas. Había unas pocas líneas que se le habían pasado por alto la primera vez, entre anotaciones banales. Otras citas, pero nada que él pudiera identificar. Garabateadas con una escritura amplia y superpuesta, producto de un recuerdo escrito a tientas, a oscuras, adormilado. «Soy la llama de una vela que oscila en corrientes de aire que no puedes ver. Tienes que ser quien me aquiete para arder.» Había un guión, la inicial «N». Una muestra de dramatización adolescente, probablemente dividida en las líneas rotas del verso libre en el original, lejos de la categoría digna de ser apreciada junto con Dostoievski. Se llevó el cuaderno al despacho y lo guardó bajo llave en un cajón de su escritorio; era confidencial, entre él y su hijo, en su calidad de amantes de la literatura de la familia, conscientes de que el terrible genio de la literatura autoriza a algunas cosas. Su hijo no sabía nada sobre esta confidencialidad. No sabía que su padre se había metido a hurtadillas en su intimidad de adulto y había robado sus crípticas notas con la intención de descifrarlo a él.