– No veo el motivo -dijo la señora Kawakami-. El pobre chico no hacía daño a nadie.
– Sí, es verdad, pero alguien debería encargarse de enseñarle otras canciones -contestó el hombre entre trago y trago-. Si sigue con el mismo repertorio, le seguirán zurrando.
Aunque tendrá ya por lo menos cincuenta años, aquí todo el mundo le sigue llamando el chico de los Hirayama. El nombre, sin embargo, le conviene, ya que tiene la edad mental de un niño. Todo lo más que recuerdo es que las monjas católicas de la misión se hicieron cargo de él, y supongo que Hirayama era el nombre de la familia en la cual nació. Antes, cuando nuestro barrio de vida nocturna estaba en su mejor época, al chico de los Hirayama siempre se le veía sentado en el suelo, cerca del Migi-Hidari o de cualquier otro de los locales próximos. Como había dicho la señora Kawakami, el chico era totalmente inofensivo. Llegó a ser incluso muy popular en el barrio, con sus canciones de guerra y las imitaciones que hacía de discursos patrióticos.
Las canciones no sé de quién pudo haberlas aprendido, pero su repertorio no constaba de más de dos o tres, y de cada una sólo sabía una estrofa. Aun así, las cantaba con una voz tan potente, que atraía a todo el mundo, y entre canción y canción, se quedaba plantado en jarras, miraba al cielo y, sonriendo, decía a gritos: «¡Este pueblo tendrá que ofrecer sus sacrificios al emperador. ¡Algunos de vosotros entregaréis vuestras vidas! ¡Otros recibirán triunfantes el nuevo amanecer!», y frases por el estilo. Y la gente decía: «Quizá no esté en su sano juicio, pero sabe lo que dice. Es japonés.» Muchas veces la gente se paraba para darle dinero o para comprarle algo de comer. Al chico entonces se le iluminaba la cara y sonreía. Si ha seguido cantando y pronunciando esos discursos patrióticos, es porque le daban popularidad y atraía a la gente.
En aquella época los tontos no molestaban a nadie. En cambio, ahora a la gente le da por pegarles. Es posible que ya no gusten sus canciones y sus discursos, pero lo cierto es que se trata de la misma gente que antes le acariciaba la cabeza y le animaba a aprenderse de memoria esas pocas estrofas.
Como he dicho, actualmente se respira otra atmósfera en el país, y la actitud de Suichi no tiene nada de extraordinario. Puede que sea una injusticia por mi parte atribuirle este mismo sentimiento de rencor al joven Miyake, pero tal y como están ahora las cosas, si se paran a pensar en lo que hace y dice la gente, llegarán a la conclusión de que es un sentimiento muy extendido. Lo único que sé es que Miyake pronunció aquellas palabras, y lo más probable es que todos los jóvenes de la generación de Miyake y de Suichi piensen y hablen de ese modo.
Creo haber dicho ya que ayer fui al barrio de Arakawa, al otro extremo de la ciudad. Arakawa es la estación término de la línea de tranvía que va hacia el sur, aunque a mucha gente le extraña que la línea llegue hasta esos barrios de las afueras. La verdad es que cuando uno piensa en Arakawa, en sus calles tan limpias y aseadas, en las aceras bordeadas de arces, en sus lujosas residencias bien separadas entre sí, y en esa sensación que uno tiene de estar en pleno campo, es difícil hacerse a la idea de que el barrio forma parte de la ciudad. Y a mi entender, las autoridades locales han hecho bien en prolongar la línea de tranvía hasta Arakawa, así la gente que vive en el centro puede tener fácil acceso a otras zonas más tranquilas y menos concurridas. Aunque no siempre hemos estado tan bien comunicados. Recuerdo que esa sensación de agobio que uno suele tener en las ciudades, sobre todo en los meses ardientes de verano, era aún peor cuando la red actual no existía.
Creo que las líneas que hay ahora empezaron a funcionar en 1931, después de suprimirse la antigua red que durante treinta años no había hecho más que irritar a los usuarios. Con la nueva red, la vida de la ciudad varió por completo. Sin haber vivido aquí, no es fácil imaginárselo. Hubo barrios enteros que cambiaron de personalidad de la noche a la mañana, parques que siempre habían estado abarrotados de gente se quedaron desiertos, y tiendas que hasta entonces habían sido prósperas sufrieron importantes pérdidas.
Evidentemente, también hubo barrios que, por el contrario, salieron beneficiados, entre ellos la zona al otro lado del Puente de las Vacilaciones, que pronto se convirtió en nuestro barrio de vida nocturna. Antes de que llegara el tranvía, allí no había más que unas cuantas callejas sin interés e hileras de casas con cubierta de tejas. En realidad, nadie consideraba aquello un barrio, y para referirse a esa zona la gente decía «al este de Furukawa». Sin embargo, dado el trazado de las nuevas líneas, los pasajeros que se apeaban en la parada término de Furukawa llegaban antes al centro a pie que haciendo un segundo viaje en tranvía, mucho menos directo. El resultado fueron las oleadas de gente que empezó de pronto a cruzar la zona. Bares que años atrás apenas se sostenían, prosperaron de un modo increíble al tiempo que empezaron a abrirse otros nuevos.
Lo que un día se convertiría en el Migi-Hidari, era conocido en la época como Casa Yamagata; así se llamaba su propietario, un militar retirado ya mayor. El bar era el más antiguo del barrio, un lugar bastante sombrío, que yo frecuenté durante muchos años, cuando acababa de llegar a la ciudad. Que ahora recuerde, instaladas las nuevas líneas, aún pasaron varios meses hasta que Yamagata se percató de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, y entonces se puso a hacer planes. Dado que el barrio estaba a punto de convertirse en un centro de la vida nocturna, su bar, por ser el más antiguo y estar situado en la intersección de tres calles, tenía que convertirse en el «patriarca» de todos los demás. En vista de lo cual, consideraba él, tenía la obligación de ampliar su negocio y volver a abrirlo por todo lo alto. El comerciante del piso de arriba estaba dispuesto a venderle su local. En cuanto al capital, lo reuniría sin ninguna dificultad. El principal obstáculo, tanto para su establecimiento como para todo el barrio, era la política que seguían las autoridades de la ciudad.
En este sentido, Yamagata tenía toda la razón. Estoy hablando de 1933 o 1934 y, como recordarán ustedes, no era la época apropiada para plantearse la creación de un nuevo barrio de vida nocturna. Las autoridades venían aplicando políticas muy severas para mantener bajo control los sectores más frivolos de la ciudad, tanto era así que ya habían procedido al cierre de muchos de los locales más decadentes del centro. Por lo tanto, en un principio no me entusiasmaron las ideas de Yamagata, y sólo cuando me dijo el tipo de local que tenía pensado abrir, me dejó bastante impresionado y prometí que haría lo que estuviese en mis manos para ayudarle.
Creo haberles comentado que, en cierta medida, yo intervine en el surgimiento del Migi-Hidari. No económicamente, por supuesto, por ese lado no podía hacer nada, sino por mi reputación en la ciudad, que por entonces ya era muy buena. Que yo recuerde, todavía no formaba parte del comité artístico del Ministerio de Estado, pero sí tenía muchos contactos y, con frecuencia, se me consultaba sobre cuestiones de política general. La instancia que presenté ante las autoridades en nombre de Yamagata tuvo, por lo tanto, una influencia decisiva.
«Con la apertura de este establecimiento -les expliqué-, su propietario pretende honrar el nuevo patriotismo que está naciendo actualmente en Japón. La decoración será un reflejo de este nuevo espíritu y al cliente que se muestre disconforme se le rogará con toda firmeza que abandone el local. Además, el propietario pretende convertir el establecimiento en un lugar donde puedan reunirse y beber juntos los artistas y pintores de la ciudad que mejor reflejen en su obra este nuevo espíritu. Al respecto cuento con el apoyo de algunos de mis colegas, entre los cuales figuran el pintor Masayuki Harada, el autor teatral Misumi y los periodistas Shigeo Otsuji y Eiji Nastuki, todos ellos, como ustedes sabrán, creadores de obras indiscutiblemente fieles a Su Majestad el Emperador.»