– Pero son los que llevaron el país a la perdición. Por lo menos deberían reconocer que son responsables. No admitir sus errores es una cobardía. Sobre todo errores que cometieron en nombre de todo el país. Esa es la gran cobardía.
Me pregunto si aquellas fueron realmente sus palabras, ya que es posible que me esté confundiendo con el tipo de expresiones que suele emplear Suichi. Sí, es lo más probable. En aquella época llegué a considerar a Miyake como a mi futuro yerno, y es fácil que ahora lo asocie con el verdadero. Frases como «ésa es la gran cobardía» me parecen mucho más propias de Suichi que de Jiro. El joven Miyake tiene un carácter bastante más blando. Sin embargo, estoy seguro de que aquel día, en la parada del tranvía, tuvimos una conversación similar, aunque me parece extraño que tratara este tema. Ahora que lo pienso, la frase «ésa es la gran cobardía» es de Suichi, no me cabe la menor duda. Recuerdo que la pronunció la tarde en que enterramos las cenizas de Kenji.
Las cenizas de mi hijo habían tardado más de un año en llegar desde Manchuria. Siempre nos decían que era debido a los obstáculos que ponían los comunistas. Y cuando por fin llegaron las cenizas, así como las de otros veintitrés jóvenes caídos como él en una desesperada incursión por un campo de minas, nadie nos garantizó que fueran realmente las cenizas de Kenji, ni sus cenizas únicamente. «Si no son sólo las cenizas de mi hermano -me había escrito Setsuko por aquel entonces-, no pueden estar mezcladas más que con las de sus camaradas. Y ése no es motivo de queja por nuestra parte.» Aceptamos por lo tanto que se trataba de las cenizas de Kenji y, aunque tarde, celebramos el entierro. El mes pasado hizo dos años.
Ya en el cementerio, vi que a mitad de la ceremonia Suichi se alejaba malhumorado. Cuando le pregunté a Setsuko qué le ocurría a su marido, me susurró muy de prisa:
– Discúlpelo, pero no se encuentra muy bien. Es un problema de desnutrición. Aunque han pasado ya varios meses, aún no ha conseguido curarse.
Pero más tarde, cuando los invitados a la ceremonia se reunieron en mi casa, Setsuko me dijo:
– Le ruego que lo comprenda, padre. A Suichi le afectan mucho este tipo de ceremonias.
– Qué conmovedor -le dije-. No sabía que tu hermano y él estuviesen tan unidos.
– Las veces que se vieron se entendieron muy bien -dijo Setsuko-. Además, Suichi se identifica mucho con todos los que han corrido la suerte de Kenji. Piensa que a él le podría haber ocurrido lo mismo.
– Razón de más para no irse a mitad de la ceremonia, ¿no crees?
– Discúlpeme, padre, pero Suichi no ha pretendido mostrarse irrespetuoso, es sólo que este año hemos asistido ya a innumerables entierros de amigos o compañeros suyos y cada vez está más irritado.
– ¿Irritado? ¿Y por qué?
Pero en ese momento llegaron más invitados y tuve que interrumpir la conversación con mi hija. Hasta más tarde no tuve ocasión de hablar con Suichi. Muchos de los invitados, reunidos en el recibidor, seguían aún con nosotros. De pie, al fondo de la habitación, distinguí una silueta esbelta. Era mi yerno. Había abierto las mamparas que daban al jardín y, de espaldas al susurro de nuestras voces, contemplaba la oscuridad de la noche. Me acerqué y le dije:
– Suichi, Setsuko me ha comentado que estas ceremonias le irritan.
Se volvió con una sonrisa en los labios.
– Sí, me irrita pensar en estas cosas, en todas estas muertes inútiles.
– Es verdad. Es terrible pensar que se han perdido tantas vidas inútilmente. Pero Kenji, al igual que otros muchos, ha muerto como un valiente.
Mi yerno se quedó observándome durante un rato, impasible y sin ninguna expresión en la cara. Es algo que hace de vez en cuando, pero no he conseguido habituarme. Su mirada no puede ser más inocente, pero como físicamente es un hombre fuerte y sus rasgos tienen algo de temible, cuando me mira, me siento acusado o amenazado.
– Por lo visto, nunca van a terminar de morir hombres valientes -dijo al cabo de un rato-. La mitad de mis compañeros de promoción han muerto valientemente. Y aunque nunca lo sabrán, todos han muerto por causas estúpidas. Padre, ¿sabe qué es lo que de verdad me irrita?
– ¿Qué, Suichi?
– Pues que ¿sabe qué hacen ahora los que mandaron al frente a jóvenes como Kenji para que murieran valientemente? Siguen viviendo, y sus vidas no han cambiado gran cosa. Algunos, incluso, viven mejor que antes. Han aprendido cómo comportarse delante de los americanos, y eso que son los mismos que provocaron esta catástrofe. Y fíjese, es por jóvenes como Kenji por los que ahora lloramos. Eso es lo que me irrita. Hombres jóvenes y valientes que han muerto por causas estúpidas, mientras que los verdaderos culpables siguen entre nosotros, temerosos de mostrarse como lo que son y admitir que son los responsables. -Y estoy seguro de que fue en ese momento, al volverse hacia mí, cuando dijo-: Para mí, ésa es la gran cobardía.
Yo me sentía agotado después de la ceremonia, de no haber sido así, habría rebatido algunos de sus argumentos. Sin embargo, consideré que ya se me presentarían otras oportunidades para hablar del asunto y preferí llevar la conversación por otros derroteros. Recuerdo que me quedé junto a él, contemplando la oscuridad y haciéndole preguntas acerca de su trabajo y de Ichiro. Desde que había vuelto de la guerra era la primera vez que hablaba a solas con Suichi, y descubrí que mi yerno había cambiado, ahora era el hombre amargado al que he llegado a acostumbrarme. Aquella noche me sorprendió oírle hablar de ese modo. Hasta antes de ir a la guerra siempre se había mostrado muy correcto, por eso atribuí el cambio a la emoción del entierro y, en general, al duro golpe que para él había supuesto la guerra. Una experiencia terrible, había insinuado Setsuko.
Al final me he dado cuenta de que el mal humor que tenía aquella noche no ha variado en estos últimos tiempos. Si pensamos en el joven educado y modesto que se casó con Setsuko dos años antes de la guerra, el cambio ha sido importante. Por supuesto, es una tragedia que tantos jóvenes de su generación murieran de aquel modo; sin embargo, no entiendo por qué alberga ese odio contra sus mayores. En las ideas de Suichi encuentro una dureza y un rencor que me preocupan, sobre todo porque, a mi juicio, están influyendo en Setsuko.
Mi yerno no es un caso único. Ahora mismo es un hecho patente en todas partes. El cambio que ha experimentado esta última generación es un fenómeno que no llego a comprender por completo, y algunos aspectos de este cambio son sin duda preocupantes.
Por ejemplo, la otra noche, en el bar de la señora Kawakami, había un cliente sentado a la barra a quien le oí decir:
– Parece que al muy idiota se lo llevaron al hospital, con conmoción cerebral y algunas costillas rotas.
– ¿Está usted hablando del chico de los Hirayama? -le preguntó intranquila la señora Kawakami.
– Pues no sabia quién era, pero siempre le he visto por ahí dando voces. Ya era hora de que alguien le cerrase la boca. Por lo visto anoche volvieron a zurrarle. En fin, al margen de las cosas que diga, es una vergüenza que alguien arremeta contra un pobre tonto.
Entonces me volví hacia el hombre y le dije:
– Discúlpeme, ¿dice usted que han agredido al chico de los Hirayama? ¿Qué es lo que ha hecho?
– Según dicen, se puso a cantar una de esas viejas canciones militares y a proferir gritos reaccionarios.
– Pero es algo que siempre ha hecho -observé yo-. No sabe más que dos o tres canciones. Las que le han enseñado. El individuo se encogió de hombros.
– Si es lo que yo digo. ¿A qué viene zumbarle a un pobre tonto como ése? Es una crueldad. Pero el chico andaba por el puente de Kayabashi y ya sabe usted la canalla que merodea por ahí de noche. Había estado cerca de una hora sentado en la baranda del puente, cantando y dando gritos. Desde el bar de enfrente le oían y, al parecer, hubo unos cuantos que se hartaron.