– A mi juicio -dije-, el maestro Takeda no se merece la lealtad de gente como usted ni como yo. La lealtad se gana. Actualmente todo el mundo habla de lealtad y, en realidad, lo único que hace es obedecer ciegamente las órdenes que recibe. De todas formas, personalmente, no tengo ninguna gana de llevar ese tipo de vida.
Como es natural, es posible que las palabras que dije aquella tarde en el templo de Tamagawa no fueran exactamente éstas, ya que he contado esa escena en otras ocasiones, y cuando una historia se repite varias veces, empieza a adquirir vida propia. Pero aunque aquel día no me expresara con el Tortuga de un modo tan claro, es fácil imaginar que esas palabras, cuya autoría me atribuyo, reflejan con bastante fidelidad la entereza y la resolución que me caracterizaban por aquel entonces.
Y a propósito, donde me veía obligado a contar una y otra vez todas mis aventuras en el taller de Takeda, era en la mesa del Migi-Hidari. A mis alumnos les fascinaba oír historias de mi primera época, sin duda por la curiosidad de saber lo que hacía su maestro a su misma edad. De cualquier modo, mis días con el maestro Takeda era un tema que constantemente salía a colación en aquellas veladas.
– No fue una experiencia tan mala -recuerdo haberles dicho una vez-. Aprendí cosas importantes.
– Discúlpeme, Sensei -y creo que fue Kuroda el que se inclinó sobre la mesa para decirlo-, pero me cuesta creer que un lugar como el que usted describe pueda enseñarle algo útil a un artista.
– Sí, Sensei -dijo otra voz-, díganos qué aprendió usted allí. Según lo que usted cuenta, aquello no era más que una fábrica de cajas de cartón.
Diálogos como éste se repetían una y otra vez en nuestra mesa del Migi-Hidari. Podía estar conversando tranquilamente con uno de ellos, mientras el resto hablaba entre sí y, en cuanto mi interlocutor me hacía una pregunta interesante, todos interrumpían sus respectivas conversaciones y se volvían hacia mí esperando oír mi respuesta. Era como si en todo momento tuviesen un oído atento, al acecho de cualquier enseñanza que yo pudiese impartirles. No quiero decir que careciesen de sentido crítico; al contrario, juntos constituían un equipo de jóvenes brillantes, en el que ninguno se atrevía a hablar sin haberlo pensados dos veces.
– Mi temporada con Takeda -les dije- me enseñó, ya en mi juventud, algo importante, y es que si bien es justo respetar a un maestro, también es importante cuestionar su autoridad. Fue una experiencia que me enseñó a no seguir nunca ciegamente a la masa sino a considerar primero en qué dirección me estaban arrastrando. Y si hay algo que he intentado inculcaros a todos vosotros, ha sido que no os dejéis llevar por las circunstancias, que estéis por encima de todas esas corrientes decadentes e indeseables que nos han inundado durante estos últimos diez o quince años, y que tanto han contribuido a debilitar el carácter de nuestra nación.
No me cabe la menor duda de que aquel día estaba bastante bebido y mi discurso sonó demasiado rimbombante, pero así transcurrían nuestras reuniones en el Migi-Hidari.
– Tiene usted razón, Sensei -dijo uno de ellos-. No debemos dejarnos llevar por las circunstancias. Es algo que todos debemos recordar.
– Y creo que todos los aquí presentes en torno a esta mesa -proseguí- tenemos derecho a estar orgullosos. Si la frivolidad y el mal gusto son dos cosas que han estado predominando a nuestro alrededor, en estos momentos aflora en Japón un espíritu mucho más noble y varonil del que formáis parte todos vosotros. Mi mayor deseo es que no abandonéis este nuevo espíritu y lleguéis a convertiros en sus principales representantes. -Y en ese momento no sólo me dirigí a mi mesa sino a todos los que se encontraban cerca escuchando-: Este rincón nuestro donde nos hallamos reunidos, es una prueba del nacimiento del nuevo espíritu y todos tenemos derecho a sentirnos orgullosos.
Muchas veces, conforme se iba caldeando el ambiente, se amontonaban alrededor de la mesa otras personas que se sumaban a nuestros discursos y controversias, o simplemente se limitaban a escuchar, embriagados por el ambiente. En general, mis discípulos no tenían ningún reparo en escuchar a desconocidos pero, evidentemente, si alguien se ponía pesado o nos importunaba con opiniones contrarias, no tardaban en ignorarlo. Sin embargo, a pesar de la algarabía y los discursos que se prolongaban hasta bien entrada la noche, raras veces se producía algún altercado, puesto que todos los que éramos asiduos del Migi-Hidari comulgábamos con los mismos ideales. El establecimiento terminó siendo lo que Yamagata siempre había deseado, un lugar digno, donde emborracharse no tenía nada de vil ni vergonzoso.
En algún rincón de mi casa tengo una pintura de Kuroda, el de más talento entre mis discípulos, que representa una de esas veladas en el Migi-Hidari. Su título, Espíritu patriota, puede inducir a imaginar una obra con soldados desfilando o algo por el estilo. Ahora bien, lo que Kuroda quería demostrar es que el patriotismo empieza a desarrollarse justamente en lugares que no son el frente, en la rutina de la vida diaria. En los sitios donde tomamos una copa, por ejemplo, o en la gente con la que tratamos. El cuadro es un homenaje (por aquella época aún creía en esas cosas) a la esencia del Migi-Hidari. La pintura, hecha al óleo, muestra un conjunto de mesas, y recoge muy bien los colores y el decorado del local, destacando ante todo las pancartas con lemas patrióticos y los emblemas colgados de las barandas del segundo piso. Debajo de las pancartas, se ve a los clientes conversando en torno a las mesas, mientras que en primer plano una camarera vestida con kimono se apresura a llevar una bandeja con bebidas. Se trata de una excelente pintura que plasma con mucha precisión el ambiente bullicioso y, sin embargo, respetable y digno del Migi-Hidari. Y aún hoy, cuando a veces se me ocurre mirarla, me sigue produciendo cierta satisfacción pensar que, gracias a mi buena reputación en la ciudad, fui capaz de contribuir, aunque mínimamente, a que un lugar semejante pudiera florecer.
Últimamente, las noches que voy al bar de la señora Kawakami acabo recordando aquellos tiempos del Migi-Hidari. Debo decir que Shintaro y yo solemos ser los únicos clientes y que, sentados los dos a la barra, codo con codo, a la luz baja de las lámparas, nos entra la nostalgia fácilmente. A veces, basta con que empecemos a hablar de alguien de aquella época, de lo que bebía o de alguna manía especial que tuviese. Y cuando intentamos que la señora Kawakami recuerde al personaje en cuestión, nos enfrascamos en más y más detalles sobre el individuo, con el fin de refrescarle la memoria. La otra noche, después de haber agotado todos los recursos que se nos ocurrían, la señora Kawakami dijo (lo que por otra parte suele acabar diciendo):
– En fin, ahora no me acuerdo del nombre, pero si le viera, estoy segura de que le reconocería.
– Bueno, Obasan -dije recordando-, a decir verdad nunca fue un buen cliente. Siempre se iba enfrente a beber.
– ¡Ah, sí! A ese bar tan grande. Da igual. Si le viese, le reconocería. Aunque ¿quién sabe? La gente cambia tanto… A veces cuando veo a alguien por la calle que creo conocer, me digo «voy a saludarlo», pero cuando vuelvo a mirar, ya no estoy tan segura.
– A mí también me pasa -dijo Shintaro-. El otro día saludé a alguien en la calle creyendo que era un conocido, y claro, el hombre pensó que estaba loco y ¡se largó sin contestarme!
A Shintaro le pareció haber dicho algo muy divertido y soltó una fuerte carcajada. La señora Kawakami sólo sonrió y después, volviéndose hacia mí, me dijo: