Lo estuve observando unos minutos. En un momento dado acercó una de las pinturas a la llama de la vela y dijo:
– ¿No es éste el sendero que baja de la colina de Nishiyama? Has sabido plasmarlo muy bien. Así es realmente como se ve al bajar de la colina. Te felicito.
– Gracias.
– ¿Sabes, Masuji? -Mi padre seguía con los ojos puestos en la pintura-. Tu madre me ha dicho algo que me ha sorprendido. Según ella, tienes intención de dedicarte a la pintura profesionalmente.
Aproveché que no había formulado la frase como una pregunta y no di ninguna respuesta. Pero entonces levantó la mirada y repitió:
– Según tu madre, tienes intención de dedicarte a la pintura profesionalmente. Está equivocada, claro.
– Claro -dije en voz alta.
– Supongo que ha sido un malentendido por su parte.
– Sin duda.
– Bien.
Mi padre siguió estudiando las pinturas. Lo estuve observando en silencio y, al cabo de un rato, dijo sin levantar la mirada:
– Creo que es tu madre la que anda por ahí fuera. ¿La has oído?
– No, creo que no he oído a nadie.
– Me parece que era tu madre. En cuanto la veas pasar, dile que entre.
Me puse de pie y me dirigí a la puerta. Tal y como había imaginado, el pasillo estaba oscuro y no había nadie. A mis espaldas oí a mi padre:
– Masuji, ya que vas a buscarla, aprovecha el viaje para traer las pinturas que faltan.
Quizá fue sólo mi imaginación, pero cuando regresé a la habitación minutos después, acompañado por mi madre, tuve la impresión de que el brasero estaba más cerca de la vela. También creí percibir olor a quemado, pero miré dentro del brasero y no me pareció que se hubiera usado.
Dejé las pinturas que faltaban junto a las otras y mi padre me dio las gracias sin prestarme mucha atención. Durante un rato siguió tan preocupado por mis pinturas que a mi madre y a mí, que estábamos sentados frente a él, nos ignoró completamente. Por fin suspiró, levantó la mirada y me dijo:
– Masuji, supongo que no te interesarán mucho los bonzos.
– ¿Los bonzos? Pues no.
– Sin embargo, conocen muy bien este mundo. Yo tampoco suelo escuchar lo que dicen, pero hay que ser educados con estos hombres santos, aunque a veces den más la impresión de ser mendigos que monjes.
Hizo una pausa y yo dije:
– Sí, en efecto.
Mi padre se volvió entonces hacia mi madre y dijo:
– Sachiko, ¿te acuerdas de los bonzos que pasaban antes por el pueblo? Hubo uno que estuvo en casa justo después de nacer nuestro hijo. Un anciano delgado, con una sola mano pero muy robusto. ¿Te acuerdas?
– Sí, por supuesto -dijo mi madre-. Pero no creo que haya que tomarse muy a pecho lo que dicen esos monjes.
– Pero recuerda -dijo mi padre- que aquel monje captó enseguida el alma de Masuji. Cuando se iba nos advirtió algo, ¿te acuerdas?
– Si por entonces nuestro hijo no era más que un bebé -dijo mi madre en voz baja esperando que yo no la oyera. Mi padre, por el contrario, hablaba demasiado alto sin necesidad, como si se dirigiera a un auditorio.
– Nos avisó al irse. Nos dijo que Masuji había nacido con buena salud pero con un grave defecto, una debilidad de espíritu que le llevaría a la vagancia y a la hipocresía. ¿Te acuerdas, Sachiko?
– Sí, pero creo que el monje también dijo muchas cosas buenas de él.
– Es cierto. También nos dijo que tenía buenas cualidades. Pero ¿recuerdas su advertencia, Sachiko? Según él, para que dominase la parte buena, nosotros, sus padres, debíamos vigilarlo de cerca y combatir cualquier señal de debilidad que diese. De lo contrario, y éstas fueron sus palabras, Masuji no sería más que un inútil.
– Pero no hay que dar demasiada importancia a las palabras de los monjes -replicó mi madre.
La observación pareció sorprender a mi padre. Después agachó la cabeza pensativo como si mi madre le hubiese puesto en un aprieto.
– Yo mismo me resistí a tomar en serio sus palabras -prosiguió mi padre-, pero a medida que Masuji ha ido creciendo, me he visto obligado a darle la razón al anciano. No podemos negar que nuestro hijo tiene un carácter débil. No es lo que se dice una mala persona, pero constantemente hemos tenido que combatir su indolencia, su aversión por las tareas útiles, en definitiva, su falta de voluntad.
Acto seguido, cogió intencionadamente tres o cuatro de mis pinturas y, con las manos, hizo como si las pesara. Se volvió hacia mí, para decirme:
– Masuji, tu madre cree que quieres dedicarte a la pintura. Dime, ¿está en lo cierto?
Bajé la mirada y guardé silencio. A mi madre, que estaba a mi lado, le oí decir, casi susurrando:
– Aún es pequeño. Seguro que sólo se trata de una distracción.
Tras un silencio volvió a hablar mi padre:
– Dime, Masuji, ¿tienes idea de en qué mundo se mueven los artistas?
Me quedé callado, mirando el suelo.
– Los artistas -prosiguió mi padre- viven en la pobreza y en la miseria. Se mueven en un mundo lleno de tentaciones y terminan convirtiéndose en unos seres depravados y débiles. ¿Tengo razón, Sachiko?
– Por supuesto. Aunque también hay artistas que consiguen tener éxito sin caer en esas tentaciones.
– Sí, claro, siempre hay excepciones -dijo mi padre. Yo seguía con la mirada baja, pero por su voz supe que una vez más se había quedado perplejo-. Y son excepciones porque tienen un carácter muy fuerte y ante todo son muy decididos. Por eso no creo que nuestro hijo sea uno de ellos. Más bien se encuentra en el polo opuesto. Por lo tanto, nuestro deber es protegerlo de tales peligros. Después de todo, nuestro más ferviente deseo es que se convierta en alguien de quien nos sintamos orgullosos, ¿no?
– Claro -dijo mi madre.
Levanté la mirada un instante. La vela, que había ardido hasta la mitad, iluminaba con mucha fuerza un lado de la cara de mi padre. Tenía las pinturas encima de las rodillas y vi que con los dedos manoseaba nerviosamente los bordes.
– Masuji -dijo-. Ahora puedes irte. Quisiera hablar a solas con tu madre.
Aquella misma noche, un poco más tarde, me topé en la oscuridad con mi madre. Casi estoy seguro de que fue en un pasillo, aunque no lo recuerdo muy bien, como tampoco recuerdo por qué iba yo vagando por la casa a oscuras. Sé que mi intención no era espiar a mis padres, ya que había decidido -de esto sí me acuerdo- desentenderme por completo de lo que pudiese ocurrir en el recibidor después de irme. Como es natural, por aquellos días la iluminación de las casas era muy deficiente, y no resultaba extraño mantener una conversación en la oscuridad. Distinguí ante mí la silueta de mi madre, pero no alcancé a ver su rostro.
– Huele a quemado en toda la casa -observé.
– ¿A quemado? -Mi madre se quedó en silencio durante un rato y después dijo-: No sé. Debe ser imaginación tuya.
– Yo he olido a quemado -dije-. Otra vez. Huelo otra vez.
¿Padre sigue en el recibidor?
– Sí. Está trabajando.
– Haga lo que haga ahí dentro, no me importa en absoluto.
Mi madre no pronunció palabra, de modo que añadí:
– Lo único que padre está encendiendo es mi ambición.
– Me gusta oírte decir eso, Masuji.
– No me malinterpretes, madre. No tengo el menor deseo de verme dentro de unos años sentado ahí donde está ahora padre, hablándole a mi hijo de cuentas y dinero. Si acabara de ese modo, ¿se sentiría usted orgullosa de mí?
– Sí, Masuji. Es imposible que ahora comprendas lo que significa una vida como la de tu padre.
– Yo no me sentiría orgulloso de mí mismo. La ambición de la que he hablado me impulsa a querer llegar más lejos.
Mi madre se quedó callada durante un rato y después dijo:
– Cuando somos jóvenes, no le vemos sentido a muchas cosas, pero conforme pasan los años, son esas cosas las que nos parecen importantes.
En lugar de contestar, creo que dije: