Proseguí haciendo resaltar que la creación de un establecimiento semejante, dado su predominio en todo el barrio, sería la forma ideal de asegurar un ambiente deseable en la zona.
«De otro modo -advertí-, veremos desarrollarse también en este barrio la decadencia que estamos procurando combatir y que sabemos que debilita sobremanera el carácter de nuestra cultura.»
Las autoridades no sólo dieron su consentimiento sino que mostraron un entusiasmo que me sorprendió. Fue otro de esos casos en que uno descubre, con gran asombro, que goza de una estima mayor de lo que creía. Debo decir, sin embargo, que nunca me han preocupado estas cuestiones de estima, y si la apertura del Migi-Hidari me produjo tanta satisfacción, no fue por ese motivo. Más bien me sentía orgulloso de ver materializada una idea que había respaldado desde hacía tiempo, a saber, que el nuevo espíritu de Japón no era incompatible con la diversión, es decir, que la búsqueda del placer y la decadencia no tenían por qué correr paralelas.
Unos dos años y medio después de entrar en funcionamiento la nueva red de tranvías se inauguró el Migi-Hidari. Después de ser restaurado, el local era otro. Por la noche era imposible pasar por allí y no fijarse en la resplandeciente fachada iluminada con farolillos de todos los tamaños colgados a lo largo del tejado bajo los aleros, dispuestos en fila en los antepechos de las ventanas y sobre la entrada principal. Además, de la cumbrera colgaba una enorme bandera iluminada con la inscripción del nuevo nombre del bar sobre unas botas militares en posición de marcha que hacían de fondo.
Una noche, poco después de la inauguración, Yamagata me condujo al interior del local, me dijo que eligiese mi mesa favorita y me anunció que, a partir de ese día, la mesa estaría sólo a mi disposición. Creo que ante todo lo hizo en agradecimiento por el pequeño favor que le había prestado, sin olvidar que siempre había sido uno de los mejores clientes de Yamagata.
De hecho, yo llevaba yendo al bar de Yamagata desde hacía veinte años, antes de que se convirtiera en el Migi-Hidari. En realidad, si yo había elegido aquel bar no había sido deliberadamente (como he dicho, era un lugar más bien mediocre). De joven, a mi llegada a la ciudad, estuve viviendo en Furukawa y dio la casualidad de que el bar de Yamagata quedaba cerca.
Quizá ahora les resulte un poco difícil imaginar lo feo que era el barrio de Furukawa en aquella época. Hoy, cuando alguien habla de Furukawa, lo normal es pensar en el parque y en sus famosos melocotoneros. Pero cuando yo llegué, en 1913, esta zona estaba llena de fábricas y almacenes, en su mayoría abandonados o en mal estado, propiedad de pequeñas empresas. Las casas eran feas y viejas, y en Furukawa vivía la gente que sólo podía pagar los alquileres más bajos.
Yo tenía una buhardilla encima de un piso donde vivía una mujer con su hijo soltero, pero el lugar no se ajustaba a mis necesidades. Como no había electricidad, me veía obligado a pintar a la luz de un quinqué. Apenas había espacio suficiente para instalar un caballete e, inevitablemente, salpicaba de pintura las paredes y el tatami. Muchas veces, cuando me quedaba pintando por la noche, despertaba a la anciana y a su hijo. Lo más molesto era el techo. Era demasiado bajo y me impedía estar erguido. En consecuencia, me pasaba horas y horas trabajando encogido, golpeándome continuamente la cabeza con las vigas. Sin embargo, por aquel entonces me sentía tan feliz de que la empresa de Takeda me hubiese admitido, y de estar ganándome la vida como artista, que apenas pensaba en lo deplorable de aquellas condiciones.
Como es natural, durante el día no trabajaba en mi habitación sino en el estudio del maestro Takeda. El estudio, que también estaba en Furukawa, era una gran sala encima de un restaurante donde cabíamos los quince con nuestros caballetes, todos en fila. El techo, más alto que el de mi buhardilla, estaba bastante hundido en el centro, de modo que cada vez que entrabamos en la sala gastábamos la broma de decir que el techo había bajado unos cuantos centímetros desde el día anterior. Había ventanas a lo largo de toda la sala, pero no nos proporcionaban buena luz para trabajar, ya que los rayos de sol que entraban eran siempre muy intensos y la sala, a lo que más se asemejaba, era al camarote de un barco. Otro problema era que el dueño del restaurante no nos permitía quedarnos pasadas las seis, hora en que empezaba a llegar la clientela. «Hacen ustedes más ruido que un rebaño de vacas», decía. Y no nos quedaba más remedio que seguir trabajando en nuestras respectivas habitaciones.
Debo decir que sin trabajar por las noches, nos era imposible cumplir nuestro programa de producción. La empresa Takeda se enorgullecía de poder entregar siempre cualquier encargo que se le hiciese en el más breve plazo, y por ello el maestro Takeda no se cansaba de decirnos que si no nos ceñíamos al plazo establecido, es decir, el día en que saliese el barco, la competencia nos quitaría futuros encargos. El resultado era que aun trabajando sin descanso durante horas hasta bien entrada la noche, al día siguiente nos sentíamos igualmente culpables de no haber avanzado lo suficiente. A menudo, cuando ya estábamos encima de la fecha tope, nos pasábamos el día pintando, durmiendo como mucho dos o tres horas. Y si durante una época nos llovían los encargos, el mareo y el agotamiento podían durarnos días. A pesar de todo, no recuerdo una sola vez en que no entregásemos un encargo a tiempo, lo cual puede dar una idea del dominio que el maestro Takeda ejercía sobre nosotros.
Cuando llevaba aproximadamente un año trabajando con el maestro Takeda, entró en la empresa un nuevo artista. Se llamaba Yasunari Nakahara, nombre que dudo que les diga gran cosa. No tiene por qué sonarles; no fue un artista que llegara a hacerse célebre. Su mayor logro fue conseguir una plaza de profesor de Bellas Artes en un instituto del barrio de Yuyama pocos años antes de que empezara la guerra, plaza que, según me han dicho, todavía conserva, dado que las autoridades no vieron motivo alguno para reemplazarlo como hicieron con muchos de sus colegas. Yo lo recordaré siempre como «el Tortuga», mote que le pusimos en la empresa de Takeda y que empleé afectuosamente durante todo el tiempo que duró nuestra amistad.
Todavía guardo un lienzo del Tortuga, un autorretrato que hizo poco después de dejar la empresa de Takeda. En él se ve a un joven delgado, con gafas y en mangas de camisa, sentado en una habitación estrecha y oscura, rodeado de caballetes y de muebles desvencijados, con un lado de la cara iluminado por la luz de la ventana. La seriedad y la timidez que se leen en su rostro corresponden perfectamente al hombre que yo recuerdo. En ese sentido se puede decir que fue de una imparcialidad extraordinaria. En el cuadro parece la típica persona a la que nadie duda en darle un empujón en el tranvía para quitarle el asiento. Pero está visto que todos tenemos nuestra propia idea de nosotros mismos, y si bien la modestia del Tortuga le impidió disimular su carácter tímido, no le inhibió en absoluto a la hora de atribuirse un aire noble e intelectual del que yo no tengo constancia. Ahora bien, para ser justos, no recuerdo a ningún colega que se hiciese un autorretrato con total honradez. Por muy fiel y detalladamente que uno quiera plasmar la imagen que de sí mismo ve en el espejo, la personalidad que queda representada corresponde pocas veces a la realidad que ven los demás.
Al Tortuga le pusimos ese apodo porque, aunque entró en el taller en una época en que habíamos recibido un encargo especialmente importante, no era capaz de hacer más que dos o tres lienzos en el mismo tiempo en que los demás llegábamos a terminar seis o siete. Al principio atribuíamos su lentitud a la poca experiencia y sólo le llamábamos así a sus espaldas, pero pasaron las semanas y, como su producción no aumentaba, terminamos por llamarle a la cara «Tortuga», conscientes de la crueldad que eso implicaba. El sabía muy bien que el apelativo no tenía nada de cariñoso y, sin embargo, recuerdo que se esforzaba por creer lo contrario. Por ejemplo, si desde el otro extremo de la sala alguien le gritaba: «¡Eh, Tortuga! ¿ya has terminado el pétalo que empezaste la semana pasada?», se reía para demostrar que apreciaba la broma. A menudo oí decir a mis colegas que si el Tortuga parecía incapaz de defenderse era porque procedía del barrio de Negishi, cuyos habitantes tenían fama, y aún hoy injustamente la siguen teniendo, de débiles y apocados.